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Almudena Grandes: “La memoria ha sido el tema más importante de mi vida y de mi generación”

Almudena Grandes. Foto: Jeosm

La escritora madrileña publicó hace unos meses Los besos en el pan (Tusquets), una novela que interrumpe su serie de los Episodios de una guerra interminable. ¿Realmente ese libro es una pausa en su larga búsqueda de la memoria? Sobre eso habla la escritora en esta entrevista

Son las cinco en punto de la tarde. En una casa tapizada de libros, Almudena Grandes (Madrid, 1960) se abre camino como una fuerza de la naturaleza. Su paso los doma, los apacigua —más que reposar sobre las baldas, los volúmenes acechan—. Hay algo en la escritora que no parece cierto, aunque lo sea. Esa piel inverosímil: morena y dorada al mismo tiempo. Ese pelo azabache. Esa voz de lija con la que se podrían cortar los barrotes de la prisión más resguardada. Eso es ella. Una fuerza que sujeta, que atrae las cosas que se marchan: las palabras, la memoria, las historias. Eso es ella. La autora de las novelas totales. La hija voluntariosa de Galdós. La escritora que se empeñó en acometer ese largo proyecto de Episodios de una guerra interminable. Eso es ella. Alguien que atraviesa el pasillo como un barco o un rascacielos: inmune a cualquier viento. Alguien que sabe encajar repreguntas y que ablanda los prejuicios de quien la escucha con su voz áspera de colilla, teclado y cenicero.

Hay movimiento en este piso que mira a la madrileña plaza de Tribunal. Almudena Grandes conduce a sus visitantes a un salón acogedor. Algo en ella es cortante y cortés. Estupenda y distante al mismo tiempo. Las fotos la incomodan. Y se nota. Hace ya unos meses que publicó Los besos en el pan (Tusquets), una novela que interrumpe su larga entrega de ficción sobre la posguerra española en el siglo XX y que, al mismo tiempo, adelanta al presente —a la crisis de 2010—una derrota que, además de irresuelta, es larga: lo suficiente como para acercar a abuelos y nietos en el largo precipicio del progreso que no termina de llegar.

Esa novela coral que habla del desmantelamiento del Estado del bienestar, de la capacidad de resistir de quienes sólo pueden alimentarse de su ira, es la excusa para una conversación que debería ir mucho más atrás, lo suficiente como para husmear en los primeros recuerdos lectores de la autora —a sus diez años, Almudena Grandes hizo binomio con Ulises—; las razones que la llevaron a escribir; las mujeres que marcaron su vida y plantaron en su corazón las dudas que atizan las llamas de su obra. Porque la bibliografía de Almudena Grandes  es, a su manera, lo más parecido a una estancia donde algo espanta el frío. Ella, que coge personajes históricos y los hace andar en zapatillas por casa o los lleva a la peluquería, lo puede todo, o casi. Ella arde por sí misma. Guarece.

Cuando tenía doce años, dice Almudena Grandes, se enteró de que su abuela había visto bailar desnuda a Josephine Baker. Desde ese día, se pregunta por España, por una en la que el progreso no es una línea continua y en la que, en una misma familia, una abuela puede adelantar en modernidad y desenfado a su hija y su nieta. Acaso por las muchas mujeres que corren por sus venas, Almudena Grandes ha conseguido convertirse en fuerza de la naturaleza. Esa temperatura capaz de fundir a su paso las ideas preconcebidas y los reojos generacionales de quien la escucha. Es ella la que compite con el calor de las cinco de la tarde de un verano que castiga porque está a punto de acabar. Es ella la que habla, sin interrupciones, en esta entrevista.

-Los besos en el pan supuso una interrupción de Episodios de una guerra interminable. Sin embargo, a pesar de haber transcurrido 40 años, este libro comparte cosas con la España de la posguerra: la pobreza, la precariedad, la derrota. ¿Irónico, no le parece?

