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Cómo explicarte el mundo, Cris

Cómo explicarte el mundo, Cris

Reproducimos el prólogo y las primeras páginas del libro de Andrés Aberasturi Cris y AndrésEn el cual el periodista narra la relación con su hijo que nació con parálisis cerebral.

Prólogo

Cris y Andrés

Un libro como el de Andrés Aberasturi difícilmente soporta un prólogo. Más aún: añadir algo puede estropearlo, interponer un cuerpo extraño entre él y su hijo Cris. La mirada externa, sin embargo, tiene la capacidad de aportar, desde el juego que deja toda reflexión o escrito, un punto de vista que, quién sabe, importa.

Y lo que en este caso importa consiste en mostrar cómo el desnudo de Andrés no es sino para vestir a su hijo. Solo que al igual que en la dialéctica del amo y del esclavo el que acaba vestido es el mismo Andrés. Y por medio un asunto esencial: la tal vez imposible comunicación.

Comunicarse es la tarea más difícil que se nos ha encomendado. La distancia entre cada uno de nosotros es infi nita. No salimos de nuestra piel. Únicamente nos asomamos a los demás. Andrés intenta dar un salto mortal en una batalla heroica y fundirse con Cris. Su hijo no le habla. Una parálisis cerebral que le acompaña desde el nacimiento es la causa de que no le diga palabra alguna o gesto que sea posible interpretar como algo pleno de sentido.

Pero Andrés le hace hablar. A sus manos, a su silla, a sus movimientos, a su siempre implorada sonrisa, a su mutismo, Andrés les da vida. Y desde esa lucha contra el mundo se disparan las preguntas de un padre que, al final, son las de quienes habitamos este frío planeta. Se trata de esa cadena de «porqués» que no acaba nunca. Y todo ello con miedo, nuestro gemelo desde que nacemos, con culpa, carga que nos aplasta, con desesperación.

Causa ternura y dolor contemplar cómo Cris inunda toda la vida de Andrés. Y causa admiración cómo nuestro autor logra decir, con palabra dolorida, clara, contundente, atrevida y valiente, que cada uno de nosotros, de una u otra manera, somos Cris. Por cierto, Dios calla, no abre la boca y no sabemos, parece que no, si le llegan nuestras plegarias o nuestras blasfemias. Pero Andrés no calla. Se ha desdoblado, ha dicho su palabra. Y esta nos interpela, nos angustia, nos coloca junto al abismo. Solo que en este libro, excelente libro, también hay una rampa de salida. Es como si resonara Machado: «Hoy es siempre todavía».

Gracias Andrés por tu sabiduría de corazón y por tu inteligente relato.

Javier Sádaba

Advertencia

Lo que viene a continuación no me parece fácil de clasificar: ni es un diario en el sentido estricto, ni mucho menos pretende ser un ensayo; tal vez solo sea una reflexión desordenada escrita día a día donde los pasados se mezclan con el presente y no hay un hilo argumental salvo la humilde intención de dejar el testimonio real de una parte de la verdad; puede parecer en ocasiones duro, pero, para ser honesto conmigo mismo, no me puedo permitir ser complaciente.

Días antes de dar por concluida la historia que se cuenta —en realidad, no hay fin ni principio, es, por vocación, la instantánea de un tiempo—, Muñoz Molina escribía en El País un hermoso artículo lleno de dignidad bajo el título «Formas de olvido», refiriéndose a la barbarie terrorista de ETA, que concluía así:

Sesenta años es una rara edad que antes cumplían otros. Ahora que soy yo quien llega a ella me doy más cuenta de la responsabilidad cívica de contar con veracidad lo que uno ha vivido, lo que desaparecerá o se tergiversará más fácilmente si uno no lo atestigua, la atmósfera y la tonalidad y los sonidos y los olores de un tiempo, la memoria precisa de los justos y de los canallas.

Me parece esencial esta verdad y puede ser válida para justificar casi la obligación de, llegado el momento, escudriñar y dejar testimonio de una realidad —en mi caso mucho más íntima— pero que me parece necesaria por cuanto tendemos a movernos entre espejos deformantes.

Tengo sesenta y siete años, y esa es una edad que bordea ya el comienzo de la vejez —siendo generoso—. Da igual cómo se sienta uno por dentro o las poses que adopte hacia fuera. La realidad se impone y, como digo en la primera página del libro, conviene morir con todo dicho.

Hasta hoy —casi tres años después de comenzar— que cierro sin más esta especie de carta, llevamos treinta y seis años compartiendo la vida con el segundo de nuestros hijos que nació con parálisis cerebral y que siempre ha sido absolutamente dependiente. Hace dieciocho años escribí un primer libro dedicado a él, un largo poema que concluía con estos versos:

Duerme ahora, mi niño,

duerme,

porque tú eres la paz.

