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Una tierna amistad entre mujeres

Una editora muy perspicaz me pidió que intentara narrar, durante un verano entero, historias de amor y pasiones ocultas de personas comunes y corrientes. Esto sucedió hace catorce años en el diario La Nación de Buenos Aires. Con mi libreta de apuntes y mi experiencia de reportero salí a la calle en busca de esos relatos que iban a ser ilustrados por Liniers y que intentarían capturar tramos secretos e intensos de la vida privada. El periodismo no tiene las herramientas para narrar los sentimientos, y salvo excepciones, tampoco el permiso para exhibir en carne y hueso —más allá de una visión panorámica y sociológica— lo que todos y cada uno ocultan. Muchos argentinos se mostraban deseosos por contarme sus peripecias, sus deleites y sufrimientos amorosos, y sus increíbles vueltas de tuerca. Pero a poco de conversar, me pedían que cambiara los nombres y las circunstancias, las profesiones y los lugares, y que desdibujara sus identidades mezclando su historia con otras, porque el temor a ser reconocidos era paralizante. Fue así que debí recurrir a la ficción para contar la verdad. Tuve que literaturizar las historias ciertas para poder relatarlas de un modo acabado. Utilicé deliberadamente el tono de comedia, porque no otra cosa es a veces el enamoramiento, si uno es capaz de verlo desde fuera. La serie se llamó “Corazones desatados” y se publicaba en la revista dominical, con un éxito estremecedor: llegaban 1500 cartas y correos por semana a mi despacho, donde a la vez yo escribía mis columnas políticas. Al final de esa experiencia, publiqué todo el material en un libro de Alfaguara, en el que se agregaron textos más largos como “El amor es muy puto”, “La teoría de los mamíferos” y “Un mal día lo tiene cualquiera”. A lo largo de los años, muchísimos lectores me han escrito sobre esta serie, que se transformó también en lectura nocturna por Radio Mitre. Llega por primera vez a Zenda Libros una comedia narrativa por capítulos, donde se prueba que el amor crece en las incertidumbres y que te puede dar muchas sorpresas.

***

Hubo un tiempo, allá por el remoto 1977, en que Fernández las llevaba a bailar todos los sábados a GEBA. Las dos estudiaban en un colegio de monjas de Palermo Viejo y todos les decían “las hermanas”. Se hicieron amiguísimas en la secundaria, a los catorce años, y desde entonces se sentaban juntas, vivían una en la casa de la otra, se ayudaban con las materias y con los primeros novios, y se mostraban idénticas e incondicionales.

No eran, por supuesto, idénticas. Caro era morocha, cerebral y sobresaliente. Vivi era rubia, despreocupada y creativa. Pero estaban tan unidas que se contagiaban los giros y los gestos, se imitaban el tono de voz, se copiaban los peinados y los pasos de baile, y se intercambiaban los vestidos.

Fernández les presentó a Roli en los bailes de carnaval de 1978, y Caro emitió leves señales de atracción fatal. Roli era un rugbier de ojos azules que podía elegir porque todas las chicas de la zona estaban a sus pies. Vivi asesoró a Caro en la cacería, pero el pez era demasiado grande y siguió de largo. Eran adolescentes: Caro olvidó rápido y se abocó a otros chicos, y al año el rugbier no era ni siquiera un recuerdo.

Una noche, a la vuelta de unas vacaciones de Gesell, Vivi sentó a Caro en la cama de su cuarto y le contó que se había encontrado con Roli en el centro, que habían paseado por la playa y que una noche le había dado un beso en la boca.

—No pasó nada más, porque yo me fui al mazo, pero me sentí mal y quería contártelo. No te molesta, ¿no?

No —dijo Caro—, cómo me va a molestar esta estupidez. ¡Si ya ni me acuerdo de la cara de ese energúmeno!

Esa noche no pudo dormir. Se sentía dolida y traicionada, y a la vez culpable por pensar mal de su amiga, e indignada con ella por caer en la tentación, y deprimida consigo misma por ser tan poca cosa. Por la mañana, decidió que no podía rebajarse a comentar su dolor y que debía sobrellevarlo con dignidad. Lo sobrellevó en silencio, sin decir nada, y el tiempo fue curando esa pequeña herida de vanidad hasta que la disolvió por completo. Beneficiaron esa cauterización los sucesivos romances de Caro y los fracasos amorosos de Vivi, que sufría y se equivocaba de hombre con gran facilidad. Siempre estaba Caro para sostenerla y para apiadarse de su amiga. Caro era rígida y Vivi era flexible. Hicieron juntas el ingreso a la Facultad de Ingeniería, pero al año la rubia se pasó a los claustros de Arquitectura, y “las hermanas” tomaron algo de distancia. Aun así cuando Caro perdía, que no era seguido, Vivi la compadecía y ayudaba, y viceversa. Esos eran los mejores momentos entre ellas: ser amigos en el fracaso es fácil, lo difícil es ser amigos en el éxito. El éxito trae competencias soterradas y envidias inevitables. Cuando se recibieron, la clásica rivalidad entre arquitectos e ingenieros las alcanzó, aunque de un modo larvado e inconfesable. Sin decírselo nunca cara a cara, las chicas se acusaban mutuamente de “falta de imaginación” y de “falta de rigor”. Ella no vuela, ella vuela demasiado. Ella es puro sueño, ella es puro cálculo. Saldaban esas diferencias, que jamás se imputaban para no hacerse doler, criticando con dureza a los maestros mayores de obra y a los decoradores de interior.