-Comparten más que eso. Los besos en el pan es un libro sobrevenido. Yo no tenía la intención de escribirlo o no pensé que lo escribiría, pero su origen está en Manolita (Las tres bodas de Doña Manolita) que es una novela sobre la España de los años del hambre. Una cosa que me sobrecogió cuando la escribía, y que llamó mucho la atención de los lectores y de los críticos, fue el paralelismo en el argumento: la precariedad, el hambre, el paro, los desahucios, una chica que se va a vivir en un piso en ruinas… La España de entonces no tiene que ver con la que cuento en Los besos en el pan, pero me impresionó, porque me di cuenta de que yo tenía una interpretación de la crisis que había forjado, creo, por ser columnista.

"Creo que aunque mi generación no pasó hambre y está lejos de los desastres de la guerra, aún tenía la memoria firme de un hambre heredada."

-¿Por ser columnista? ¿A qué se refiere exactamente?

-Los columnistas escribimos todas las semanas. No damos información, porque eso lo hacen los periodistas. Tampoco  analizamos la realidad, porque para eso están los especialistas, pero podemos aportar una mirada oblicua o encontrar detalles que no aparecen en el primer plano de la realidad. Esa obligación de mirar lo que ocurría día a día, me obligó a tener una interpretación personal de lo que era esa crisis y que está en Los besos en el pan.

-Aquella posguerra y esta crisis son por igual una derrota. No vivimos una guerra, pero nos sentimos como si hubiésemos perdido una.

-Porque así ha sido: hemos perdido una guerra. Cuando me di cuenta, y a medida que pasaba todo, pensaba en mi abuelo. Para él esto no sería una crisis, sería un contratiempo. Por eso digo que el origen de todo está en Manolita y lo que hice fue intentar explicarlo. Se me impuso la necesidad de escribirlo. Desde el principio dije que si en algún momento tenía que interrumpir la serie, lo haría. Pero en aquel momento, como nadie pensó que yo haría una serie del siglo XX, no me prestaron atención. Pero después de tres novelas, cuando estaba escribiendo la cuarta, mi decisión fue algo que llamó la atención. Si a mí me hubiera parecido que Los besos en el pan no tenía un encaje con la serie, no lo hubiese publicado. Porque es lo que tú dices de la ironía sobre los 40 años, e incluso lo que has preguntado de la guerra, porque esto no ha sido una crisis: esto ha sido una guerra. Una guerra de los poderes financieros contra la soberanía democrática y esa es la guerra que hemos perdido.

Almudena Grandes. Foto: Jeosm

-Pero, espere, vamos atrás un momento. ¿Realmente su generación hizo tal cosa como besar el pan? Puede que lo haya hecho su madre, pero… ¿usted también? ¿el hambre llegó a vosotros?

– Mis padres no besaban el pan, quizá de niños lo harían, pero no me lo enseñaron. Yo sí besé el pan, porque me enseñaron a hacerlo mis tres tías abuelas, que eran como el sanedrín de mi familia. Pasábamos parte del verano todos juntos y fue en aquellos días cuando me enseñaron a besar el pan. Lo hicieron sin ningún dramatismo. Entonces pensé que era una costumbre folclórica, como aquello que te decían cuando barrían en casa. ¿Llegaste a escucharlo? Eso de «quita los pies de ahí que si te barro, no te vas a casar». Para mí besar el pan era como eso. Cuando me hice más mayor me di cuenta de que tenía su explicación en el hambre que ellas habían pasado, pero además, de que era un gesto de celebración por el alimento. Era un gesto de respeto e incluso de gratitud, aunque aquello lo descubrí mucho después. No me lo enseñaron mis padres, ni yo se lo enseñé a mis hijos. Creo que aunque mi generación no pasó hambre y está lejos de los desastres de la guerra, aún tenía la memoria firme de un hambre heredada.

-¿Por qué lo dice?

-Porque en las casas era de lo único que se hablaba. En casa de mi familia, todo cuanto se decía, era en función del hambre de aquellos años. Era lo único que contaban y el tema siempre flotaba sobre las conversaciones. Aunque debo decir que mis tías, que se reían de sí mismas, contaban aquello con humor. Casi como una historieta. En El corazón helado cuento una anécdota que es de ellas: lo de las perdices evacuadas. En Madrid hacían una cosa de pan rellena con pimentón. Cuando preguntaban: ¿y las perdices? «Pues las han evacuado», respondían. Ese tipo de cosas eran una constante. Ese hambre heredada, esa memoria del hambre sí que ha llegado muy de cerca.