Duerme, gorrión inmóvil.

Duerme, ángel mío,

duerme, mi niño,

duerme,

porque tú eres la paz, hijo mío,

porque tú eres mi paz.

Nada ha cambiado en ese sentimiento; Cristóbal (Cris para nosotros) sigue siendo parte esencial de nuestras vidas y la última razón de esa paz interior que es compatible con la lucha cotidiana, con el desasosiego, con una visión del mundo que ha dejado de ser airada pero que ya no puede ni quiere seguir desenfocando la realidad. Esto es «la atmósfera y la tonalidad y los sonidos y los olores de un tiempo» —como señala Muñoz Molina—, de un tiempo que ni fue ni es fácil, ni justo, ni benéfico.

En esta reflexión no hay fechas porque todo es un presente continuo. Tampoco hay más correcciones en su redacción que las puramente ortográficas y soy consciente de las frases inacabadas, de las repeticiones excesivas de algunas expresiones, del aparente caos de la escritura y, en fin, de todas las imperfecciones que objetivamente pueda tener como texto literario. También de los excesos. Pero así lo escribí porque así se fueron sucediendo los días y las cosas, los presentes y los recuerdos y creo que respetar el original tal cual fue es un ejercicio de sinceridad, sobre todo conmigo mismo.

Han sido casi tres años de dudas porque sé que esto, lo que sea este libro, no es fácil de asimilar y carece tal vez —yo no lo creo— de un mensaje positivo. Pero cuento la verdad —mi verdad— de una relación narrada sin adornos no para tranquilizar a nadie, sino más bien como un grito callado y humilde —y, para mí, necesario— con el que alguien, no lo sé, pueda sentirse de alguna forma identificado.

Quedan, pues, advertidos.

 

EL MUNDO

¿Cómo explicarte el mundo, Cris? ¿Cómo explicártelo? No me refi ero a los grandes problemas del planeta, a la pavorosa injusticia social, al horror de las guerras, los niños que se mueren de hambre entre la indiferencia y el olvido de todos, las grandes migraciones de seres humanos en busca de paraísos que no existen. Hablo de nuestro mundo pequeñito, del mundo al que llegaste como una sacudida aquel día 10 de enero del ochenta. ¿Cómo explicártelo, Cris? ¿Cómo desentrañar para ti, con tan solo palabras, este entramado absurdo, abrumador, contradictorio? ¿Cómo desmadejar a estas alturas los misterios y las contradicciones, la angustia que es el telón de fondo de esta tierra que habitas sin haberlo elegido, esta tierra que palpita contigo y a la vez te resulta tan brutalmente ajena? ¿Cómo explicarte la vida, Cris, esa permanente agitación convulsa en la que participas tan de lleno y que sin embargo ignoras, ausente en una parte y presente en otra? No entiendo muy bien por qué este intento inútil, sin sentido. Escribo —y es justo decirlo— después de una cadena negra de desgarros, amortiguado el corazón, adormecido —que no muerto— mientras la razón intenta poner luz en los rincones más oscuros de nuestra breve historia. Escribo no sé si para tratar de explicarte el mundo que habitamos o es esta sucesión de dudas y derrumbamientos, esta necesidad de romper de una vez tantos espejos deformantes que nos hemos ido construyendo hasta llegar a aceptar, con una sencillez obligada y en la que no creo, lo que moralmente resultaría inaceptable. Tal vez todo esto no sea más que un intento para purifi car mi propia miseria, mi vulnerabilidad, una catarsis que me ayude a contar la realidad tal cual fue, la realidad que es, la de hoy, la de antes, la que nos queda aún y que no puede ser mucha para ninguno de los dos, hijo. Quizás empiezo a escribir esta memoria o carta o testamento porque creo que es preciso morir con todo dicho y ya va siendo urgente comenzar y concluir esta tarea.

 

LA VEJEZ

Me estoy haciendo viejo, hijo, y la vejez es muchas veces un territorio que se hace cada vez más inhóspito, en el que se van desmoronando los recuerdos hasta dejarte solo frente al presente, contra el presente que se deshilvana, que se va destruyendo pedazo a pedazo sin estrépito hasta que te aleja de todo aquello que has amado y que es lo único que al fin justifica una vida, hasta que levanta un muro atroz entre tú y el pasado y termina recluyéndote en ese gueto de soledad y silencio en el que solo se vive el instante que se vive, solo ese, solo ese sin más, sin nada más que ese segundo que te conecta con la realidad y te abandona en el segundo siguiente y el anterior ha dejado de existir.

Los últimos meses de tu abuela los reduje en unos pocos versos que aún hoy se me revuelven:

Su tiempo final

fue solo un laberinto de cables y gusanos,

un pánico infantil,

una demencia oscura.

A veces la vejez

es una casa llena de horror y desamparo

una soledad que habitan los fantasmas.

