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Una conversación con Emilia Pardo Bazán (V): El españolismo de Pardo Bazán

Una conversación con Emilia Pardo Bazán (V): El españolismo de Pardo Bazán

A la Pardo Bazán era difícil decirle que no cuando insistía. Y así, dejándome coger de la mano, no sé muy bien si la seguí o me arrastró, cruzando de nuevo el salón, hasta el balconcillo de su casa. A él nos asomamos. Lo primero que vi fue que tenía macetas con plantas de todo tipo, aunque sin flor a estas alturas del año. Procuré poner cara circunspecta, razonablemente interesada.

—Ya sabía que usted cultivaba flores. He leído sus novelas, y siempre le ha gustado usar nombres botánicos. Lamento no ser connaisseur

—No es eso por lo que le traía. ¿No le parece que hay nada más en este balcón?

—No, macetas, una sillita…

Doña Emilia soltó una risotada que hizo ver sus dientes blanquísimos y homogéneos.

—Tonto. ¿No ves nada en los balcones de allí enfrente?

—¿Encima del café Angélica? ¿Unas banderas?

—¡Eso es! ¿Y en este, qué hay colgando de la barandilla?

—Otra rojigualda.

—Bien, muy bien. ¿Y eso qué nos dice?

—¿Que es usted patriotera?

"Cuando Francia perdió Alsacia y Lorena, las mujeres vestían de negro. En Madrid, después del desastre de Cuba los toros estaban concurridísimos"

—Eso es. Yo siempre he sido muy patriota, joven. Toda mi vida he trabajado por mejorar España. Esa ha sido una de las pasiones, si no la mayor. Todo lo que he procurado con mi obra es ensalzar a mi patria. Hay por ello quien me ha tildado de españolista, porque ya en mi época había mucho regionalista. Pero yo siempre me he sentido española hasta la médula y sigo estando orgullosa de serlo. Eso también me lo transmitió mi padre. Uno de los recuerdos más emocionantes de mi infancia es ver desfilar a las tropas que regresaban victoriosas de la primera guerra de Marruecos. Y cuando llegó el 98 confieso que lloraba por las noches. No podía creer que la gente tuviera ánimo para reírse y bromear por las calles. Cuando Francia perdió Alsacia y Lorena, las mujeres vestían de negro. En Madrid, después del desastre de Cuba los toros estaban concurridísimos. No se oían más que risas, pullas, chanzonetas por la calle. Solo Castelar, con una cara consumida del color del plomo y unos ojos a punto de llorar en cada momento, mostraba un sentimiento digno. A mí también se me debía sentir afectada. Recuerdo que entrando en un café por esas fechas alguien me pregunto: “¿Y a usted quién se le ha muerto, algún pariente?”. Contesté: “El mismo que a todos ustedes”…

—Es curioso, porque yo la tenía asociada, debido a Los pazos, con un ambiente más bien regionalista…

—Hombre, el regionalismo era ya un clásico en mis días. Y a la vuelta del regionalismo lírico está su forma aguda, el separatismo. Yo conocía bien esas tendencias, porque me pasaba el día leyendo en los periódicos de Galicia diatribas y quejas contra Madrid. Por mi españolismo no faltaron paisanos míos que me acusasen de desafecto a Galicia, no obstante haberme pasado buena parte de mi vida literaria describiendo costumbres, caracteres y paisajes gallegos. Conmigo se da una circunstancia curiosa: mientras en el resto de España creían que yo era regionalista, en Galicia me tenían por españolísima. De todas maneras, mi caso es sencillo: yo soy regionalista por amor e instinto; separatista, jamás.

—Ahora que lo dice, en una de sus obras más madrileñas, en Insolación, donde por cierto describe usted el ambiente castizo con gran cariño y acierto, ya arranca la novela con una discusión, en casa de la marquesa protagonista, sobre regionalismos.

"Es que España es como una niña pobre apaleada que da mucha penita. A mí me pasa que cuanto más le pegan más ganas me da de protegerla y más cariño me sale"

—Es que España es como una niña pobre apaleada que da mucha penita. A mí me pasa que cuanto más le pegan más ganas me da de protegerla y más cariño me sale. Así me sucedió en casa de Víctor Hugo, que cuando vi que se metían con España me sentí muy española. Claro que cuando se meten aquí con Francia me convierto en una afrancesada furibunda. Supongo que algo de espíritu de contradicción tengo.

