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Vida y ficción: ¿Por qué seguimos escribiendo?

Fotografías: ©Victoria R. Ramos.

Se metieron en sus camas, deambularon por sus casas, pasearon con sus mascotas y los arrojaron al desierto en medio de una ventisca. Querían reflejar a la persona que habla sola en voz alta en la intimidad y no a esos otros seres que emergen ante la grabadora y la presencia interrogativa de un extraño. José Ovejero y Edurne Portela tardaron año y medio en grabar Vida y Ficción: ¿Por qué seguimos escribiendo? Sin ningún tipo de apoyo institucional o conocimientos previos en el mundo audiovisual –incluso la música es obra de un editor, David Villanueva, de Demipage–, deambularon por la geografía física y literaria española tratando de encontrar respuesta a esa cuestión.

El resultado es un documental de corte casi artesanal en el que dieciséis autores que escriben en España –territorio singular en el oficio de escritor y lector– y un narrador siempre de espaldas al espectador –el propio Ovejero, también escritor– nos guían por un singular paisaje de preguntas y respuestas, de sentimientos y necesidades, dibujando un extraño mapa donde realidad, ficción, memoria, identidad… se entremezclan, escarbando en las cuestiones que nos obsesionan y sobre las que escribimos.

Una forma de estar en el mundo o de escapar de él, una vía de desahogo, una cura de traumas individuales y colectivos, una forma de entender nuestro lugar en el mundo, un acto de rebeldía, de rescate de la infancia y la inocencia, de plantar cara a la muerte, de reivindicar la propia identidad, de conjurar miedos, de recuperar la felicidad perdida, de aunar pasado y presente, de expresar el desengaño vital, de rebelarse, de generar memoria o dar voz a la insurrección. De expresar ese yo que es siempre un nosotros. Para todo esto y mucho más sirve enfrentarse a la página en blanco, a las dificultades para publicar, a una sociedad en la que –según afirma Ovejero– la literatura cada vez tiene menos peso. Y sin embargo, siguen –seguimos– sintiendo esa poderosa atracción por la página vacía, por esos caracteres en negro sobre blanco con verdadero poder hipnótico. La vocación por plasmar en palabras, dar vida a la narración que, según Rosa Montero, todos somos, por volcar nuestras obsesiones ante un puñado de hojas.

El propio Ovejero reconoce que hace mucho que no concibe la vida sin la escritura. Su voz en off acompaña a las declaraciones del resto, dando lugar a un tono extraño, íntimo y entrañable, una oda a la literatura en zapatillas de andar por casa, sazonada, eso sí, con cierto tono desolado de queja en algunos momentos. De incomprensión o abandono. Comenzaron con una lista de unos 30 escritores que les salió en apenas dos minutos, pero comprendieron que aquello era irrealizable. Lo redujeron a la mitad en un grupo difícil de escoger y que “no pretende ser un panorama de la literatura contemporánea, pero sí una buena muestra, amplia y plural”. Luisgé Martín, Cristina Fernández Cubas, Marta Sanz, Andrés Neumann, Fernando Royuela, Sergio del Molino, Antonio Orejudo, Rosa Montero, Sara Mesa, Manuel Vilas, Ana Merino, Aixa de la Cruz, Juan Carlos Méndez Guédez, Juan Gabriel Vásquez, Rafael Reig e Hipólito Navarro son quienes ponen voz y rostro a este paseo documental por el panorama literario.

Rodado con una sola cámara, sin conocimientos audiovisuales previos, sin técnicos de iluminación o sonido –algo que queda patente, dadas las desiguales condiciones de rodaje al escuchar a una Rosa Montero que trata, vociferante, de hacerse oír por un interlocutor lejano sobre el ruido de un torrente en el bosque de Valsaín–, de momento no podrá verse en salas comerciales. Tras año y medio de trabajo José Ovejero y Edurne Portela tienen la esperanza de que pueda difundirse a través de algún canal de televisión. Mientras, sólo podrá verse en festivales y encuentros literarios a partir de este otoño. Medio en broma medio en serio, sus responsables no descartan una segunda parte, mostrando rostros pensativos al evocar todos los nombres que se les quedaron fuera de esta primera incursión en el ámbito cinematográfico. Presentado durante los últimos coletazos de la Feria del Libro de Madrid en el céntrico Hotel de las Letras, el acto convocó a una sorprendente cantidad de escritores por metro cuadrado.

El espectador jamás escucha las preguntas formuladas. Reconocen que variaron según cada caso y que se aprovecharon descaradamente de la amistad que mantienen con muchos de ellos para colarse en sus terrazas, pasearlos entre ruinas o jugar con los tiros de cámara, incluyendo mascotas, parejas, paisajes urbanos relevantes para cada cual, al tiempo que buceaban en el tema literario clave de cada uno y, a partir de ahí, tirar del hilo de su visión de la literatura. El resultado es al tiempo desenfadado y profundamente trascendente.