(Descolgada

por detrás de sus ojos

estaba la locura).

Al final solo está la muerte, la muerte desde el principio ahí, esperando.

Creo que no la temo, Cris; ni a la mía ni a la tuya. O al menos eso es lo que quiero pensar, para eso me llevo preparando meticulosamente desde hace algunos años; pero no lo sé, no sé si ese proceso de aceptación servirá realmente para algo. Y las dos, tu muerte y la mía, se van acercando cada día y tal vez sean parecidas. No lo sé.

Porque cada vez sé menos, cada vez son más las incertidumbres, las dudas. El hombre regresa a su interior siempre lleno de respuestas que luego no sirven para nada. El camino que uno anda no va a ninguna parte y los paisajes son solo decorados que se montan y se queman y se vuelven a montar; cartón piedra y mentiras para justificar esta tarea incoherente que es vivir.

Los otros; están los otros, claro, los que sufren, los oprimidos, los buenos. Los otros no son el infierno; Sartre se hartó de explicar esta afirmación lejos del frívolo reduccionismo con que pasó a los libros de citas: los otros son en el fondo aquello que hay más importante en nosotros mismos para nuestra propia conciencia de nosotros mismos, es decir para la imagen que nosotros tenemos de nosotros mismos y del mundo.

Pero no es este el momento para semejantes cavilaciones. Decía que no, que el infierno no eran los otros y merece la pena luchar por las víctimas de este mundo injusto sin esperar nada a cambio, al margen de dioses y promesas, de paraísos, de agradecimientos inútiles y vacíos.

LOS OTROS

A veces pienso, Cris —y debe ser cierto—, que eres un privilegiado pese a todo. Y esa idea, que acepto, me llena de estupor y de rabia. No sé si de odio porque según pasan los años me hago más radical pero a la vez más tolerante. En casi la vejez ya no hay razones para engañarse, para asomarse a un espejo y negar la realidad de este hombre cansado y final que te mira de frente y que no quiere ya seguir mintiéndose.

Es un disparate pensar en ti como un privilegiado y, sin embargo, debe ser cierto.

Lo es.

Si de verdad tuviera que explicarte el mundo, todo podría reducirse a una palabra: infamia («Descrédito, deshonra. Maldad o vileza en cualquier línea»). Y, pese a todo, me has visto sonreír, buscar la paz, vivir como si todo, incluida la intervención del hombre en el mundo, resultara gratificante y tranquilizadora. Y no te he engañado. Lo malo es la distancia, la Historia con mayúscula; el desastre comienza cuando te alejas un poco de tu entorno de confort y tomas conciencia de todas las barbaries, del silencio de los pobres y la impunidad de los poderosos. Vivimos en un mundo infame, inaceptable aunque lo admitamos, radicalmente injusto. Todo esto tendría que explicártelo más profundamente, ahondar en esta visión y mis razones, pero esto no pretende ser un ensayo, sino solo una carta sencilla, el diario sentimental de las vidas que crecen a tu alrededor y que sufren, aman, ríen, sueñan y se contradicen cada minuto y se asombran aún de este absurdo general que es la vida. Y vuelvo a ti, elegido entre los elegidos, cara y cruz de este mundo dual.

Porque lo que parece un disparate —y realmente lo es— se hace verdad doliente e injusta: pese a todo, hijo, eres un privilegiado si te comparas con millones de hijos, tan hijos de otros como tú lo eres mío, y que sufren hasta lo increíble, hasta límites que nos deberían llenar de horror y de vergüenza mientras yo reclamo para ti derechos, medicinas, cuidados que aminoren cualquier sombra de dolor. Pero están ellos, tan inocentes como tú, careciendo de todo. Mueren de hambre, de sed, de olvido, de guerras.

Hay tanto horror en sus ojos sin odio, hay tanto vacío de esperanza, da igual. Tienes derecho y toda la atención que te mereces es justa y necesaria.

(Pero también lo es la de los otros).

Portada Cómo explicarte el mundo, CrisSinopsis de Cómo explicarte el mundo, Cris: El periodista Andrés Aberasturi presenta su nuevo libro Cómo explicarte el mundo, Cris, un testimonio de la vida junto a su hijo Cristóbal, que nació con parálisis cerebral hace más de treinta años. 

Aberasturi, autor de las páginas honestas y sin adornos que publica ahora La Esfera de los libros, pretende dejar testimonio de una parte de su verdad, la considera esencial para combatir el desasosiego. «Andrés hace hablar a Cris. A sus manos, a su silla, a sus movimientos, a su siempre implorada sonrisa, a su mutismo, Andrés les da vida», como bien explica Javier Sádaba en el prólogo.

Autor: Andrés Aberasturi . Título: Cómo explicarte el mundo, Cris. Editorial: La Esfera de libros. Edición: Papel y kindle

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