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Una cerveza Dolina bien fría

Noto como la babilla, húmeda y caliente, resbala por mi mentón y está a punto de precipitarse hacia mi pecho. Intento abrir los ojos; imposible. La claridad me ciega. A lo lejos, escucho un murmullo de voces enlatadas. Estoy aturdido, pero sé bien lo que ha pasado: me he vuelto a quedar dormido en el sofá viendo la tele.

Uno, dos, tres y…; nada, no hay manera, no consigo despegar mi culo del pegajoso escay. Me vuelvo a quedar grogui. Puede que hayan sido solo unos minutos, pero a mí me ha parecido todo una eternidad. La vejiga me va a reventar. Uno, dos, tres y…; abortamos misión. Houston, somos un problema.

De repente, ¡Pum! ¡Bang! ¡Crash! Maldición. Por fin abro los ojos. No demasiado. Lo suficiente para ver los cascos de mi Dolina esparcidos por el suelo. Y lo que es peor: su preciado elixir derramado por la alfombra. ¡Mierda! Debía de estar casi llena.

Dando bandazos, consigo huir del desastre que Orfeo y yo hemos provocado a medias. Consigo enderezar el rumbo y me dirijo a la cocina. Por el pasillo pienso qué hora será. No suelo llevar reloj y no tengo ni idea de dónde puede estar el puñetero móvil ahora que lo necesito. No sin esfuerzo consigo llegar a mi destino. Misterio resuelto: son las nueve y media. ¿De la mañana? Sí, de la mañana. Quizás tendría que desayunar algo: un poco de queso fresco, una porción de frutita, acompañados de una infusión de diente de León. Algo sano para eliminar las toxinas que se han adueñado de mi cuerpo y de mi alma. Pero a mí lo que de verdad me apetece es un buen bocadillo de torta de aceite con chorizo de pueblo y una cerveza bien fresquita. Aunque quizás no sean horas, la verdad. ¡Qué coño! ¿Qué diferencia hay entre las nueve y media de la mañana y de la noche? Ninguna. Ya lo dijo aquel tío que era tan listo: el tiempo es relativo.

Abro decidido y con pulso firme la puerta del frigorífico. No puede ser verdad: se ha vuelto a ir la luz. La octava vez en apenas tres días. Justo en ese mismo momento siento una ráfaga de pestilencia que llega desde el fondo de la cocina. Tengo que arreglarlo: lo de Iberdrola y lo otro, sobre todo, lo otro. A los de la eléctrica les voy a poner una denuncia kilométrica; ¡se van a enterar! Y lo otro…, lo otro de este fin de semana no pasa. Me lo prometo a mí mismo con los dedos cruzados. Con cautela, y con la nariz tapada, me acerco al arcón congelador y abro su puerta: una, dos, tres, cuatro y cinco. Correcto. Están todas. Por la cantidad de agua que hay en el fondo debemos llevar unas cuantas horas sin suministro. Definitivamente se ha roto el ciclo de descongelación, aunque a estas alturas poco importa ya eso.

¡Ding! ¡Dong! ¡Ding! ¡Dong!

Qué energía, por Dios. ¿Quién será a estas horas? Voy a la puerta y fisgo por la mirilla. No puede ser verdad. La placa de color verde de su camisa me pone a mí de todos los colores. Abro con un gesto de cabreo que asustaría al más pintado, pero el rubiales no deja de sonreír:

—Buenos días. Soy José Javier de Iberdrola vengo a hacerle una oferta que no podrá rechazar —me salta el fulano con una sonrisa de oreja a oreja.

Le señalo con la cabeza donde está el salón. «Pasa, pasa. Yo también tengo una oferta que no vas a poder rechazar» digo entre dientes.

Le dejo sus diez minutos de gloria. El chaval se explica que es una maravilla. Que si me voy a ahorrar tanto y que si voy a ganar cuanto con el servicio de atención al cliente. «Paparruchas». Le digo que estoy sin corriente eléctrica. Que así llevamos un día sí y otro también desde la semana pasada. El rubiales no se inmuta. Vuelve a sonreír. Saca un móvil con una pantalla más grande que la de mi ordenador y empieza a teclear. Me dice que tengo toda la razón para estar disgustado, que me va a tramitar él personalmente una reclamación y que me compensará con un plus en el paquete de descuento que me va a elaborar. No. Si al final me va a caer bien el chico y todo.

Me levanto para despedirme, cuando de repente… No. Otra vez no. Esto no puede volver a pasar. Ya sabía yo que su cara me sonaba.

—Perdona, pero yo creo que te conozco —le pregunto.

—Es posible, señor González, vengo mucho por esta zona.

—Yo te he visto en ese bar que hay aquí en la plaza.

—Seguro. La camarera es mi novia. María.

«¡Otra vez no, María! ¿Por qué todos tus novios tienen que acabar en mi piso?».

Primero fue ese pizzero con pearcings; luego el del entresuelo, que vino preguntando si tenía arroz integral o qué sé yo; más tarde el repartidor de SEUR, el que trajo el juego de herramientas que compré en Amazon; también el del mantenimiento del gas tenía que salir con ella; él último, el pintor del seguro que venía a arreglar la gotera del baño; y ahora, el de Iberdrola. Por sitio no hay problema. Ese arcón es enorme. Pero es que esto de ser un asesino en serie de los novios de mi ex resulta muy cansado. Este es el último. Lo juro.

Cojo el material y voy para el salón

—Perdone, Señor González, ¿por qué trae un cuchillo jamonero, unos alicates y un serrucho?

—Por amor, rubiales, por amor.

 

Me ducho. Me pongo el chándal que está limpio y bajo al bar. Antes, me acercó al congelador y vuelvo a contarlas otra vez: una, dos, tres, cuatro, cinco y, ahora, seis. Correcto. 

—¿Lo de siempre, cariño? —me pregunta María con su voz dulce y melosa.

—Sí. Otra vez lo de siempre —digo resoplando.

—Aquí tienes tu cerveza Dolina bien fría. ¿A ver cuándo te echas otra vez una novia, mi amor? Que te veo muy triste desde que lo dejamos. Pero bueno, qué puedo decirte yo: que todos mis novios me duran un suspiro.


Este relato formó parte del evento #VeranoInsolente, organizado por Los Insolentes (Pedro Ojeda y Miguel Ángel Santamarina) en Burgos el 26 de julio de 2017.


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