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10 microcuentos que parecen macro

10 microcuentos que parecen macro

El lenguaje es una cápsula. En numerosas ocasiones, su volumen no se corresponde necesariamente con la fuerza que genera su impacto. Hoy, en Zenda, os proponemos 10 microcuentos, escritos por algunos de los más virtuosos domadores del lenguaje de la historia de la literatura, que encapsulan en una superficie mínima un latigazo inmenso. 

Aprender a morir, un cuento de Michel de Montaigne

Con frecuencia, nuestros órganos judiciales envían a ejecutar a los criminales al lugar donde se cometió el crimen. Durante el camino, se pasea al reo por casas hermosas y se les ofrecen banquetes. ¿Acaso crees que son capaces de disfrutarlo? La intención final del viaje —que no dejan de tener ante los ojos— les altera y embota el gusto para todos estos placeres.

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Ciertos pescadores sacaron del fondo una botella, un cuento de Wisława Szymborska

Ciertos pescadores sacaron del fondo una botella.

Había en la botella un papel, y en el papel estas palabras: “¡Socorro!, estoy aquí. El océano me arrojó a una isla desierta. Estoy en la orilla y espero ayuda. ¡Dense prisa. Estoy aquí!”

—No tiene fecha. Seguramente es ya demasiado tarde. La botella pudo haber flotado mucho tiempo —dijo el pescador primero.

—Y el lugar no está indicado. Ni siquiera se sabe en qué océano —dijo el pescador segundo.

—Ni demasiado tarde ni demasiado lejos. La isla “Aquí” está en todos lados —dijo el pescador tercero.

El ambiente se volvió incómodo, cayó el silencio. Las verdades generales tienen ese problema.

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El gesto de la muerte, un cuento de Jean Cocteau

Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

—Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

—No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.

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El artista, un cuento de Oscar Wilde

Una tarde le vino al alma el deseo de dar forma a una imagen del “Placer que se posa un instante”. Y se fue por el mundo a buscar bronce, pues solo el bronce podía concebir su obra.

Pero había desaparecido el bronce del mundo entero; en parte alguna del mundo entero podía encontrarse bronce, salvo el bronce de la imagen del “Dolor que dura para siempre”.

Era él quien había forjado esta imagen con sus propias manos, y la había puesto sobre la tumba de lo único que había amado en la vida. Sobre la tumba de lo que más había amado en la vida, y había muerto, había puesto esta imagen hechura suya, como prenda y señal del amor humano que no muere nunca, y como símbolo del dolor humano que dura para siempre. Y en el mundo entero no había más bronce que el bronce de esta imagen.

Y tomó la imagen que había formado y la puso en un gran horno y se la entregó al fuego.

Y con el bronce de la imagen del “Dolor que dura para siempre” esculpió una imagen del “Placer que se posa un instante”.

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Aviso, un cuento de Ernest Hemingway

Vendo zapatos de bebé, sin usar.

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La joven del abrigo largo, un cuento de Vicente Huidobro

Cruza todos los días la plaza en el mismo sentido.

Es hermosa. Ni alta ni baja, tal vez un poco gruesa. Grandes ojos, nariz regular, boca madura que azucara el aire y no quiere caer de la rama.

Sin embargo, tiene un gesto amargado y siempre lleva un abrigo largo y suelto. Aunque haga un calor excepcional. Esta prenda no cae jamás de su cuerpo. Invierno y verano, más grueso o más delgado, siempre el sobretodo como escondiendo algo. ¿Es que ella es tímida? ¿Es que tiene vergüenza de tanta calle inútil?

¿Ese abrigo es la fortaleza de un secreto sentimiento de inferioridad? No sería nada raro. Por eso tiene un estilo arquitectónico que no sabría definir, pero que, seguramente, cualquier arquitecto conoce.

Tal vez tiene el talle muy alto o muy bajo, o no tiene cintura. Tal vez quiere ocultar un embarazo, pero es un embarazo demasiado largo, de algunos años. O será para sentirse más sola o para que todas sus células puedan pensar mejor. Saborea un recuerdo dentro de ese claustro lejos del mundo.

Acaso quiere sólo ocultar que su padre cometió un crimen cuando ella tenía quince años.