Caro conoció a un ingeniero y se casó por iglesia. Vivi conoció a un poeta y se fue a vivir a un sótano. La morocha creció económicamente y la rubia tuvo que hacer de todo para salir del pozo. Pero Caro tenía un matrimonio tormentoso, y Vivi tenía un matrimonio idílico. Los hijos de ambas se detestaban, pero ellas eran madrinas cumplidoras y mantenían los ritos de la mejor amistad. Caro se separó del ingeniero y Vivi la acompañó en todo ese doloroso proceso. Luego Caro se hizo los pechos y comenzó una nueva vida, y Vivi se quedó en casa teorizando contra las siliconas.

La morocha, ya divorciada, comenzó a minar sutilmente las seguridades matrimoniales de Vivi. Algo podrido, después de tantos años, tenía que estar gestándose debajo de aquel aparente mundo perfecto. En plena crisis de los cuarenta, Vivi dudaba si su “hermana” no tendría algo de razón, y luego se daba cuenta de que esos comentarios insistentes formaban parte de los deseos ocultos de la morocha: Caro quería que fracasara como ella misma había fracasado. Necesitaba que volvieran a estar parejas. Jamás discutieron en treinta y un años de amistad, ni por el más mínimo asunto. Y se defendían como verdaderas leonas ante terceros. Pero era obvio que se vigilaban de reojo y que se medían todo el tiempo, y que recelaban la ropa y la figura, y los modos en que conducían sus vidas.

Cuando rondaban los cuarenta y cinco fueron invitadas a una fiesta en los salones de GEBA organizada por varias promociones de cuatro o cinco colegios de Palermo, Colegiales y Belgrano. Se trataba de un baile informal con cena y sorpresas, y Fernández asistió en ridículo saco y corbata. El disc-jockey reproducía las viejas canciones, y bailarines levemente ajados reproducían las viejas piruetas. Había hombres y mujeres que habían hecho un pacto con el diablo. Y también chicas que se habían convertido en señoronas y muchachos que se habían transformado en sus padres y que daban un poco de pena. Algunos alumnos que habían sido serios en la juventud se habían convertido en excitados libertinos de última hora. Y corrían por las mesas y por la pista la caipirinha y el champagne junto con la electricidad erótica.

“Las hermanas” conservaban la piel, las curvas y el charme. Una vestía de azul y la otra de granate, y cuando entraron juntas del brazo recibieron besos y rechiflas de admiración. Caro tenía una belleza marchosa, Vivi una belleza espontánea. Fernández les fue a buscar un trago y conversó animadamente con las dos. Vivi se tomó seis caipirinhas en una hora, Caro no terminó su copa de champagne. Bailaron temas de Bee Gees y de Chicago, y a la medianoche hubo un número vivo, y también varios vivos que tomaron el micrófono y comenzaron con juegos pícaros de secundaria. A la una, Vivi fue coronada por aclamación como la chica más infartante de la noche y tuvo que agradecer en público y someterse a un reportaje irónico. Completamente borracha respondió barbaridades y calificó con dureza a sus ex compañeros. Le dio “el premio limón” a su amiga Caro, por ser controladora y un poco agreta, y siguió haciendo papelones durante un rato hasta que el disc-jockey se apiadó de ella y puso un tema de Led Zeppelin.

Fernández notó dos cosas a la vez: Caro había desaparecido y Vivi estaba mareada y pálida. Tomó a la chica vacilante y la sentó en un cantero. Vivi lloraba y Fernández le pidió a un mozo un café doble bien caliente. ¡Se convirtió en una máquina! —decía la rubia—. Toda perfectita y envidiosa. Me trata como a una fracasada, me quiere manejar la vida. ¡Y nunca se le ocurrió una idea! ¡Nunca! Fernández le pasó un brazo por sobre el hombro y la tuvo media hora a moco tendido, secándole la cara con una servilleta. En un momento, Vivi se tomó del estómago y le dijo que tenía ganas de vomitar. Fernández la acompañó hasta el baño de damas y la esperó en el jardín. Vivi vomitó la cena, las caipirinhas y las tristezas histéricas de esa noche, y se quedó sentada en una silla, con las piernas torcidas y unas ojeras de muerta. De repente escuchó que la puerta cerrada de un retrete se abría y que se precipitaban desmañadamente afuera Caro y un galán maduro de ojos azules. Caro llevaba el vestido azul arrugado y sin un bretel, el pelo negro revuelto y el maquillaje corrido. El galán se parecía muchísimo a Roli, el rugbier energúmeno de antaño. Roli la miró un segundo, con el picaporte en la mano, y le dijo: Qué cambiada que estás, Vivi. Y luego hizo mutis por el foro. Caro se acercó al espejo, sacó de su diminuta cartera un cepillo y un lápiz labial, y comenzó a adecentarse. Lo hacía en silencio, sin emitir comentario alguno. Cuando llegó al rouge miró de reojo a su amiga y le preguntó, con voz adolescente: No te molesta, ¿no?

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