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Una selva poblada de especies

Una selva poblada de especies

Foto de Angela Yuriko Smith

Continúo —por última vez, espero— el tema del que hablé en la entrada anterior. Cuando alguien al que apenas conozco, o nada, me entrega su libro de poemas, publicado en una editorial de la que nunca oí hablar, pronuncio un uf para mis adentros y siento un embarazo incómodo que me obliga a desviar la vista y mascullar algo indescifrable incluso para mí mismo, porque el mundo está plagado de poetas terriblemente malos para los que sin embargo, y eso es lo embarazoso, sus poemas son terriblemente importantes. En ese desequilibrio hay una tragedia de la que yo nunca desearía ser testigo.

Al mismo tiempo sé que hay decenas de escritores muy buenos en pequeñas y buenas editoriales de los que yo no he oído hablar. La literatura es una selva poblada de especies a las que casi nunca llega la luz, crecen en la sombra y sólo las descubre quien se acerca a ellas, por casualidad o por espíritu expedicionario. Pienso en esto cuando Pedro Sáez, con el que he conversado en un par de ocasiones pero a quien no conocía como escritor, me entrega un libro de poemas, Las dudas del francotirador, publicado en editorial Calumnia.

Leo en el primer poema:

“Vuelvo a Londres,
donde un día fui feliz y acaso joven,
todo lo joven que puede llegar a ser un orangután
asustado.”

Y sonrío: me gusta esa frescura que al mismo tiempo no es prosaica por la extraña imagen que añade (todo lo joven…). Empiezo el segundo:

“Yo quería ser yugoslavo,
igual que Mirza Delibasic,
y jugar al baloncesto al estilo de Ljubliana,”

y después de haber leído dos poemas todavía no estoy tranquilo pero sí sé ya que me encuentro con un escritor con mundo propio, con una especie quizá más original que otras visibles desde la distancia; puede que hable de viejos temas como los desengaños y la pérdida de la juventud, de la injusticia y de la brutalidad del mundo, pero la poesía casi siempre habla de viejos temas y su virtud es hacernos sentirlos un poco más, un poco diferentes, un poco nuevos aunque los reconozcamos y nos reconozcamos.

"El mundo está plagado de poetas terriblemente malos para los que sin embargo, y eso es lo embarazoso, sus poemas son terriblemente importantes"

Leo el libro entero en la hora y media que dura el trayecto en tren de Cercedilla a Atocha. A ratos me ha conmovido, me ha entristecido, me ha hecho sonreír. Es verdad que si yo fuese su editor le habría recomendado trabajar más uno o dos poemas, quizá eliminar alguno menos logrado. Y si fuese crítico probablemente habría mencionado que a veces hay un exceso de buenas intenciones, no porque las buenas intenciones sean perjudiciales para la literatura, como afirmaba Sten Nadolny, sino porque dañan al poema cuando son más potentes que las palabras y las entierran. Pero no soy editor ni crítico, así que me salto ese par de poemas que me interesan menos y me quedo con un conjunto muy valioso de imágenes sugerentes, de hallazgos agudos, de sentimientos genuinos.

De todas formas, la próxima vez que un desconocido me regale su libro de poemas publicado en una editorial para mí desconocida volveré a decir uf para mis adentros, y desviaré la mirada, pero quizá abriré el libro con algo más de curiosidad, con la esperanza, aunque débil, de que en sus páginas vuelva a surgir la sorpresa.

"Hay decenas de escritores muy buenos en pequeñas y buenas editoriales de los que yo no he oído hablar"

Leo un interesante ensayo de Iván de la Nuez, a quien he descubierto hace poco: Teoría de la retaguardiaCómo sobrevivir al arte contemporáneo (y a casi todo lo demás). Entre las muchas ideas que llaman mi atención una se refiere a la relación de la literatura con la imagen y con los nuevos medios: después de decir que “…la literatura expandida reúne malestar y renuncia, crítica al statu quo del sistema literario y propósito para alojar la narración en otros soportes; apuesta por traspasar las fronteras genéricas e intención de disolverlas…”, examina brevemente cómo la literatura busca hoy el apoyo de la imagen y de los nuevos medios, “…en un mundo donde la sobredosis visual es tan asfixiante, quizá valga la pena preguntarse si lo que necesitamos es un incremento de imágenes para salir del impasse en el que estamos varados. Tal vez, lo que hoy apremia al arte no es una multiplicación de las imágenes, sino de las palabras (…) Es ahí donde la expansión literaria sería más fecunda. En el descubrimiento de que su éxito no está en que sus autores “se parezcan” a un artista, sino que sigan siendo, sencillamente escritores. En el hecho de que sean menos literales, pero más literarios.

Me hace pensar en que la pintura no se salvó intentando asimilarse a la fotografía, ni usando fotografías dentro de la obra pictórica (eso vino más tarde) sino precisamente reivindicando lo pictórico: el color, la textura, la composición, y alejándose del realismo fotográfico. Quizá los escritores, antes de sumarnos a la corriente de los nuevos medios y a convertir el texto en subordinado de la imagen (fija o en movimiento), con el deseo de parasitar el prestigio de lo moderno, deberíamos pensar algo más en qué es lo original y único del texto literario y expandir no las imágenes sino las posibilidades de uso de la palabra escrita.

"Los escritores deberíamos pensar algo más en qué es lo original y único del texto literario y expandir no las imágenes sino las posibilidades de uso de la palabra escrita"

Hace muy poco he participado en un coloquio con dos personas más conocidas por sus apariciones en reality shows que por su obra literaria (inexistente en uno de los dos casos). Mientras conversábamos me daba cuenta de lo incómodo que me sentía con el envoltorio televisivo: los focos, la costumbre de interrumpir al otro, los gestos para la cámara, las voces elevadas, la combinación de lo más banal (comentar la ropa que llevábamos) con temas complejos (la drogadicción), las afirmaciones tajantes que buscan el aplauso rápido, la intimidad y complicidad fingidas, la concentración no en el discurso sino en la exhibición de uno mismo.

Me voy a casa con la sensación de haberme equivocado —acepté la invitación antes de conocer la composición de la mesa—, casi de haberme prostituido un poco. Cada uno tiene su vida, a veces incluso tiene la suerte de poder elegirla, y ésa no es la mía. No es ni mucho menos que reivindique una literatura solemne y el gesto de superioridad del escritor. Es sólo que creo que debo defender mi obra y el tipo de relación respetuosa que quiero mantener con los lectores, respetuosa sobre todo con su inteligencia.

Durante el seminario sobre literatura y crueldad que he dirigido en la librería Nollegiu durante una semana surgen varios temas interesantes. El que más me ha dado que pensar: ¿podemos aplicar la misma ética a lo que hacemos en el mundo virtual y en el mundo real? No es lo mismo practicar la violencia que asistir a ella en el cine; pero ¿a qué se asemeja más practicar un juego en el que asesinas y torturas? Ver una violación en una película nos parece lícito, pero ¿lo es igualmente violar en un juego de ordenador? ¿Necesitamos una nueva moral para el mundo virtual? Todo ello surge a partir de uno de los libros que usamos en el seminario: Nefando, de Mónica Ojeda. Nos vamos a casa sin una respuesta clara. Lo que tampoco es un mal resultado.

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