—En todo caso su españolismo aflora en muchos de sus textos. Entre sus cuentos hay uno en el que un niño meditabundo y sensible se niega a seguir jugando con su rompecabezas cuando comprende que le faltan piezas: “Mamá, falta aquí mucha España. No encuentro la isla de Cuba… ni a Puerto Rico… ¡Falta España!”. La madre, llorosa, le dice que esas tierras ya no son de España y que allí murió su padre. El niño, en silencio, rechaza el regalo de Reyes.

—Ese cuento me gusta mucho. Es que yo soy muy españolaza, ya lo ve. Para mí siempre valdrá más una chula que treinta gringas. Se me figura que más vale ser lo que Dios nos hizo que no andar imitando todo lo de extranjis… Estas manías de vivir a la inglesa, a la francesa, ¿habrá ridiculez mayor?

—En Insolación también hay un momento en que al comandante que visita a la marquesa protagonista le da por decir que España es un país tan salvaje como el África central —estamos hablando de su siglo, claro—; que tenemos sangre beduina y que todo eso de ferrocarriles, telégrafos, fábricas, escuelas, ateneos, son en nosotros algo postizo.

—Es que hay quien lo cree. A mí me pone negra. Eso es lo que piensan algunos franceses, que solo servimos para hacer repicar castañuelas, cuando lo cierto es que la gente educada es igualiña, idéntica, en todos los países del mundo. Es cierto que algo más de sol tenemos —aunque no en todas partes, ojo, que soy gallega—, pero desde luego ni el sol se nos sube a la cabeza ni tampoco nuestro clima es la razón de que se nivelen las clases sociales en la ordinariez general, como sucede habitualmente.

—En eso de la nivelación de clases sí que somos algo diferentes. Ya dijo Ortega en su Rebelión de las masas que aquí, al contrario de los países europeos, donde las clases bajas imitan a las altas, son los aristócratas quienes imitan al pueblo. Hasta el rey, en España, es castizo…

—Si te refieres a Juan Carlos, era.

—Bueno, era. Pero, vamos, la observación no es mía sino de Ortega.

"Ni siquiera estoy segura de que tengamos un país más disgregado. En Francia, Inglaterra o Italia tienen las mismas diferencias regionales"

—Pues algo de razón tiene, pero no tanto. Hay esa tendencia al plebeyismo, en efecto. Aunque insisto en que las clases dirigentes son tan cultas e inteligentes aquí como en cualquier otro país. Y los países como Francia e Inglaterra, por lo bajo, también tienen gentes tan brutas como nosotros. Ni siquiera estoy segura de que tengamos un país más disgregado. En Francia, Inglaterra o Italia tienen las mismas diferencias regionales. Entre un marsellés y un bretón media un abismo, y lo mismo entre un escocés y un galés. En todas partes cuecen habas.

—Pero acepta usted que hay diferencias.

—Por supuesto. Por algo me he pasado la vida estudiando los caracteres de mi tierra y comparándolos con otros.

—¿Y cómo es la mujer gallega?

—La gallega tiene una capacidad innata de sacrificio y de trabajo. Yo vengo de una tierra donde es habitual que los hombres, cuando llegan los barcos y hay que descargar, digan: “¿Dónde están las mujeres?”. Yo he visto a las mujeres en Galicia segando, cavando, cargando el carro, juntando el estiércol, trabajando en obras públicas, metidas en la ría hasta el muslo y partiendo piedra sin que nadie les pregunte si están encintas o lactando. Las he visto haciendo oficios de mozos de cuerda en las estaciones, portando baúles y hasta ayudando a tirar de carretas. Afortunadamente, el mundo ha cambiado bastante.

—¿Y el carácter gallego?

—Es un carácter enrevesado, muy complejo, donde se juntan la astucia y la ingenuidad. Con saber que los gitanos no quieren enfrentarse nunca a un gallego creo que está todo dicho a nivel de listeza. No puede haber mayor diferencia entre ese carácter y, pongo por caso, el levantino.

—¿Y los demás caracteres regionales?

