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Una conversación con Manuel Rico

Una conversación con Manuel Rico

Foto: Daniel Mordzinski

La intensa y prolífica trayectoria literaria de Manuel Rico (Madrid, 1952) arrancó en la misma década en que España comenzó a disfrutar las libertades recién recuperadas tras cuarenta largos años de penumbra dictatorial. Presentó sus credenciales como poeta en dos títulos —Poco importa romper con las alondras (1980) y El vuelo liberado (1986)— que pusieron de manifiesto su querencia por una literatura pegada al soplo de la calle, anclada en la realidad circundante y poco o nada complaciente con las veleidades culturalistas que habían inspirado la poesía que los años setenta habían aupado a lo más alto del canon. Tuvieron que pasar casi diez años para que se atreviera a publicar su primera novela, Mar de octubre (1989), que también sentó las bases de una narrativa fundamentada en la experiencia y la memoria: la observación del presente sin perder de vista sus vínculos, o su dependencia, con el pasado que lo motiva. A ese propósito han obedecido títulos como El lento adiós de los tranvías (1992), Los días de Eisenhower (2002, premio Andalucía), Verano (2008, premio Ramón Gómez de la Serna – Villa de Madrid) o Un extraño viajero (2016, premio Logroño). Todo ello sin descuidar la pulsión primordial que le decantó por los versos y que continuó dando frutos como Papeles inciertos (1991, premio Ciudad de Irún), La densidad de los espejos (1997, premio hispanoamericano de poesía Juan Ramón Jiménez) o Fugitiva ciudad (2012, premio internacional de poesía Miguel Hernández).

Si a todo ello se suma su compromiso político —fue diputado constituyente en la Asamblea de Madrid con el PCE, y en 1995 se afilió al PSOE— y el modo en que éste se retroalimenta con su concepción de la literatura, se entenderá que resulte de especial interés la publicación de Escritor a la espera (Punto de Vista), un volumen en el que Rico recopila los diarios que escribió en la década de los ochenta y que nunca hasta ahora habían visto la luz. Se trata de un conjunto de textos en los que da cuenta de su percepción de la realidad circundante —la material y la política— al mismo tiempo que reflexiona sobre sus lecturas o las dificultades y las dudas que comporta el oficio de escribir. El autor, que preside la Asociación Colegial de Escritores y ha sido uno de los principales impulsores de la plataforma Seguir Creando, que lucha para que los escritores puedan seguir cobrando derechos de autor una vez jubilados sin tener que renunciar por ello a su pensión, viaja de ese modo al pasado para resucitar a la persona que él fue cuando comenzaba a tentar unos caminos que paulatinamente se le revelarían tan hospitalarios como exitosos. Para explorar, igual que hacen los personajes de sus libros, los recovecos del pasado e iluminar así alguna que otra clave del presente. Para dar constancia de un tiempo que pasó pero que, por muchas razones, no merece caer en el olvido. Se trata de un libro que intenta atrapar las esencias desvanecidas de una época crucial para la historia reciente de España. Es, junto a la talla de su autor, una razón suficiente para explicar la conversación que aquí se reproduce y que mantuve con el autor, a través del correo electrónico, entre los pasados días 14 y 17 de febrero.

—Habla en el prólogo de que estos diarios antiguos se rescatan por el cruce que se da en ellos entre un tiempo colectivo y un tiempo íntimo. Desde la perspectiva que ofrecen los treinta años transcurridos entre su escritura y su publicación, ¿cómo percibe ahora esa década de los ochenta y ese escritor a la espera que era usted mismo entonces? 

"Vivimos un huracán de innovación en el campo de la cultura. Se llamó posmodernidad, una mezcla de vanguardismo y tradición con cierto tinte de apoliticismo y mucha irreverencia"

—Fue la década en que en España se vivió el desarrollo en la realidad de gran parte de los sueños y demandas que se acumularon en los setenta: la libertad imaginada empezó a ser realidad. Fueron los años en que se puso a prueba la Constitución (la década casi se inició nada menos que con el 23-F), se construyó el Estado del Bienestar y el estado autonómico, los nuevos ayuntamientos, con Tierno como emblema, en que sombras como la heroína y el SIDA se extendieron por los barrios más deprimidos, cuando la economía vivió grandes convulsiones y ETA logró el terrible récord del centenar de asesinatos al año. Sobre esa base vivimos un huracán de innovación en el campo de la cultura. Se llamó posmodernidad, una mezcla de vanguardismo y tradición con cierto tinte de apoliticismo y mucha irreverencia que en Madrid cobró la forma de la movida. Yo había cumplido en 1982 treinta años, fui diputado autonómico con uno más y «excedente forzoso» de un trabajo de empleado de banca que combinaba con mis estudios en el turno de noche en la Facultad de Periodismo, además de dedicar el tiempo libre a una militancia absorbente. Y escribía, poesía sobre todo… Vivía fuera del llamado mundo literario, leía de todo y soñaba con publicar. Escribía mi primera novela, había publicado en 1980 mi primer poemario, buscaba cualquier momento para perderme en las librerías…  Acumulaba poemas, escribía apuntes en bares de las afueras mientras esperaba la hora de una reunión, de una asamblea, de un mitin… También viví algunos rechazos editoriales, empecé a publicar en revistas, a conocer a futuros «colegas» que parecían estar conectados con el aparato cultural. Eso era ser «escritor a la espera». El sueño literario era una pelea entre el deseo y la dura realidad. Todo eso va en los diarios.

