La nueva novela de Chimamanda Ngozi Adichie tiene como tema de fondo la naturaleza del amor: ¿Es posible alcanzar la verdadera felicidad o se trata de un estado fugaz? ¿Hasta qué punto debemos ser honestos con nosotros mismos para amar y ser amados?
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Unos cuantos sueños (Random House), de Chimamanda Ngozi Adichie.
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CHIAMAKA
Uno
Siempre he deseado ser conocida, conocida verdaderamente, por otro ser humano. A veces vivimos durante años con anhelos a los que no conseguimos poner nombre. Hasta que en el cielo se abre una grieta, que luego se ensancha y nos permite descubrir quiénes somos, tal como ocurrió en la pandemia, porque fue en el confinamiento cuando empecé a cribar mi vida y dar nombre a cosas que habían permanecido innominadas desde hacía tiempo. Al principio, juré que sacaría el máximo provecho de ese secuestro colectivo: si no tenía más reme dio que quedarme entre cuatro paredes, me aceitaría a diario el nacimiento del pelo para fortalecérmelo, bebería ocho vasos grandes de agua, trotaría en la cinta, me daría el lujo de dormir largas horas y me aplicaría sérums nutritivos en el cutis. Escribiría nuevas crónicas de viajes a partir de notas no utilizadas, y si el confinamiento se prolongaba lo suficiente, tal vez al final acumulara el contenido necesario para un libro. Pero, transcurridos apenas unos días, me precipitaba en un pozo sin fondo. Las palabras y las advertencias rotaban y se arremolinaban, y yo tenía la sensación de que todo el progreso humano retrocedía vertiginosamente hacia un estadio atávico de confusión que a esas alturas ya debería haberse extinguido. No te toques la cara; lávate las manos; no salgas a la calle; rocíate con desinfectan te; lávate las manos; no salgas a la calle; no te toques la cara. ¿Lavarme la cara podía considerarse tocármela? Siempre usaba una toalla facial, pero una mañana me rocé la mejilla con la palma de la mano y me quedé paralizada mientras el agua del grifo seguía corriendo. Poca importancia podía tener, segura mente, puesto que ni siquiera salía de casa, pero a qué venía eso de «no te toques la cara» y «lávate las manos» si nadie sabía cómo se había originado aquello, cuándo terminaría o, de he cho, qué era. Al despertar, me asaltaba a diario la ansiedad, se me aceleraba el corazón por propia iniciativa, sin mi permiso, y a veces me llevaba la mano al pecho y la mantenía ahí. Estaba sola en mi casa de Maryland, sumida en el silencio propio de una zona residencial, flanqueadas las fantasmagóricas calles de árboles que parecían ellos mismos acallados por la quietud. No pasaban coches. Me asomé y vi una manada de ciervos atravesar el claro de mi jardín delantero. Unos diez ciervos, o acaso quince, no uno de esos ciervos solitarios que antes veía de vez en cuando mordisquear tímidamente el césped. Me asusté, por su desacostumbrado atrevimiento, como si mi mundo estuviera a punto de ser invadido no solo por ciervos, sino también por criaturas al acecho que yo no alcanzaba a imaginar. A veces apenas comía; entraba sin propósito fijo en la despensa y picaba unas galletas saladas. Otras veces desenterraba bolsas olvidadas de verdura congelada y preparaba unas alubias picantes que me recordaban a la infancia. Esos días amorfos se fundían unos con otros, y experimentaba la sensación de que el tiempo se volvía sobre sí mismo. Me palpitaban las articulaciones, y los músculos de la espalda, y los lados del cuello, como si mi cuerpo supiera de sobra que no estamos hechos para vivir así. No escribía porque me era imposible. Nunca ponía en marcha la cinta de correr. En las llamadas por Zoom, las voces resonaban y todos tendíamos las manos sin poder tocarnos, con lo que el vacío que nos separaba parecía aún mayor.
–Me he puesto dos mascarillas y guantes –contestó–. Ha venido la policía a organizar la cola del papel higiénico… ¿te imaginas? –Zikora cambió al igbo y prosiguió–: La gente se habla a gritos. Me da miedo, de verdad; en cualquier momento alguien podría sacar un arma. El hombre blanco que tengo delante no me inspira confianza; ha llegado en una camioneta enorme y lleva una gorra roja.
Nunca hablábamos exclusivamente en igbo –siempre intercalábamos palabras en inglés en nuestras frases–, pero Zikora, en actitud alerta, se había desprendido de todo el inglés por si acaso la oía algún desconocido, y ahora sus comentarios quedaban forzados, como si aquello fuera el diálogo de un drama televisivo de tiempos precoloniales: «Un hombre a bordo de una gran carroza, tocado con un sombrero de color sangre». Me eché a reír y ella se echó a reír, y por un instante me sentí liberada, restituida.
–En serio, Zika, no deberías haber salido.
–Pero necesitamos papel higiénico.
–Creo que por fin ha llegado el momento de que empecemos a lavarnos el trasero –dije, y al instante Zikora y yo exclamamos al unísono: «¡No son limpios!».
A lo largo de los años yo había contado infinidad de veces la anécdota sobre Abdul, nuestro portero en Enugu: el esbelto Abdul, con su jalabay larga, iba una noche camino de la letrina de la parte de atrás, acarreando su hervidor de plástico con agua, y de pronto se volvió y me dijo con toda calma: «Ustedes los cristianos usan papel después de hacer sus necesidades. No son limpios».
[…]
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Autora: Chimamanda Ngozi Adichie. Título: Unos cuantos sueños. Traducción: Carlos Milla Soler. Editorial: Random House. Venta: Todos tus libros.



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