-Hay una sensación de desmantelamiento en Los besos del pan: de la sanidad pública, los restos del naufragio de la burbuja inmobiliaria. Pienso en la intemperie de El Lector de Julio Verne, pero la de Los besos en el pan es peor. Porque es un desierto que nadie esperaba.

El lector de Julio Verne cuenta la posguerra y esto, lo que vivimos, también es una posguerra. Los besos en el pan cuenta también imágenes de después de una guerra. Y hay otra cosa. Algo que, además, hermana esta novela con las otras de la serie: la crisis contada desde el punto de vista de los que resisten, que es el mismo punto de vista desde el que cuento los primeros 25 años de la dictadura: la gente que no se rinde. En el caso de Los besos en el pan la resistencia puede llegar a ese punto en el que los personajes, las personas, se conjuran con ellas mismas y dicen: yo voy a seguir aspirando a ser feliz y a seguir viviendo igual. No es tanto una lucha política o armada pero los personajes como Pepe y Diana existen, son los resistentes, los que intentan no doblarse.

-Todos sus personajes se sujetan por los afectos. Y aunque es una obviedad, a sus libros los anima un espíritu galdosiano…

-Yo diría un amor galdosiano.

"Cuando era pequeña, antes del cambio climático, en Madrid hacía mucho frío. Así que veía cómo las chicas de servir siempre iban corriendo por la calle. No iban andando, corrían."

-Justamente por eso, para usted la familia –el detalle dentro del gran tapiz- es un punto de vista, un lugar desde el cual narrar. En Los besos en el pan ¿lo es todavía más?

-Pues sí. Porque la verdadera Marca España de la que tanto le gusta hablar a Margallo son las redes de solidaridad familiares. También vecinales pero, sobre todo, familiares. Cuando se publicó El lector de Julio Verne en Alemania, en 2012 o 2013, entonces en Europa les encantaba hablar de la crisis española. Cuando ibas a presentar un libro, te preguntaban: ‘¿Y por qué en España hay paz social?’ Yo siempre les contestaba: tengo tres hermanos y hablamos todos los días. Los periodistas listos lo entendieron al instante.

-Ya pero, ¿y en España? ¿ Hay conciencia de eso?

-Creo que en España hemos conservado ese concepto de la familia amplia, mediterránea. No la familia nuclear europea. Aquí la familia es una red y, aunque puede no ocurrir siempre, es muy frecuente que en un momento de dificultad tu entorno se cierre y te sostenga. Tenemos tan pocas cosas de las que estar orgullosos los españoles, que a mí me reconforta mucho esta.

-¿Cuál es la médula de este libro: la pobreza, la desigualdad, el carácter cíclico de la derrota, el deber de contarlo? ¿Por qué decidió contarlo?

-Ya lo he dicho muchas veces, pero lo voy a repetir: mi mantra es que, cuando este libro se publicara, yo quería que se leyera como un retrato de la realidad pero también como la recuperación de una cultura de la pobreza. Una de las conclusiones a las que llegué es que aunque a los españoles no les guste escucharlo, siempre hemos sido pobres, siempre. Me explico: España ha sido un país rico durante siglos, pero los españoles han sido pobres. Partamos del hecho de que en los tiempos del imperio, el oro llegaba a Sevilla. Lo que intento decir es que los españoles sabíamos ser pobres con dignidad. La pobreza se heredaba de padres a hijos, pero se heredaba también la dignidad de vivir la pobreza no como una humillación, una culpa o una vergüenza sino como la vida. La vida de mis abuelos fue luchar contra la pobreza, era la obsesión de su generación: que sus hijos vivieran mejor que ellos. Siempre escribo a partir de una imagen tutelar que me acompaña. De pequeña, viví a una calle de aquí. De hecho, a veces pienso que le di la vuelta a Madrid para vivir en la calle paralela al lugar donde crecí, que era la calle Churruca. Cuando era pequeña, antes del cambio climático, en Madrid hacía mucho frío. Así que veía cómo las chicas de servir siempre iban corriendo por la calle. No iban andando, corrían.