—Hace poco reeditaba en formato digital su primera novela, Mar de octubre. ¿Tuvo algo que ver ese rescate con la decisión de recuperar ahora estos diarios? 

—En parte sí (también se ha publicado hace un año en ese formato y en papel, en impresión a demanda, Los filos de la noche). Son las dos novelas que escribo entre 1985 y 1989 y de cuya peripecia doy cuenta en Escritor a la espera. De algún modo, los diarios, vistos a la luz del presente, tienen algo de «taller», de «banco de pruebas», de testimonio cotidiano de mi lucha con la narrativa, de mis dificultades con los argumentos, de mis dudas, certezas e ilusiones, también de mis decepciones mientras trabajaba en ellas. Esa pregunta me recuerda un maravilloso libro de Steinbeck, Diario de una novela: Las cartas de Al Este del Edén, que leí mucho tiempo después, en el que el novelista cuenta sus batallas cotidianas mientras escribe la novela. Creo que Mar de octubre y mis diarios de los ochenta son libros complementarios, escritos en paralelo.

—En estos diarios (como en toda su literatura, especialmente la narrativa) se funde la mirada personal con la política, incluso cuando esta última, a priori, no se muestra de un modo manifiesto. 

"Mi generación ha vivido una época de grandes mutaciones"

—Más de una vez, al intentar explicar mi poética, he utilizado una definición no sé si afortunada pero que sí creo precisa: una fusión dialéctica entre mirada crítica y lenguaje revelador. Creo que la política es un ingrediente básico de la realidad. Que en la literatura cabe el amor, la pasión por la naturaleza, la psicología, todo… y la política. Mi generación ha vivido una época de grandes mutaciones. Me crié, hasta los once años, en una casa sin cuarto de baño de un barrio periférico de Madrid y fui adolescente en otro de «viviendas oficiales» en la ciudad, digámoslo con un adjetivo de Vázquez Montalbán, sobrante. Empecé a tomar conciencia de la realidad a finales de los sesenta, en plena dictadura, y viví, en el barrio, en mi primer trabajo y en la universidad, las luchas por la democracia. Eso marca. En los años ochenta escribí algunos artículos sobre el significado del compromiso en literatura y fui beligerante con la descalificación de nuestros narradores del 50 y 60 mientras se ponía en un altar el realismo sucio de Carver, Ford, Tobias Wolff (al que también admiré, pero ese es otro asunto). Y luego estaba la memoria del franquismo, el miedo heredado de nuestros padres y el miedo propio (tenía amigos que habían sido torturados, que habían vivido años de cárcel…). Tras vivir esa suma de experiencias la política es un elemento natural, no impostado, del artefacto literario. Aunque, como dices, no lo sea de un modo manifiesto.

—Usted mismo explica que empezó a escribir un diario para dominar las armas de la narrativa. Supongo que eso implica una «literaturización» de la realidad circundante. ¿Se reconoce el Manuel Rico de hoy en todo lo que anotó el Manuel Rico de entonces? 

—Sí, por supuesto. Como cuento en el prólogo, me autodiscipliné escribiendo cada día un par de folios. Elegir de qué escribía me llevaba a prestar atención a los hechos de cada jornada, a las lecturas, a mis paseos por determinadas zonas de la ciudad, a mis viajes (desde el de cada mañana a una guardería de San Blas, a la que llevaba a mi hija, a mis visitas a la sierra norte de Madrid, pasando por un viaje a Rusia…), a los personajes que veía en el metro o en el autobús, a mis recuerdos… Siempre me han fascinado los escritores con un mundo propio. Creo que todo lo que hay en los diarios conforma un mundo que nace aquellos años y que ha prevalecido en mis novelas, en mis poemas a lo largo del tiempo. Las obsesiones que aparecen en Mar de octubre siguen presentes en Verano (2008) o en Un extraño viajero (2016).

—Hay en el texto apuntes sobre la gestación de los propios libros, pero también un registro puntilloso de los libros que iba leyendo, tanto de los que le gustaron como de los que le decepcionaron. Los libros, en ese sentido, son una parte más de esa realidad que describe.