"Cada país está hecho, necesariamente, de variedad. Y eso no es malo, siempre que no se pongan a luchar una parte con la otra"

—Dentro de los caracteres españoles yo distinguía en mi siglo el de la trabajadora urbana catalana del de la chula lenguaraz madrileña. Ahí había un contraste importante. También entre la vasca, parca y religiosísima, que era capaz de sacrificar hasta el último de sus vástagos por la causa tradicionalista, y la andaluza, que es mujer mucho más ingeniosa, de temperamento vivo, muy parecida a la madrileña. Siempre hemos tenido mucha variedad. Pero como en otros países, insisto. Cada país está hecho, necesariamente, de variedad. Y eso no es malo, siempre que no se pongan a luchar una parte con la otra.

—Pues aquí somos expertos. Cuatro guerras civiles en dos siglos, si contamos las tres carlistas. De eso no puede alardear ningún país hispanoamericano.  Y no hay visos de que vaya a cambiar.  Ya habrá visto que aunque han pasado ochenta años desde la última todavía no se apagan los rescoldos. Usted misma está metida recientemente en la polémica, visto que a la familia del general Franco se les está obligando a devolver al Estado el Pazo de Meirás, donde usted vivió. Supongo que está siguiendo el asunto.

—Ese es un tema francamente enojoso, en el que no me apetece entrar. A mí siempre me ha gustado España con toda su variedad y la he defendido y la defenderé allá por donde vaya. A mí me tocó vivir una época especialmente dolorosa donde los norteamericanos no solo se preocuparon de robarnos los restos de un imperio que duró más de tres siglos y que fue una auténtica hermandad ultramarina, sino que encima tuvimos que aguantar que nos sermoneasen y nos llevaran la cuenta de los que no sabíamos leer y de la barbarie que suponen las corridas de toros, pasando por alto todas las miserias culturales que puede haber en su propio país y el trato que se ha podido dar a los indios Sioux, por poner solo un ejemplo. Todos tenemos miserias y virtudes, y es injusto que nos señalen siempre las miserias a los españoles.

—Entonces, ¿usted cree que ha habido una leyenda negra en nuestra historia?

"¿Hacemos la cuenta de los Cervantes, Quevedo, Velázquez y Goya que tenemos? Es muy larga la lista de genios"

—¡Por supuesto que sí! Cualquiera con dos dedos de frente se da cuenta. El ejemplo más claro es que todos hablan de la intransigencia de la Inquisición, cuyos pocos miles de ejecuciones son peccata minuta si se compara con las cincuenta mil brujas que se quemaron en Alemania o las masacres cometidas como en la de San Bartolomé francesa, y no sigo. Ni nosotros tenemos el monopolio de la intolerancia y la crueldad ni ellos de la belleza y la civilización. De hecho, aquí nos ha caído belleza y talento para vender y revender. ¿Hacemos la cuenta de los Cervantes, Quevedo, Velázquez y Goya que tenemos? Es muy larga la lista de genios. Y más todavía la de las hermosuras de nuestras tierras y ciudades. Desde la Alhambra al Escorial, desde Málaga hasta Coruña, la variedad y riqueza es espectacular. Y se lo digo yo, que he viajado mucho.

—Pero tendrá que reconocer que los franceses a nivel de cultura están un escalón por encima.

—Mire, yo he viajado mucho por Francia. Ahí oía hablar esperando escuchar las frases ingeniosas y los proyectos admirables de aquellos hombres, y me encontré con que la conversación era vulgar, trivial, de frases hechas. Que se guardasen para sí el oro de sus ideas fue para mí un desencanto, acostumbrada como estaba al derroche de genio y espiritualidad sin reserva de aquí. En cuestión de idiosincrasias nacionales hay que saber dónde buscar el talento. En España al tratarse de literatura no suelen oírse juicios atinados, es cierto. Pero en cambio a la hora de enjuiciar oradores el español es casi siempre sagaz e infalible. Las réplicas intencionadas, las gracias malignas, las ironías picantes, los rasgos de energía, la mesura en defenderse, el vigor en atacar con buenas estocadas, la oportunidad y felicidad en la maña para advertir y demostrar contradicciones, la solidez de los argumentos, la propiedad y elegancia de la dicción, la nobleza de la postura, tantos y tantos matices que forman el conjunto de la oratoria maestra se saborean y comentan con viva sagacidad en las tribunas del Congreso. Nos guste o no, es en la política donde se concentra históricamente el talento español. Este es un país de políticos y de toreros.