-¿Por qué?               

-Porque no tenían abrigo. Recuerdo perfectamente a una chica de servir, con el uniforme azul o rosa, con una chaqueta de punto, que se sujetaban así —Almudena Grandes hace el gesto de unir la tela con las manos— y muchas veces sin medias. Vestían unas zapatillas de lona. Así iban a por el pan o a hacer algún recado.  Y  para mantener el calor, corrían en lugar de andar. Esa imagen, que contada así suena tan dramática, no era una imagen triste. Esas muchachas no estaban tristes. Ser pobres no les impedía aspirar a la felicidad.  No era un estigma, ni un mazazo, ni una vergüenza. A eso me refiero cuando hablo de la cultura de la pobreza. Aun teniendo poco, éramos ricos. Pero España se convirtió en un país muy desagradable, de pelotazos, y muy hortera. Un país donde se implantó el principio de que la felicidad era igual al consumo.

-Usted ha dicho que cuando comenzó la serie, pensó que sabía de historia de España y en realidad…

-No sabía nada —no es, ni será, la primera vez en la conversación que Almudena Grandes complete una frase inacabada-.

-A eso voy, ¿esa precariedad, esa pobreza, alcanzó nuestra capacidad de producir un relato sobre lo que ha pasado estos años?

-No lo había pensado en esos términos, pero una de las condiciones de la posguerra en España fue la pobreza. La guerra supuso un desastre sin precedentes para España. No sólo en pérdidas de vidas, que lo fue, sino también en cosechas, en alimento. Hay un dato según el cual las cifras macroeconómicas del 36 no se recuperaron hasta finales de los años 50, e incluso hasta la década de 1960. En aquel clima de terror de la posguerra, la pobreza fue de una gran ayuda. Fue útil. Cuando tú buscas someter a la población de un país entero con el terror, que fue lo que ocurrió en aquella España de los años cuarenta y cincuenta, si a esa gente para la que comer al día siguiente era la gran  preocupación y que por otra parte no tenían garantizado que pudieran alimentarse, ese miedo resultaba aplastante. Las hizo más dóciles. No siempre, claro, porque en España hubo gente muy valiente y que llevaba dentro una rabia que les permitió resistir todo esto.

-¿La rabia como alimento…?

-Sí. En El lector de Julio Verne se ve en aquellas mujeres de los cortijos que no tenían nada para comer  pero que se alimentaban de su propia ira. Yo elegí 25 años de la posguerra para acabar en el año 1964, que es un año interesante, porque el franquismo celebraba entonces los 25 años de paz. Aquel fue el lema en los pueblos, en las escuelas: «25 años de paz, 25 años de paz, 25 años de paz». Mi interés en ese período no es tanto la celebración de esa supuesta paz,  sino el hecho de que la verdadera transición comenzó en esos años, a mediados de los años sesenta.

"La literatura tiene que ver con las preguntas, no con las respuestas"

-Faltaba aún un buen trecho para tal cosa. ¿Por qué lo dice?

-Si en España no hubiesen ocurrido las cosas que ocurrieron en esa década, no se habría podido hacer lo que se hizo a mediados de los años setenta. Durante los primeros 25 años del régimen, España estaba suspendida de la nada, un país completamente aislado, que no tenía idea de lo que ocurría en el mundo, como una lámpara colgada. Pero a mediados de los años sesenta hubo muchos españoles que migraron y descubrieron que la vida podía ser de otra manera.  Empezaron a venir turistas. Los españoles de la costa y en las islas aprendieron que había gente que vivía de otra forma. Y ahí se rompió el hechizo venenoso del aislamiento en el que había permanecido España. A partir de ahí, y ahora sí voy al relato por el que me preguntabas, comenzamos a hablar del desarrollo económico. Es decir, aquella idea de ‘Esto ya no es una dictadura’. Y es muy curioso, porque Franco mató gente hasta el último momento, me refiero a diez días antes de su muerte. Pero el relato que se construye es: «25 años de muchos fusilados, mucha miseria, mucha hambre, pero llegaron los turistas y la cosa fue distinta». Se hicieron las películas del destape con Alfredo Landa, este ya era un país amable, los ingleses venían por las naranjas, el sol y los tomates y ese relato de finales del franquismo es el que consagra la transición, porque es el desarrollo económico del que se habla tanto en los sesenta: el desarrollo económico de un país miserable y que no tenía nada que ver con la  riqueza que vivimos en el siglo XX.

