Cuenta el maestro sobre Carmen Martín Gaite —amiga que le consideraba “un escritor de raza” y a la que debía gratitud, pues “sin ella no hubiese podido publicar El pasaje de la luna ni entrar en Anagrama”— que ésta le dijo al despedirse de él en una ocasión, tras ir a verle a su ciudad, Pamplona, que se marchase de ahí para ser reconocido como debía. No le hizo caso Miguel Sánchez-Ostiz, y su agridulce lugar natal llegó a ser personaje principal de una novela antológica. Todo un mundo barroco de más de quinientas páginas, prieto y fascinante, pleno de feroz ironía y de ajuste de cuentas, de lenguaje poético y directo, sin contemplaciones. Publicada en 1992 por Seix Barral, fue reeditada posteriormente por Círculo de Lectores en 1993 —en un caso bajo una ilustración de Goya y en otro de Solana, elecciones bien acertadas, por ser tan representativas de los personajes descritos en el libro y resultar pintores y asuntos tan del gusto del escritor— y por Limbo Errante en 2017. Las pirañas ve nuevamente la luz en el sello de Malas Tierras, dada su llama inextinguible.
Nuestro narrador inicia un relato que es monólogo torrencial siguiendo a un hombre —un picapleitos de nombre José María y de apodo “el Gorras”, ya que le pagan otros las cosas al no tener un duro— que se reúne con otros de quienes depende “sentimentalmente” —aunque hay por medio una amante, la Angelita—. Todos ellos se conocen desde niños y secretamente se desprecian, envidian y odian, si bien no pueden pasar sin estar juntos, viviendo noches de trueno. Son “cómplices, encubridores, aliados, compinches, enemigos, afectos resobados, delatores, soploncillos, difamadores” y “despojos” como los que allí devoran. Conforman comunidad que no es sino cloaca del país, reuniéndose o cobijándose en ese “cuadrilátero de todos contra todos” que es uno y varios escenarios a la vez: tabernones como El Urrizelqui, El Pesebre —“en tiempos llevó fama de ser el antro más guarro de la ciudad”—, Quehayluz —“el sumidero de la noche”—, La Olla o Los Cinco Continentes —“marmita de matones y camellos”—, regidos por personajes como Dienteputo, Toribio o Perlita. También acudiendo a locales de alterne o prostíbulos que fueron los de Mendichuri, Caballerizas —“putiferio de lujo, recaladero de gente guapa y gente del mundo de la empresa, local y de Madrid”— o el Porrón —y donde eran célebres personajes como Pili la Tetas o “los negros y negras de la Valverde”—. Incluso se hacen en ocasiones los samaritanos y recogen a artistas de la performance que practican el suicidio y les sale mal. Esta santa compaña la integran nombres como los de Jorgito el inglés —el “reportero dicharachero”, “garganta profunda de la radio”—, los gitanos o “jitos” del barrio, como el Trampas y el Majara; también el Chino, Malasombra, el Castañuelas, Juan Carcoma —jefe de la cuadrilla—, el Obispo —“antiguo guerrillero de Cristo Rey que hoy se escapa de los bares dejando a la osca todas las copas que puede”—, el Bolo o la Chufona, Porky —matasanos con cara de cerdo—, el licenciado Garra, Camino Tajonar —alias la Picoloco— y el Morsa, el filósofo Pedro Arenillas, el Fonfo, la Catorza, el Trifó, Laboa, el licenciado Garra —alias de Ferminito Zolina, “especulador inmobiliario ladrón”—, Xilbote, Kilikón, Pepe Carrete, Gustavo Aranguren —el Chino—, Guezurtegi, don Fatuo, Caffarelli, Santiago Dalton —“por sobrenombre, de los Dalton Brothers, capitanes de empresa pelotazale”—, Gordarena —“correoso granuja, […] parásito de la burocracia, […] profesional de la Transición hecha botín”—, el Averías —un manazas y metido en un mundo de camellos, “el que fuera conocido en el siglo como Ignacio Laquidain, pero ya nadie se acuerda de su nombre”—, Malalma —con su “negocio floreciente de panteones”—, Pepito Bradomín —triunfador asesorando en Madrid y medio marqués— o Manolito Ripa. A veces acuden a las farras sus mujeres, de apodos como la Bugsbunny o la Hormiga —“renegrida malasombra, de intocable familia […], gorrona del socialismo”—.