Escribir es una forma de “reinterpretar la realidad, de conocerte, de construirte y transfigurarte, porque la ficción es realidad y la realidad es ficción”, afirma Fernando Royuela. Luisgé Martín, tumbado en su cama –los lectores de El amor del revés entenderán el guiño– asegura que “el pudor es un estorbo” y que “el compromiso del escritor es exponerse a la cornada”. Marta Sanz nos habla de esa misma intimidad, pero centrada en el cuerpo como “una especie de texto donde las mujeres vamos reflejando la escritura de nuestros días. El lugar donde se proyectan las expectativas masculinas que nosotras asumimos como propias”, así como de la enfermedad, el miedo que produce, el estigma.

Rosa Montero, rodeada por sus mascotas, asegura que “se escribe del pasado para soportar el presente, y el futuro no existe. Escribes porque no puedes hacer otra cosa. La mayor parte de los novelistas somos gente que ha tenido en la infancia una experiencia personal cercana a la decadencia. De una manera violenta, hemos perdido el mundo de la infancia. Nos enseña a muy corta edad que el tiempo mata, el tiempo destruye las cosas, lo que el impacto del tiempo hace con la vida. Que la vida se acaba, que lo bello se acaba, que se pierde para siempre”. Así, asegura, “mientras estás escribiendo una novela estás tan fuera de ti, tan metida en ese otro mundo, que la muerte no existe”, y defiende la fuerza de la novela como poder estructurante: “la novela te salva de la disolución. Te defiende de ese agujero de la muerte y te une a los demás, te salva de esa individualidad que te condena a ser sólo mortal”.

A la infancia también se remonta Cristina Fernández Cubas, que afirma que “es una etapa intensa” y que “somos un producto de lo que fuimos entonces”. Concuerda Ana Merino, que considera que “la educación es una de las ramas fundamentales de la literatura. Escribir me ayuda a escucharme, vivir me ayuda a expresar mi pensamiento. Al escribir sigo buscando esa sensación de mi infancia. Es como si estuviera con mis juguetes”.

Sin embargo, la muerte, los fantasmas y las ansias de rebelión son los que mueven a Manuel Vilas: “En mi literatura hay un momento de desvalimiento profundo, que es cuando escribo del hundimiento sobre un fracaso personal y de un fracaso colectivo de este país. Somos escritores en España, y eso es peculiar y determinante. Yo no puedo quitarme de encima el fantasma de España, porque está en todas partes. Cualquier ficción, cualquier poema, acaba enmarañándose con el fantasma de España. Siempre he escrito con un ansia de rebelión y de hacer significar mi vida, de decir ‘aquí estoy yo frente al mundo’ y afirmar la propia identidad. Luego he visto que esa identidad es una identidad social e histórica que tiene que ver con mis padres. La muerte de mis padres es la que explica mi literatura última. No encuentro otra razón en el mundo para escribir sino recordar a quien me puso en este mundo sin que yo lo pidiera. El personaje que yo había sido antes literariamente quedó ensombrecido. Toda mi literatura acaba siendo autobiográfica”. El autor expresaba, tras la proyección, cierto “terror personal” tras verse en la pantalla. Frente a la comodidad de una imagen pública, la suya, que no existe y que le aporta mucha comodidad, se preguntaba “en torno a qué se genera esa imagen pública del escritor hablando”.

Escribir en Madrid es llorar, asegura nuestro narrador invisible. Es buscar voz sin encontrarla. Desde los márgenes geográficos y literarios se nos presenta a un Orejudo sacudido por la ventisca en el desierto. “Pese a mi fama de escritor cómico, humorístico, yo siempre he pensado que soy un escritor comprometido y social. Todas mis novelas siguen un objetivo y mi actitud al abordarlo es absolutamente destructiva. Es una actitud en cierto modo bastante barroca”, asegura el autor de Los cinco y yo. Afirma sentirse muy cercano a “los escritores barrocos del siglo XVII español, más cercanos que muchos de mis contemporáneos vivos. Tanto ellos como yo escribimos a partir de una sensación muy amarga, que es el desengaño. El tono de ese desengaño es humorístico, pero mi humor no es un humor blando y blanco, es bastante amargo y ácido. Me gustaría ser bastante más dulce, pero cuando he intentado escribir con algo más compasión hacia mí mismo y hacia los temas que abordo me he dado cuenta de que voy camino del fracaso”. El autor madrileño asegura que “el humor y la literatura en España han estado siempre muy mal vistos. Tenemos una idea un poco penitencial de la literatura y la cultura, y sospechamos de los libros que nos hacen reír”. Parece que “la literatura tiene que doler para que aproveche”. Asegura que quienes escriben con cierta festividad o desde el humor resultan sospechosos y molestos y que “siempre he sentido que escribía desde el margen y que no se me tomaba demasiado en serio. Ni yo mismo me tomo muy en serio. No me tomo muy en serio la literatura”.