-Isaac Rosa asegura que la explicación que se ha dado a la crisis es el mayor ejercicio de ficción que se ha podido hacer. ¿Qué piensa usted de eso? ¿Por qué novelas como Los besos en el pan no se publicaron cuando todo iba bien?

-Es tan fácil manipular un relato de una situación, que eso hace percibir la transición española como una escena de Mary Poppins. ¿Recuerdas esa escena de la lluvia? Salen todos, los niños y Mary Poppins, vestidos de oscuro. Llevan un paraguas y en Hyde Park se encuentran a este amigo  polivalente de Mary Poppins, que igual es deshollinador como bailarín, y que dibuja con tizas de colores en el suelo. Mary Poppins coge a los niños de las manos y les dice: cerrad los ojos y saltad. Entonces llegan a un mundo de dibujos animados, donde los peces hablan, los pájaros bailan y todo es maravilloso. Eso fue lo que pasó con los españoles. Dijeron: vamos a agarrarnos todos de las manos, cerrar los ojos y saltar. Lo que antes era dictadura ya no es dictadura; ¿queréis votar? Os vais a hartar de votar. Ya veréis qué bien y qué guay… y tal. Eso coincidió con ese momento de explosión cultural: La Movida, los Juegos Olímpicos del 92 y la Expo de Sevilla. De pronto, los españoles éramos tan guapos, tan modernos, tan fantásticos. Las cosas que pasaban en España llenaban las portadas  del Times y todo era maravilloso. ¿Cuánto tiempo hizo falta para que la gente comenzara a cuestionar ese relato? Porque yo en aquella época estaba ahí. Mi primera novela, Las edades de Lulú, la escribí con casi 29 años y en 1989, 25 años después y eso que la memoria ha sido una de mis preocupaciones, no éramos capaces de verlo. No había perspectiva.

-¿Es eso una disculpa para su generación literaria?

-No. Porque los que están más lejos, ven mejor. Y eso ocurre con la literatura. Frente a otros relatos y formas de narrar como el cine, que produce retratos más superficiales pero instantáneos. A mí, que he documentado toda la dictadura de Franco, la República me ha fascinado en su representación en el cine. Hay tanta información que no está en la voluntad del director: cómo se entra en un bar, cómo se liga, cómo puede estar una mujer en un bar. Hay una cantidad de información que es tan valiosa, porque el cine capta lo instantáneo. La literatura, en cambio, necesita que los procesos históricos se sedimenten. Y te lo digo yo, que me he pasado investigando y contándolo, con una cantidad de años de diferencia con la que Galdós escribió los Episodios Nacionales, ahora he roto ese compromiso con una novela que propone un trapecio sin red.

-¿Pero cree que realmente Los besos en el pan rompe sus Episodios? ¿No le parece que, sencillamente, la adelanta; que la trae al presente?

-Sí, pero, a ver. Como este es un país tan miserable, al escribir llevo un guardaespaldas, que es la verdad histórica. En esa mochila hay muchos nombres, el trabajo de muchos historiadores que han documentado lo que afirman. Yo sin los historiadores no habría escrito lo que he escrito. Así que podrán decirme ‘tu verdad no es toda la verdad’. Sea como sea, lo que digo es cierto. Cuando escribí Los besos en el pan no tenía ninguna garantía de que cuanto escribía ahí sería reconocido por los lectores. Se han reconocido, es verdad, pero ha sido una suerte . Yo de alguna forma me he subido a un trapecio sin red. Porque no tenemos la perspectiva suficiente.

Almudena Grandes. Foto: Jeosm

A los 20 minutos de conversación, algo interrumpe la entrevista. Suena el timbre. También el teléfono. Almudena Grandes pregunta, acaso, si no estaría bien abrir la ventana.