Todos ellos —y algunos más— dan cuenta de sus calderetas, sus gin-tonic, su perico y sus casas de lenocinio. Son estas “sardinas bravas” o “pirañas”, conformadoras de una parte del hampa de la arquitectura, la empresa, la jurisprudencia, la política, los negocios y hasta el arte. Toda una representación de la cloaca social de este país durante los años noventa. Personajes que pasaron de la camisa vieja a la chaqueta nueva optando por la corruptela, retorciendo “el pescuezo de la gallina de los huevos de oro al amparo de la Transición”, invirtiendo y atesorando en negro, blanqueando y escondiendo como “piratas”, coqueteando con el socialismo —“ayer sindicalistas peleones, hoy vagamente izquierdistas, de esos que ya no sabe ni Dios qué coño son y que la Administración o el partido en el poder o las especuladoras inmobiliarias han incorporado a sus gabinetes, a sus asesorías, a sus consejos”— e incluso con el nacionalismo más extremo, alguno defendiendo trapaceramente a asesinos en tribunales —“cómplice de ellos, encubridor, delator, instigador él mismo, no allí, sino en la calle, en su propia casa”—. “Sopistas, de un presecular, indigentes totales en el fondo, de una incultura bestial, rebuscada, bestias a mala leche, de esos que sin embargo se lo saben todo, se las saben todas, más listos que Dios, y se sienten obligados a demostrarlo de continuo”.
“El gorras” —o “nuestro hombre”, como lo denomina Perico y sobre el que tantas cosas relata— se arrima a estas “pirañas” —“cómplice necio y cobista de primera”— sin poder abrir la boca para dejarse vivir por los demás porque no sabe o no quiere estar solo, teme que se le metan en su mente los demonios, le recuerden su miedo a la vida y a perder la estima de los suyos para que luego tenga que hablar de ello a sus loqueros. Sus “amigos” en el fondo no quieren estar con él porque es espejo de ellos mismos, de su negrura. Como diría Sartre, “el infierno son los otros”, sí, pero también ese infierno puede vivir dentro de nosotros mismos, como es el caso de nuestro hombre, que vive ya A puerta cerrada y, aun así, siguen entrando Las moscas —disculpen el juego de palabras con las obras teatrales del francés—.
El pobre diablo pasa también largos ratos de soledad, escondido en su madriguera —o cochiquera— bajo una manta, temeroso del mundo, recordando los traumas de infancia de una familia conservadora y atemorizadora que junto con la educación religiosa y el propio franquismo le castró su libertad; se acuerda de sus primeros trabajos frustrados —“alevín de capitán de empresa en aquella cueva de ladrones sagasmúticos que era Cromlech, S. L., adonde fue a parar como dádiva familiar para ver si empezaba a enterarse de cómo era la vida” y el “comercio de animales de compañía”—, sintiendo que ya se le ha hecho tarde para ser quien quiso ser, recordando la pareja que tuvo y que se le resbaló como agua entre los dedos —la siguiente vez que vio a la tal Matilde fue en su funeral—, así como los lamentables juicios en los que representó a sus “detritus” como abogado: alguno se suicidó, otra fue asesinada por su hijo con unas tijeras y luciendo una ristra de ajos y un crucifijo; hubo quien se creía hijo de conde y de princesa; también el que trabajaba en una barraca de feria haciéndose pasar por monstruo. Soliloquios circulares de un cobarde que acalla su conciencia con alcohol y polvos en la nariz o paseando por las calles, parques, fortificaciones y cementerios —sí, cementerios, algo muy significativo—, buscando droga a un amigo en extramuros.
Las pirañas constituye uno de los títulos más reconocidos de la ingente obra de este pamplonica. Tal vez sea por el estilo inconfundible y llamativo del autor, que nunca defrauda, o por la temática, que como otras de su producción no pasa de moda. En el prólogo, Sánchez-Ostiz reflexiona sobre el tiempo transcurrido desde la publicación de la obra —“algo más de treinta y dos años”—, indicando cómo el asunto sigue estando más que vigente: “Desde entonces, las pirañas no hicieron más que reproducirse con fortuna y seguir mangándola desaprensivas en lo privado y en lo público”. El navarro ha explicado en más de una ocasión la cola que trajo en su momento su obra: “recuerdo la feroz borrasca que se armó en mi ciudad cuando la novela fue leída por unos y otros que reconocieron sus propias vidas como si se miraran por el ojo de la cerradura”. Algunos incluso buscaron la revancha en el propio autor. Señal inequívoca de la verdad que contienen sus páginas. Un fiel espejo de la realidad ante el cuál a más de uno no le gustará verse reflejado, recordándole lo que es y no debería ser.
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Autor: Miguel Sánchez-Ostiz. Título: Las pirañas. Editorial: Malas Tierras. Venta: Todos tus libros.


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