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Una cuestión de principios, de Joe Barrett

Una cuestión de principios, de Joe Barrett

El protagonista de esta novela es un hombre de treinta y tres años que, viendo que la residencia donde acaba de fallecer su padre no le devuelve el adelanto de un año que ya pagó, decide mudarse al mismísimo asilo. Con este arranque, ¿cómo no vamos a afirmar que nos encontramos ante una novela hilarante?

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Una cuestión de principios (Berenice), de Joe Barrett.

***

Frank

—Despierte, señor Johnson. ¡Tiene visita!

—¿Qué hora es? —pregunto, y me vuelvo para mirar a la enfermera.

—Las nueve de la mañana.

—¿Quién coño recibe visitas a las nueve de la mañana?

—¿Sabe cuánta gente por aquí estaría encantada de recibir una visita en cualquier momento?

—Pues hágala desfilar por sus habitaciones y tráigamela como mínimo dentro de una hora —contesto recostándome de nuevo sobre la almohada.

—El servicio de puteo a las visitas no está incluido en su acuerdo con nosotros, señor Johnson —dice la enfermera con voz dulce. Se llama Betty, creo. Y también creo que la dirección le ha pedido ser simpática conmigo. Pero solo después de hacerle llegar mis quejas por la sarcástica actitud de las enfermeras.

—¿Quién es? —pregunto, al comprender que no cabe la posibilidad de volver a dormir. Han pasado más de treinta segundos de pensamiento lúcido. La nubosa aura del sueño se desvanece, el agujero se cierra y uno se despierta sin remedio pasados treinta segundos. He sufrido tantas experiencias con este fenómeno durante los últimos seis meses que lo llamo «la ley de los treinta segundos». Ruedo sobre un costado y me levanto de la cama. Quedo en pie, plantado frente a ella, cubierto con el pañal de adulto, nada más. Disfrute del espectáculo, enfermera.

—Ha violado la ley de los treinta segundos —le digo mientras me estiro dando un bostezo. Sabe de qué le hablo—. Voy a presentar una queja.

—Déjese de quejas, señor Johnson. No creo que me pase nada por haber violado su ley de los treinta segundos a estas horas de la mañana.

—Vamos a ver, se supone que esto es un centro con atención médica supervisada. He pagado a la dirección para que usted cuide de mí. Y, sí, violar la ley de los treinta segundos me hace pensar que usted no está dedicada a velar por mis intereses.

Betty es una mujer fornida de unos treinta y cinco años. Lleva el pelo a lo machorro y tiene gruesas piernas. Es probable que pueda conmigo, sobre todo ahora, después de toda la masa muscular que he perdido en los seis meses pasados aquí.

—Yo no le pedí que viniese a media mañana —replica Betty alegremente.

—¿Desde cuándo las nueve de la mañana es media mañana?

—Me levanto a las cinco y media y estoy aquí a las siete.

—Hablo de esta institución, no del mundo exterior —refunfuño con tono airado. Me estoy meando vigorosamente dentro del pañal, con la esperanza de que no sea lo bastante absorbente como para que el gesto le pase desapercibido—. Bueno, da igual, ¿quién es?

—Su hermano, creo.

—¿Se ha identificado como mi hermano o solo es una conjetura por su parte?

—No, no se ha identificado como su hermano. Pero se parecerían si usted ganase unos veinte kilos, estuviese limpio, con un corte de pelo decente, bien afeitado y, bueno, si presentase un aspecto más normal.

—Eso me ha dolido. Está muy criticona esta mañana. Voy a cambiarme el pañal, algo que usted cobra por hacer como parte del acuerdo que tengo con ustedes. Pero está bien, hoy pienso hacerlo yo; aunque puede quedarse si quiere… —Esas últimas palabras se dirigieron al cogote de la enfermera, de camino a la puerta.

Me pongo un pañal limpio, pantalones de chándal y una camiseta de Mötley Crüe. Deslizo los pies dentro de unas pantuflas de papel y bajo por el pasillo hasta la unidad de convivencia. Paso la vista por la sala y veo a mi hermano Johnny sentado en el sofá de lino, manteniendo una extraña conversación con la señora Liptenstein. Probablemente hablan del gato de la anciana, muerto hace una eternidad. La señora Liptenstein vive allá por la década de 1940, cuando aún era una preadolescente, sin saber que ya han pasado más de dieciséis años del siguiente siglo.

—Perdone, ¿está buscando a un gato blanco con la cabeza gris? —pregunto a la señora Liptenstein.

—¡Sí! ¡Es Botones! —replica entusiasmada.

—Ay, vaya por Dios. Mire, no sé muy bien cómo decirle esto, así que seré directo. Acabo de ver a los basureros quitando de la calle a un gato blanco con la cabeza gris. Al parecer atropellaron a Botones con el camión

La señora Liptenstein se levanta de un brinco, logra mantenerse erguida una fracción de segundo y luego se desploma poco a poco hacia delante. La sujeto por las axilas antes de que se destroce las rodillas sobre la gruesa alfombra de la sala. La ayudo a girar sus hue sudas costillas para que sus brazos alcancen el andador, aparato al que se sujeta instintivamente antes de ir tambaleándose a la entrada principal.

Ocupo su puesto en el sofá, junto a Johnny, y descanso la nuca en mis manos entrelazadas.

—Tío, estás enfermo —comenta Johnny.

—¿Qué dices? —le respondo mientras la señora Liptenstein regresa trastabillando con su andador para preguntarnos de nuevo si hemos visto a un gato blanco con la cabeza gris. Vuelvo a contarle la misma historia del camión de la basura y el minino muerto. Se sobresalta, pero no pierde el agarre del andador y vuelve a la entrada.

—¿Por qué lo haces? —pregunta.

—Es una especie de juego que tengo. Intento ver si en alguna de estas logro pararle el corazón.

[…]

—————————————

Autor: Joe Barrett. Título: Una cuestión de principios. Traducción: Ignacio Alonso Blanco. Editorial: Berenice. Venta: Todos tus libros.

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