-¿Para fumar? — pregunta quien visita.

-Sí, es verdad, fumar. Voy a buscar tabaco —dice la escritora.

El tiempo que demora en buscar el paquete de cigarrillos parece suficiente para abrir la puerta y coger el teléfono. Todo es breve, efectivo, huracanado. Bienestar contrarreloj pero sin sobresaltos. En menos de un minuto, Almudena Grandes aparece con su cajetilla de tabaco y un cenicero. Acepta fuego de quien la escucha y comienza, otra vez, una entrevista que permanece intacta, aparcada en los puntos suspensivos de un mechero.

-Cuando comenzamos a hablar colocó al historiador y el novelista en un mismo lugar. Es cierto que la mayoría de quienes escriben dicen que la literatura elabora preguntas, no respuestas. Pero usted: ¿qué piensa de ese binomio entre ficción e historia?

-La literatura tiene que ver con las preguntas, no con las respuestas, naturalmente —Almudena Grandes expulsa una columna de humo blanco—. Yo creo que eso es cierto. Pero no tiene que ver con la relación entre la literatura y la historia. Soy historiadora de formación. Pensé que me había equivocado de carrera. Pero como la vida siempre nos pone en nuestro sitio, descubrí que si no hubiera estudiado historia, probablemente, no podría escribir lo que escribo ahora. En la facultad no sólo me enseñaron a documentar y a valorar esa documentación, sino a reflexionar sobre la objetividad, algo de lo que la gente habla como una verdad absoluta, cuando no lo es. Y los historiadores lo tenemos claro. Pero yo creo que un historiador también es un narrador.

-Pero dígame, ¿novelista e historiador cómo se llevan?

-Un novelista y un historiador son como dos coches de la misma marca, que circulan a la misma velocidad, en la misma carretera, pero en direcciones opuestas. La norma de la historia es la verdad. Un historiador tiene que contar la verdad, aunque parezca mentira. La norma de la literatura es la verosimilitud. Un novelista construye un relato que tiene que parecer verdad y es mentira. Cuando me preguntan, digo: claro que los historiadores tienen imaginación, toda la documentación que poseen, cómo no van a imaginar qué habría pasado, pero la norma de su oficio les obliga a parar en las lagunas que aparecen en la documentación. En cambio un escritor rellena la laguna con ficción y sigue avanzando. Pero un novelista no escribe desde la responsabilidad absoluta.

"Este país es demasiado raro, pero se está normalizando. La furia con la que hace diez años se decía ‘dejen de escribir sobre esto, porque no le interesa a nadie’, ha pasado."

-¿Y eso qué implica?           

-Cuando se trabaja con hechos históricos, hay una responsabilidad. Pero si un escritor no se siente libre para crear o fabular nunca podrá hacer buena literatura. Pero más allá de eso: cuando se escribe un hecho histórico hay que compatibilizar esa libertad con la lealtad al hecho histórico. No se puede traicionar a un personaje histórico. Yo, que cojo personajes históricos y los hago caminar por zapatillas en casa o los llevo a la peluquería, siempre procuro ser leal a su ideología y su naturaleza. Procuro no avergonzarlos y que ellos, aunque no lean mis libros, no se avergüencen de mí.

-¿Cuál es el libro donde usted hace crack? ¿Qué se quiebra? ¿Cuándo decide convertir sus libros en un proyecto literario a la vez que moral? Le diría ideológico, pero siento que la palabra chirría…

-No chirría. Ya sé que la crítica marxista está pasada de moda, pero creo que Lukács sigue teniendo razón cuando dice que la política es una elección del autor. Un libro puede ser político o no, eso depende de la voluntad del autor. Pero, independientemente de eso, cuando se escribe, siempre se produce ideología. Escribimos desde una posición frente a la realidad, a eso me refería cuando hablaba de la objetividad. Nadie puede exigir a una persona que elabora un relato  que suspenda su idea sobre el mundo. Que deje de pensar en el bien y el mal, las cosas justas e injustas. No tiene sentido, y no se puede hacer.  Escribir es mirar al mundo. Pero de lo que se trata es de no manipular.

