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Voces que cuentan

Voces que cuentan

Estamos asistiendo a un auge del relato breve o, al menos, se ha deshecho casi por completo ese lugar común que llevaba a muchos autores a concebir la narrativa corta como un mero aprendizaje antes de lanzarse a acometer obras de mayor extensión. Parece que el cuento hace valer de una vez por todas la importancia que tiene por sí mismo, sin verse relegado a la condición de subgénero vicario, y gana lectores a medida que surgen editoriales especializadas y las publicaciones literarias comienzan a concederle el espacio que tradicionalmente administraban con cuentagotas. Esa tesis está muy presente en las páginas de La familia del aire (Páginas de Espuma), un volumen en el que Miguel Ángel Muñoz (Almería, 1970) reúne los treinta y seis cuestionarios que realizó a otros tantos cuentistas españoles para su blog El síndrome Chéjov, y se hace evidente a poco que uno rastree los catálogos de novedades o bucee un poco por las redes en pos de las recomendaciones de lectores poco o nada proclives a las componendas. Quizás uno de los fenómenos que mejor ejemplifican esa resurrección de las historias breves sea la reedición de Velocidad de los jardines (Páginas de Espuma), el título de Eloy Tizón (Madrid, 1964) que casi todos consideran una de las últimas obras maestras del género. Pero hay más. A medida que se alumbran nuevos lanzamientos, los autores que emergen aprovechan para reivindicar a sus referentes. Voces que contaron y a las que acaso no se prestó demasiada atención en su día y voces que siguen contando y ven cómo sus palabras dejan de caer en saco roto o, al menos, de verse sepultadas bajo la alargadísima sombra de la todopoderosa novela. Es extraño que el cuento haya tenido que resurgir de sus cenizas en un país cuya literatura se ha vertebrado en buena medida gracias a él. Lo apunta José María Merino en una de las entrevistas que forman parte del libro de Muñoz: «Es curioso que en España llevemos ochocientos años de cuentos escritos —desde el Calila e Dimna por lo menos—, que Cervantes inaugurase el género moderno en lengua española, que en el siglo XIX haya habido algunos cuentistas importantísimos —quiero citar sólo a Bécquer y a Clarín— y también en el XX —desde Pío Baroja hasta Díaz Fernández y Fernández Flórez, por dejarlo antes de la Guerra Civil— y que sin embargo no nos sintamos herederos de una especie de tradición».

"Recientemente han caído en mis manos, además, dos libros de relatos de sendos autores muy distintos, pero complementarios, que no me resisto a dejar de glosar aquí."

Por todo lo expuesto, parece que esa tradición repunta. Y aunque está por ver si se trata de un resurgimiento duradero o de un espejismo destinado a desvanecerse, sería injusto obviar valiosos títulos recientes que —como Norteamérica profunda, de Juan Carlos Márquez; Manual de jardinería (para gente sin jardín), de Daniel Monedero; La vuelta al día, de Hipólito G. Navarro; La acústica de los iglús, de Almudena Sánchez; Agua dura, de Sergi Bellver, o Manual de autoayuda, de Miguel Ángel Carmona del Barco, sin olvidar antologías como Mi madre es un pez, Náufragos en San Borondón o Aquelarre— han plantado en estos últimos años pequeñas picas en Flandes. Recientemente han caído en mis manos, además, dos libros de relatos de sendos autores muy distintos, pero complementarios, que no me resisto a dejar de glosar aquí por cuanto constituyen muy buenos ejemplos del amplio abanico de resonancias y matices que pueden anidar en unas pocas páginas cuando éstas se hilan con esmero y talento.

Diego Prado. Sopa de fauno. Editorial Adeshoras.

"Aquí hay un enigmático libro, titulado precisamente Sopa de fauno, que aparece en el tercer relato para convertirse en el hilo conductor del resto del volumen y cuya naturaleza verdadera sólo podremos intuir en la última narración."

