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5 poemas de Sharon Olds

Sharon Olds es una poeta nacida en San Francisco en 1942. Considerada como una de las voces más destacadas de la poesía norteamericana contemporánea, obtuvo el Premio Pulitzer por su libro El salto del ciervo (2013) y el National Book Critics Circle Award. Su poesía es conocida por su estilo libre y personal, accesible y directo, preciso y versátil, con el que aborda temas cotidianos o profundiza en otros como la muerte, la familia y el amor. Asistió a la Universidad de Stanford y se graduó en la de Columbia en 1972. Tenía treinta y siete años cuando publicó, en 1980, su primer libro de poemas, Satán dice (Ediciones Igitur, 2001), que la convirtió en una de las figuras centrales de la poesía estadounidense contemporánea. Después publicó El padre (Bartleby Editores, 2004), Los muertos y los vivos (Bartleby Editores, 2006), La célula de oro (Bartleby Editores, 2016) o El salto del ciervo (Ediciones Igitur, 2018). En argentina se ha publicado la antología La materia de este mundo (Gog & Magog, 2015) y La habitación sin barrer (Gog & Magog, 2019).

***

ACUSACIÓN DE OFICIALES DE ALTO RANGO

En el zaguán arriba de del hueco de las escaleras
mi hermana y yo nos encontrábamos de noche,
ojos y pelo oscuro, los cuerpos
como gemelos en la oscuridad. No hablábamos
de los dos que nos habían llevado allí, como generales,
por sus propios motivos. Nos sentábamos compañeras
en la guerra fría, su cuerpo vivo la prueba de
mi cuerpo vivo, de espaldas al leve
cráter de obús de las escaleras, por donde
tendríamos que bajar, sin saber
más que lo que habíamos aprendido allí,
así que ahora
cuando pienso en mi hermana, las suturas
y las marcas de las golpizas de su doctor esposo,
y las cicatrices de las operaciones, siento la
ira de un soldado parado sobre el cuerpo de
alguien a quien mandaron al frente de batalla
sin entrenamiento
ni arma.

***

LA PROMESA

Con el segundo trago, en el restaurant,
tomados de la mano sobre la mesa vacía,
hablamos de eso otra vez, renovamos nuestra promesa
de matarnos el uno al otro. Estás tomando gin,
el enhebro azul noche
se disuelve en tu cuerpo, yo tomo Fumé,
mastico su tierra fragante y ahumada, estamos
recibiendo tierra, ya somos en parte polvo,
y donde sea que estemos, estamos también en nuestra
cama, encajados, desnudos, a lo largo uno del otro,
cercanos, embriagados
después del amor, entrando y
saliendo del borde de la conciencia,
nuestros cuerpos felices, entrelazados. Tu mano
se tensa sobre la mesa. Te da miedo
que me acobarde. Lo que no quieres
es agonizar en una cama de hospital por un año
después de un infarto, incapaz
de pensar o de morir, no quieres
que te aten a una silla como a tu impecable abuela,
profiriendo insultos. El cuarto en penumbras
a nuestro alrededor,
globos de marfil, cortinas rosadas
ceñidas por la cintura —y afuera
un anochecer de verano tan leve,
alto, luminoso. Te digo que no me
conoces si creer que no te
mataré. Piensa en cómo hemos flotado juntos,
mirándonos a los ojos, pezón contra pezón,
sexo sobre sexo, las mitades de una criatura
resurgiendo hasta el borde de la materia
y sobrepasándola —me conoces de la brillante
sala de partos salpicada de sangre, si un león
te tuviera entre sus dientes yo lo atacaría, si las sogas
que ataran tu alma fueran tus propias muñecas, yo las cortaría.

***

ÚLTIMA HORA

En medio de la noche, me hice una cama
en el piso, alineándola fielmente a mi madre,
la cabecera hacia las colinas, los pies hacia la Bahía donde
los pájaros vadean para buscar moluscos —me acosté,
y el primer cascabel de la muerte sonó
con su autoridad del desierto. Ella tenía ese aspecto de
niño cantor en un ventarrón,
pero su cara se había vuelto más material,
como si los tejidos, almacenados con su vida,
estuvieran siendo reemplazados desde algún abastecimiento general
de jaleas y resinas. Su cuerpo la respiraba,
crujidos y chasquidos de mucosidad, y después
ella no respiraba. A veces parecía
que no era mi madre, como si hubiera sido sustituida
por un ser más adecuado a esa tarea,
una criatura más simple y más calma, y sin embargo
saturada del anhelo de mi madre.
La palma de mi mano le rodeaba la coronilla
donde latía su corazón feroz, la otra mano sobre su
hombro pequeño, me mantuve a la par de ella,
y entonces empezó a apurarse,
a adelantarse, después se quedó quieta y su
lengua, manchada como motas de maná,
se levantó, y un jadeo se formó en su boca,
como si lo hubieran forzado a entrar, después la calma. Después otro
suspiro, como de alivio, y después
la paz. Esto siguió por un rato, como si ella estuviera
expresando, sin apuro,
sus sentimientos sobre este lugar, su tierra
y apesadumbrada conclusión, y después, contra
la palma de mi mano en su cabeza, el regalo de no
sufrir, ningún latido;
por momentos, sus latidos parecían curvarse—
y después sentí que ella no estaba allí,
sentí como si ella siempre hubiera querido
escaparse y ahora se hubiera escapado.
Entonces se transformó,
despacio, en una cosa de hueso,
que marcaba el lugar donde ella había estado.

***

CUANDO MI HIJO ESTÁ ENFERMO

Cuando mi hijo está tan enfermo que se duerme
a mitad del día, la cabeza pequeña, ovalada
y dura con tanto dolor que
prefiere olvidar la conciencia como
alguien que cuelga de una cuerda en llamas
dejando ir su vida, me siento y
apenas respiro. Pienso en la
piel medio líquida de sus labios,
inflamada y mellada con ranuras rojas como
fisuras en la corteza de un volcán, desde
donde se puede ver el fuego. Aunque estoy
al otro lado del pasillo, veo los
bultos frenéticos de sus globos oculares tirando
de los párpados verdosos, sus sienes
rojas y agrias de dolor, su piel
como oro pálido, como mantequilla fría que luego
cambia un poco a mantequilla rancia hasta que
le salen pecas que se pueden extender, islas negras
y pequeñas de moho, duerme el sueño
terrible del enfermo, su corazón esforzado
que late como un conducto en su cuerpo, como un
zapato golpea las barras de acero cuando
alguien quiere que lo dejen salir, me
siento, me siento muy quieta, estoy en las
afueras del mundo, en el límite descubierto
cuando se supo que era plano; el borde desgarrado,
grueso y de barro negro, los vasos y las
venas y los tendones que cuelgan
en suspenso,
cuando mi hijo está enfermo me siento en el borde de
la nada y me cuelgan las piernas
y a veces dejo caer un zapato
para entregarle algo.

***

EL PUJO

De una hora a la otra, él va cambiando,
perdiendo alguna antigua habilidad.
Con las rodillas dobladas, el cuerpo de color hojalata
y el pelo negro y gris engrasado
como para un ritual, de cabeza,
mi padre avanza, hora tras hora,
hacia la muerte. Y siento cada centímetro suyo
atravesándome, igual que cada hijo
que bajó lentamente por mi cuerpo,
como si yo fuese Dios y sintiera los ríos
pujar en mí, la presión de la tierra, el universo
mismo acarreado simple y sólidamente,
pasando a través de mi cuerpo como pasa una servilleta
a través de un aro—
como si mi padre pudiera vivir y morir
a salvo dentro de mí.

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