-No me ha contestado…¿Qué se quebró en su narrativa para llegar a Episodios de una guerra interminable?

-El tema de la memoria ha sido el tema de mi vida. El más importante de mi vida y mi generación. El gran asunto pendiente de la historia de mi generación es la memoria. Cuando yo tenía doce años, me enteré de que mi abuela había visto bailar desnuda a Josephine Baker. Es algo que puede parecer muy frívolo, pero para mí, que era una niña que iba a un colegio de monjas, en Madrid, en los años setenta, era tan inconcebible: que mi abuela, que era una señora decente, fuese ir a ver bailar a una señora desnuda, que creo que desde aquel día me estoy preguntando por este país, por lo que pasó en este país. ¿Por qué las niñas como yo, las nietas de aquellas abuelas, no podíamos creernos las verdaderas vidas de nuestras abuelas? ¿Quién nos robó esa capacidad?  Ese día me di cuenta de que el progreso no era una línea recta. Con esa fe de los niños pequeños, yo tenía clarísimo que si era más joven que mi padre, sería más moderna que ella. Y si madre era más joven que mi abuela, pues sería más moderna que ella. Y de pronto descubrí que mi abuela era la más moderna de las tres. Llevo años intentando explicarme por qué mi abuela era más moderna que mi madre y yo, por qué era la más moderna de las tres. Y si escribo es por eso, porque quiero saber por qué mi abuela era más moderna que yo.

-Tendría no pocos tropiezos. Tuvo que cumplir años para conseguirlo, supongo.

-Lo que ocurre es que ese tema, que fue constante y escurridizo, lo abordé de forma oblicua en todos mis libros. Es un tema que aparece en Malena, que aparece en Atlas, en mis cuentos, pero creo que para escribir El corazón helado, que fue la manera de agarrar de frente ese tema, tenía que tener una edad determinada y, sobre todo, una seguridad determinada. Tenía 40 años cuando comencé a escribir ese libro. Ya me sentía segura de mí misma literaria y personalmente. Esa palabra tan horrorosa que se usa tanto, tenía que sentirme lo suficientemente empoderada, pero sí: que tenía la capacidad de coger el toro por los cuernos. A partir de ahí vino todo. El corazón helado puso a prueba la absoluta ignorancia que tenía de la historia de España. Tenía unas ideas cogidas con alfileres, cuatro lugares comunes y creía que con eso iba muy bien por la vida y que podría escribir una novela sobre la guerra. Cuando leí un par de libros, como para refrescarme la memoria, descubrí para mi pasmo que no tenía ni idea. Esa es una cosa común en este país. Hay pocos países que en el siglo XX tengan una historia tan difícil de comprender. No digo convulsa, digo difícil de comprender. Los procesos en España, quizá porque íbamos a contracorriente del resto de Europa, son más complicados. Los españoles somos soberbios, pensamos que lo sabemos todo. Descubrir que yo estaba atrapada en esa soberbia me afectó mucho personalmente.

-¿En qué sentido le afectó?

-Fue, como tú dices, una quiebra. No es sólo escribir un libro sobre un tema al que le había dado muchas vueltas, sino que descubrí que no sabía nada. No sólo comencé a investigar para comprender lo que no sabía, sino entender por qué si yo pensé que lo sabía todo, en verdad no sabía nada. Eso me interesaba más que aprender. A partir del año 2002 entré en un bucle. Ahora, al menos, ya leo novelas. Pero durante diez años solo leí aquellos libros que tenían que ver con la historia de España. He revisado montones de fotos. No he visto el cine republicano, me falta cerca de un 10%, que es el que no se encuentra. He visto documentales. Todo: ficción, no ficción, biografía. Ese proceso fue como darle una toba a una interminable fila de piezas de dominó. Cada día que leía me obligaba a leer cuatro más, y cuatro más, y cuatro más, y cuatro más. Me sentí muy gozosamente atrapada esa prisión. Como dice un buen amigo, Rafa Reig, en las obsesiones se está muy calentito. Cuando uno sale de una obsesión  hace un frío que no veas –Almudena Grandes ríe, larga y fumadoramente. Es la primera vez en esta conversación que lo hace-.