Tiene Diego Prado (Mahón, 1970) una trayectoria enjundiosa a sus espaldas. En 1994 obtuvo el premio Mateo Seguí Puntas de periodismo por sus columnas y sus artículos de crítica literaria, y desde el arranque del nuevo siglo ha publicado dos novelas (En algún lugar te espero y Hospital Cínico) y se ha hecho fuerte en el relato corto gracias a varios premios y a libros como Domingos buscando el mar, una obra con hermoso título que le valió el premio Café Món en 2007. Sopa de fauno, su tercer volumen de cuentos, agrupa diez narraciones que tienen en común su carácter fantástico, manifestado siempre en el contexto de una cotidianeidad aparentemente inquebrantable. Se aprecian constantes guiños al absurdo y evidentes aires cortazarianos en buena parte de sus páginas, pero esos homenajes que podrían constituir un peligro se conjuran sabiamente gracias a la pericia del autor para apropiárselos e imprimirles un inconfundible sello personal. Hay en Sopa de fauno —que cuenta con ilustraciones de Lola Castillo— un actor que se gana la vida haciendo de planta de interior, una nevera capaz de predecir el futuro, un escritor que se va inventando su propia vida a medida que ésta transcurre en el aislamiento de una cabaña extraviada en los montes o una evocación fantasmagórica de los tortuosos romances adolescentes. Y hay un enigmático libro, titulado precisamente Sopa de fauno, que aparece en el tercer relato para convertirse en el hilo conductor del resto del volumen y cuya naturaleza verdadera sólo podremos intuir en la última narración, en la que se realiza un divertido y atinado recorrido por las trastiendas ocultas del sistema literario. Diego Prado ha escrito un libro que se lee con deleite gracias al pulso con que narra sus historias y al empleo de un lenguaje que, sin ser rebuscado, acude de vez en cuando al rescate de palabras casi olvidadas que otorgan empaque al conjunto. Pero tal vez su mayor mérito radique en la facilidad con que convierte en pertinente lo inverosímil, demostrando que la vida se caracteriza, las más de las veces, por todas esas cosas que no dejan de ocurrir mientras transcurre y que jamás llegaremos a comprender del todo.

Luis Bagué Quílez. 5 capitales. Editorial Algaida.  

"En vez de plantear una suma de textos independientes, Bagué Quílez opta por desposeer de título a sus textos y encabezar las narraciones con el nombre de la ciudad en la que o bien suceden o bien hunde sus raíces el núcleo argumental."

A Luis Bagué Quílez (Palafrugell, 1978) le asiste una reputada trayectoria como poeta y ensayista. Ha ido recogiendo sus versos en títulos como Telón de sombras, Página en construcción o Paseo de la identidad, todos ellos premiados en distintos certámenes, y no hace mucho llegaba a las librerías su ensayo La Menina ante el espejo. Visita al museo 3.0, que fue oportunamente glosado en diversos foros. Además, ha estado a cargo de varias antologías y ediciones críticas, como la que llevó a cabo en torno a la poesía de Víctor Botas o la compilación Malos tiempos para la épica, alrededor de la poesía española más reciente. Nunca hasta ahora, en cambio, se había escorado hacia las aguas de la narrativa. Su primer libro de cuentos, 5 capitales, ha obtenido el premio iberoamericano de relatos Cortes de Cádiz y destaca, en primer lugar, por la originalidad de su planteamiento. En vez de plantear una suma de textos independientes, Bagué Quílez opta por desposeer de título a sus textos y encabezar las narraciones con el nombre de la ciudad en la que o bien suceden o bien hunde sus raíces el núcleo argumental. Las cinco capitales (París, Buenos Aires, Moscú, Madrid y Washington DC) dan pie a otros tantos relatos que se relacionan directamente con episodios bien conocidos de la Historia que, no obstante, se presentan debidamente camuflados para ir descubriéndose a medida que avanzan las páginas. Están en el volumen las sucias vicisitudes del último Tour de Francia ganado por Lance Armstrong, los pormenores del lienzo inconcluso del pintor argentino Antonio Berni como catarsis del horror colectivo emanado de la dictadura militar, la rivalidad ajedrecística entre Karpov y Kasparov, las casposas interioridades del 23-F y la colosal bancarrota de la multinacional Enron. Pero el narrador no trata esas cuestiones como sucesos excepcionales ni acomete subrayados que destaquen su excepcionalidad. Por el contrario, su gran acierto consiste en enfatizar la extraña normalidad, cuajada muchas veces de elementos bien vulgares, con que transcurrieron sus circunstancias agitadas, tomando casi siempre una anécdota banal para ensanchar sus límites y atrapar entre ellos todas las complejidades rutinarias que encierran sentimientos como la envidia, la lealtad o su antónimo, la traición. En esta especie de páginas ocultas de la Historia, Bagué Quílez nos recuerda cómo basta rascar un poco para descubrir que, bajo los oropeles, las miserias son siempre las mismas, y de qué modo el devenir del mundo se escribe en ocasiones con los renglones torcidos del miedo, la precipitación, la inconsciencia, la ambición más mundana o la desidia.

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