—Me temo que sigue siéndolo. Y ya que mencionamos el asunto, ¿qué piensa de la brutalidad de los toros?

—Es una caricatura indignante, siempre lo dije. El público español en ningún sitio es más intransigente con la barbarie que en la plaza de toros. Lejos de complacerse, como creen algunos, en el tormento de los animales, el español protesta indignado si después de gravemente heridos los caballos, por aprovecharlos se les quiere volver a hacer entrar en lidia. El que se despedace al toro y los pinchazos inútiles exasperan violentamente a nuestro público. Aunque admite los elementos dramáticos indispensables para la función, no quiere ver ni crueldad inútil ni ninguna mortificación más allá de las estrictamente impuestas por la naturaleza de la lidia. Todos sabemos que los toreros que se arriesgan a tontas y a locas, sustituyendo la destreza por el valor temerario, reciben mil muestras de desagrado e insultos.

—Es una causa perdida, doña Emilia. No merece ni que se sulfure usted, porque cada vez quedan menos defensores de los toros. De todas formas, el problema nunca fue la fiesta, sino la imagen que daba de nosotros. Y dentro de los escritores yo creo que Hemingway hizo mucho por instaurar ese tópico del español insensible ante el espectáculo de la muerte.

"Yo creo que son sobre todos los franceses quienes más han hecho para descubrir y fomentar lo español en el mundo"

—Pues yo creo que son sobre todos los franceses quienes más han hecho para descubrir y fomentar lo español en el mundo. Ellos descubrieron, para la cultura universal, a Cervantes, la novela picaresca, a Goya. Y posiblemente sea Merimée, tan propenso a pasearse fuera de casa, con su Carmen, quien más ha fomentado esa visión romántica de España. Es una especie de alteridad suya. Ellos la razón y el cartesianismo, nosotros el temperamento. Ellos también tienen a Rabelais, a Victor Hugo, a Gautier y toda una pléyade de autores románticos, por supuesto. Pero son la excepción. La norma es el clasicismo. Y aquí la norma es ciertamente un tono romántico.

—Usted misma, con su temperamento y su manera de escribir, responde a un claro estereotipo de la mujer española, exuberante y vital. Vicente Blasco Ibáñez le saca punta a eso con muy mala baba en su novela La maja desnuda.

—Que soy muy española es cierto; de eso siempre estaré orgullosa. En cambio no puedo sino lamentar el retrato que hizo de mí Blasco. Nunca debí mantener relaciones con él. Pero resultó que me acerqué al Ateneo de Valencia y este hombre no me quitaba la vista de encima. No sé si ha visto las fotos. Siendo hermanos de escuela, los dos naturalistas, los dos de un temperamento sensual, aquello fue difícil de evitar. Hay que decir que yo, que debiera haber evitado a los escritores, por lo escaldada que he podido salir en sus retratos, me he visto siempre atraída por la inteligencia de los hombres de letras, qué le voy a hacer. Ahora bien, la diferencia entre Galdós y Blasco era absoluta en todos los aspectos. La noche y el día. Pero estamos digresando ya mucho y son casi las seis de la tarde. ¿Le apetece a usted que tomemos un té todavía, o quiere irse ya?

—¿Tan tarde es? A mí es que la conversación se me ha hecho amenísima. Se me ha pasado el tiempo volando.

—Pues entonces vamos, que le voy a hacer probar los bomboncitos y las yemas deliciosas que sirvo en mi casa con el té.

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José Ángel Mañas es novelista. Su próxima novela, Una novela de bar en bar llegará a las librerías el 25 de marzo. Domingo Espinar va contándole su vida a un amigo escritor. En esas largas charlas, de bar en bar, le relata sus primeros amores, sus fracasos, habla de las personas que quiso, a las que perdió, sus primeros contactos con los movimientos sociales y hace un repaso por la historia político-social y económica de la España de las últimas décadas: desde el boom inmobiliario y la corruptela de algunos ayuntamientos, hasta su implicación en un proceso por violencia de género acusado por su penúltima esposa. No se puede tener una vida más completa ni un personaje más logrado. Después de haber ganado el premio Ateneo de Sevilla con La última juerga, Mañas deleita a sus lectores en la que posiblemente sea su mejor novela hasta la fecha.

 

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