"En España se prestó una especial atención al nouveau roman por el Nobel a Claude Simon en 1985, en que llegó la oleada de Carver y los suyos, en que nacía la nueva narrativa española en novela y la otra sentimentalidad en poesía"

—En esa época leía de todo: historia, ensayo político, aprendía urbanismo con los arquitectos y urbanistas del PCE (Mangada, Leira, Félix Arias…) y leía literatura. Mucha poesía y mucha novela: en el autobús, en el metro, en vacaciones. Fueron los años en que en España se prestó una especial atención al nouveau roman por el Nobel a Claude Simon en 1985, en que llegó la oleada de Carver y los suyos, en que nacía la mueva narrativa española en novela y la otra sentimentalidad en poesía, en que se hablaba de la novela light y se consolidaban colecciones como las de Anagrama, Alfaguara, Destino, Hiperión, con nombres de autores jóvenes, de mi generación. Yo tomaba notas de cada libro leído, reflexionaba sobre ello, a veces discrepaba radicalmente de la opinión dominante, era muy duro con algunas obras saludadas con euforia por la crítica del momento. Pero lo hacía en la intimidad de mi diario. Ahora esas opiniones salen a la luz.

—En varias páginas se contrapone la facilidad con que escribía poesía con las dudas y las dificultades que le suponían las novelas. 

—Se podría decir que yo venía del poema. Desde los 14 años me recuerdo escribiendo poemas. Había escrito algún relato, pero la novela era otra cosa. Lo más fácil (a lo que, por cierto, se suelen acoger los defensores de la novela «sin argumento» o los de la «novela fragmentaria») es escribir según va surgiendo la prosa, recrearte en ella, no contar una historia sino una suma de obsesiones. A mí me obsesionaba en aquella época que la novela atrapara al lector. Me había pasado con novelas como Santuario o Mientras agonizo, de Faulkner, con Tormenta de verano o con Últimas tardes con Teresa, con Crónica de una muerte anunciada, todas ellas auténticos mecanismos de relojería.  Hacer eso, dar verosimilitud al argumento, ofrecer una lógica interna a los hechos relatados… Todo eso no es nada fácil. Eso me llevó mucho tiempo y tuve muchas dudas. Incluso dudé en varias ocasiones sobre su final. También tenía miedo a no acabar ninguna de ellas.

—Los diarios se circunscriben a una década que, como la transición que la precedió, se pone de cuando en cuando en cuestión en estos últimos años.

"Hubo grandes huelgas, enormes movilizaciones sociales, ETA y el GRAPO de un lado, y la extrema derecha de otro"

—Cuando han transcurrido treinta años de todo aquello es fácil dar soluciones y encontrar errores. Todo es gratis. Creo que el resultado del proceso que en política se vivió en aquellos años lo tenemos cada día al levantarnos: cuarenta años de democracia plena, de los cuarenta y siete que se han vivido en la historia de España. Con eso está dicho todo. Sin embargo, es preciso resaltar que la transición fue un proceso duro, complejo, lleno de nubarrones y lleno de entusiasmos, con muertos en el camino y con amenazas de toda índole. Se hizo lo que era posible hacer con la realidad con la que aquella sociedad trabajaba, empezando por las fuerzas políticas de entonces. Hubo grandes huelgas, enormes movilizaciones sociales, ETA y el GRAPO de un lado, y la extrema derecha de otro, actuaban para bloquearla, el franquismo enquistado en las instituciones se resistía… Y sin embargo, los demócratas ganamos. La evidencia fue que el 23-F no fue un golpe contra una hipotética república, sino contra la Constitución del 78. Eso lo mide todo. Y si hoy sectores de la derecha más reaccionaria intentan el retroceso, lo hacen contra la Constitución. Como lo intentaron en 1978, en 1979…. Como lo han intentado a lo largo de toda la democracia.

—¿Sigue escribiendo diarios? ¿Sigue teniendo sentido llevar un diario en la era de las redes sociales y la intercomunicación constante? 

—Estoy revisando mis diarios de la primera década de este siglo, una década marcada por el 11-S y sus rescoldos. Tras un paréntesis sin escribirlos en los años noventa, volví a ellos con el comienzo de siglo…. Mantuve cierta regularidad hasta 2008… En paralelo había comenzado a escribir un blog. Curiosamente el blog Al margen fue ocupando el lugar de los diarios. Revisando las entradas me doy cuenta de que, aunque es un «género» parecido, la diferencia esencial está en que el diario tiene una mayor carga de intimidad y de capacidad reflexiva porque no tienes la exigencia de la publicación inmediata. El blog está pensado para ser leído casi al día siguiente, o en las horas posteriores, a su escritura. Y con las redes sociales, para ser compartido cuanto antes. No lo tengo claro, pero sospecho que la necesidad de ese espacio de reflexión, de intimidad, de apertura de interrogantes sin la urgencia de salir en las horas siguientes al balcón de las redes es básico para un escritor. Y para la cultura. Y para la sociedad.

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