Perdido entre las ruinas de un pueblo que ya no es, claro ejemplo de La España vacía, Sergio del Molino defiende la inutilidad de la escritura y se define como “un escritor profundamente apolítico”. Asegura que hay un cambio de sensibilidad literario, que el empeño ahora está en comprender el mundo, no en transformarlo. Menos escéptica pero representante de la “última generación que vivió en un mundo en el que la literatura tenía un cierto prestigio”, Aixa de la Cruz asegura que de haber nacido diez años después habría querido escribir series de televisión en lugar de libros.

Fundir espacios y tiempos distintos es lo que atrae a Juan Carlos Méndez Guédez, que destaca que esa posibilidad para “reunir y congregar lugares y tiempos sólo es posible en el sueño y en la escritura”. Para él, la literatura es una suerte de mapa, en el cual los lugares son más de lo que son, son también lo que hacemos de ellos. “Escribo para que los lugares no nos olviden”, sentencia. Andrés Neuman también recorre esa senda explorando el concepto de pliegue, “ese fenómeno que se da cuando un espacio encuentra su tiempo”. Para el argentino, habitante de una eterna encrucijada como ciudadano y como escritor, creador de “personajes unánimemente extranjeros, la ficción trabaja a modo de brújula, pero no necesariamente para encontrar el norte perdido, sino como creación de un destino o un espacio que no existía antes. Como creación del quinto punto cardinal”. Consciente de que todo yo es un nosotros, “la ficción nos recuerda que la memoria es un trabajo en equipo”, y de ahí la importancia de la narrativa que trabaja la memoria. “La escritura y la ficción es una combinación de profundidad del instante y arqueología del recuerdo. Atajos entre dos dos momentos aparentemente irreconciliables o distantes, una transversal que une aquello que llamamos memoria colectiva y presente individual”, concluye.

La memoria y el pasado son, más allá de la identidad, los eternos protagonistas de lo que se vuelca en las páginas impresas. También sobre ello escribe el colombiano Juan Gabriel Vásquez: “Escribo para preguntarme y comprender la manera en que nuestras violencias pasadas se van heredando, se van transmitiendo sus consecuencias, se van pasando de generación en generación. El pasado vive con nosotros, condena nuestros momentos presentes”.

Tras el visionado de la cinta, llegaron las primeras impresiones de los escritores presentes. “La literatura importa socialmente cada vez menos. La figura del escritor ha perdido relevancia. El intelectual social que era el escritor ha empezado a compartir su espacio”, denuncia Ovejero, y no pocos de los presentes concuerdan. Se paga menos, se piratea más, se ha perdido relevancia social, y la literatura –y la cultura en general– ocupan menos espacio en los medios. Pero también hay sitio para el optimismo. Rosa Montero aseguraba que aunque la lectura siempre ha sido minoritaria, “hoy esa minoría es más grande que nunca. Se lee más que nunca. Está en crisis el modelo de mercado”, y destacaba la crisis sufrida por los medios de comunicación – el segundo sector más afectado por la crisis, después del ladrillo– donde hay “pocas personas que trabajan como hombres orquesta y los empresarios están tomando unas decisiones completamente estúpidas”. Los lectores y escritores españoles se reunieron, recordaba, a partir de la Transición. “No sólo estamos hablando de por qué escribimos todavía, sino por qué leemos todavía” –afirmaba rotunda la autora–. “La narración ha sido desde el principio de los tiempo lo que nos construye. Los humanos somos narraciones. Necesitamos esa comunicación compartida, leída y sentida”.

Son distintas formas de enfocar la vocación y el oficio, de enfrentarse al vértigo de la memoria, la identidad, los recuerdos y la página en blanco que les da forma. Distintas percepciones, razones y verdades, todas complementarias. El sector está en crisis pero, como nuestro narrador recalca, la escritura nos permite ahondar en deseos y temores, soñar otras realidades, unir tiempos y espacios distintos, dar forma a lo que fuimos, somos o ansiamos ser. Nos permite burlar a la muerte y estar más vivos. Como decía Pessoa, “la literatura existe porque la vida no basta”. Como asegura Rosa Montero, todos somos historias, narraciones. Son antiguas, poderosas e inherentes a la propia humanidad desde antes incluso de que existiese una industria editorial, inventásemos la imprenta o la escritura cuneiforme. La literatura, en cierto modo, nació en las cavernas. Y somos incapaces de renunciar a esa posibilidad de crecer, congelar el tiempo, sumergirnos en otros mundos. Por eso seguimos, y seguiremos, escribiendo. Y leyendo.

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Fotos: Victoria R. Ramos, e imágenes del documental Vida y ficción

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