-¿No siente usted que está  contando un gran relato de familia en el que no todo el mundo quiere…?

-Aparecer —dice, sin dejar un milímetro para el final de la frase, otra vez.

-Exacto.

-Sí, es probable. Hay mucha gente que vive con la pesadumbre de tener una familia que no le gusta, pero esas cosas pasan. Sin embargo, he notado cierta evolución. Este país es demasiado raro, pero se está normalizando. La furia con la que hace diez años se decía «dejen de escribir sobre esto, porque no le interesa a nadie», ha pasado. Como eso, evidentemente, era mentira, ahora hay mucha gente a la que todavía  no le gusta, pero que no es capaz de decir en voz alta que no le interesa a nadie. Estoy convencida de que este es un proceso imparable. Las manzanas se caen de los árboles. Y aunque haya cinco millones de personas soplando con todas sus fuerzas para que las manzanas no se caigan, las manzanas caen.

-¿Es cierto que su madre no quería que usted se dedicara a escribir?

-Lo que mi madre no quería es que estudiara Clásicas. Mi asignatura favorita era el latín. Era lo que más me gustaba. Cuando se lo dije, mi madre, con una intuición estupenda, me dijo: ‘No hagas Clásicas, porque de eso no podrás vivir’. Es curioso. Hubo una especie de intervención del destino. La relación con mi madre consistía en que ella decía una cosa y yo hacía la contraria. Pero aquella vez, no sé por qué, le hice caso. Ella me dijo: «Haz una carrera de chicas».

-¿De chicas?                   

– Como de cultura general. Geografía e Historia era una carrera comodín, quedabas muy bien siendo una chica, daba cierto brillo cultural. En aquella época todavía tenía sentido. Mi madre no se opuso tanto a que escribiera, sino que le parecía una excentricidad que yo estudiara Clásicas.

-Una vida entera escribiendo, pero… ¿cuál es su primer recuerdo lector?

-Mi primer recuerdo consciente, que no puede ser el primero porque ya yo sabía leer, pero podría serlo… Mi padre me leía. También mi abuelo, Manolo Grandes, uno de los hombres de mi vida y una persona importantísima para mí. Él  me leía poemas. El poema de García Lorca de Los lagartos y cosas así… Eso lo recuerdo muy bien. Incluso, el poema de Los Lagartos no puedo leerlo ni oírlo porque lloro. Es una máquina de llorar. Pero bueno, a lo que iba, mi primer recuerdo consciente fue cuando hice la primera comunión. Entonces, mi abuelo, el de Los Lagartos, me regaló una versión para niños de La Odisea, en prosa. Esa fue la primera vez que recuerdo haber leído en la primera persona del plural. Porque cuando lees un libro que te gusta, sientes que está hablado de ti. Cuando se produce esa especie de intercambio, sientes que lo que le pasa la personaje te pasa a ti También. Por eso cada vez que el libro decía Ulises, yo sentía que decía «Ulises y yo». Ulises y yo nos atamos al mástil, huíamos, atravesábamos. Todo Ulises y yo. Por eso aquel final maravilloso de la versión para niños de La Odisea, esa venganza de Ulises ha sido una de las emociones más grandes de mi vida, como si Ulises me vengara a mí también. Es difícil contarlo, pero es el libro más importante que he leído en mi vida y es mi primer recuerdo como lectora.

Karina Sainz Borgo y Almudena Grandes. Foto: Jeosm

La tarde se ha convertido en esa montaña de colillas y cenizas en el cenicero. Afuera, aunque ya son las ocho, el cielo aprieta, la calle bulle. Aquí arriba, los libros todavía acechan. La entrevista llega a su final. Almudena Grandes sigue comportándose como una fuerza de la naturaleza. Una mujer capaz de guardar una interrogante sobre la cual levantar una obra. Ese día, acaso ya lejano, en el que su abuela vio bailar a Josephine Baker todavía recorre sus palabras. Una fuerza que desata nudos y pone en marcha ese artefacto explosivo en el que se convierte la memoria cuando, quien la evoca, la lleva en el corazón… a punto de estallar.

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