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El entierro de Henri Christophe, un cuento de Alejo Carpentier

El gobernador entreabrió la hamaca para contemplar el rostro de Su Majestad. De una cuchillada cercenó uno de sus dedos meñiques, entregándolo a la reina, que lo guardó en el escote, sintiendo cómo descendía hasta su vientre, con fría retorcedura de gusano. Después, obedeciendo a una orden, los pajes colocaron el cadáver sobre el montón de argamasa, en el que empezó a hundirse lentamente, de espaldas, como halado por manos viscosas. El cadáver se había arqueado un poco en la subida, al haber sido recogido, tibio aún, por los servidores. Por ello desaparecieron primero su vientre y sus muslos. Los brazos y las botas siguieron flotando, como indecisos, en la grisura movediza de la mezcla. Luego solo quedó el rostro, soportado por el dosel del bicornio, atravesado de oreja a oreja. Temiendo que el mortero se endureciera sin haber sorbido totalmente la cabeza, el gobernador apoyó su mano en la frente del rey, para hundirla más pronto, con gesto de quien toma la temperatura a un enfermo. Por fin, se cerró la argamasa sobre los ojos de Henri Christophe, que proseguía, ahora, su lento viaje en descenso, en la entraña misma de una humedad que se iba haciendo menos envolvente. Al fin, el cadáver se detuvo, hecho uno con la piedra que lo apresaba. Después de haber escogido su propia muerte, Henri Christophe ignoraría la podredumbre de su carne confundida con la materia misma de la fortaleza, inscrita dentro de su arquitectura, integrada con su cuerpo haldado de contrafuerte. La Montaña del Gorro del Obispo, toda entera, se había transformado en le mausoleo del primer rey de Haití.

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Una historia quebrada, un cuento de Paul Valéry

El rey ordenó: (Te condeno a morir, pero a morir como Xios y no como Tú) que Xios fuera llevado a un país enteramente distinto. Cambiado su nombre, artísticamente mutilados sus rasgos. La gente del país obligada a crearle un pasado, una familia, talentos muy diversos de los suyos.

Si recordaba algo de su vida anterior, lo rebatían, le decían que estaba loco, etcétera…

Le habían preparado una familia, mujer e hijos que se daban por suyos.

En fin, todo le decía que era el que no era.

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Los chinos corteses, un cuento de Bertolt Brecht

Con su habitual cortesía, los chinos rindieron a su gran sabio Lao-Tse el mayor homenaje que ha tributado pueblo alguno a sus maestros, inventando la siguiente historia: Desde su juventud había instruido Lao-Tse a los chinos en el arte de vivir, y de viejo abandonó el país porque la insensatez cada vez mayor de la gente le hacía difícil la vida. Puesto ante la alternativa de soportar la irracionalidad colectiva o de hacer algo contra ella, abandonó el país. Al llegar a la frontera le salió al paso un funcionario de aduanas y le pidió que escribiera sus doctrinas para él, el aduanero; y Lao-Tse, por miedo a parecer descortés, complació su deseo. Anotó las experiencias de su vida en un breve libro destinado al aduanero, y solo cuando lo hubo concluido abandonó su tierra natal. Con esta leyenda explican los chinos el surgimiento del libro Tao-te-king, cuyas doctrinas rigen hasta hoy sus vidas.

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La pagoda de Babel, un cuento de G.K. Chesterton

Ese cuento del agujero en el suelo, que baja quién sabe hasta dónde, siempre me ha fascinado. Ahora es una leyenda musulmana; pero no me asombraría que fuera anterior a Mahoma. Trata del sultán Aladino; no el de la lámpara, por supuesto, pero también relacionado con genios o con gigantes. Dicen que ordenó a los gigantes que le erigieran una especie de pagoda, que subiera y subiera hasta sobrepasar las estrellas. Algo como la Torre de Babel. Pero los arquitectos de la Torre de Babel eran gente doméstica y modesta, como ratones, comparada con Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo. Aladino quería una torre que rebasara el cielo, y se elevara encima y siguiera elevándose para siempre. Y Dios la fulminó, y la hundió en la tierra abriendo interminablemente un agujero, hasta que hizo un pozo sin fondo, como era la torre sin techo. Y por esa invertida torre de oscuridad, el alma del soberbio Sultán se desmorona para siempre.

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