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Vibro, luego existo

Vibro, luego existo

Llevaba días rondándome una frase que me recordaba una amistad lejana que hoy ya no perdura, pero que, como todas las amistades, tuvo su momento y creció a lo largo de los años como crece un organismo vivo, si quitamos la reproducción de en medio: nació, prosperó y murió. La frase, como digo, venía puesta en boca del tío de este amigo y se la soltó de sopetón una tarde de canícula entre un carajillo y una palomilla, esos brebajes de bar de serrín, nicotina y tapas encurtidas frente a la barra donde hoy no pueden acodarse ya los lugareños por culpa del bicho insolente. El caso es que el tío de mi amigo apuró el carajillo con un golpe de muñeca y, mientras alzaba el índice para pedirle al camarero esa palomilla que le refrescara la tirantez cálida del café con brandy, le preguntó a su sobrino: “Paquito, ¿qué es para ti la música?” Este amigo jamás me explicó lo que le respondió a su tío aquella lejana tarde de verano. Su fuerte no era la elocuencia, ni mucho menos la introspección. Lo suyo era un apasionamiento musical en toda regla, una entrega sin remisión a ese mundo que no supo poner en palabras, ni tan siquiera para responder a una pregunta en la que va implícito el sentido de la vida. De preguntárselo hoy tampoco hubiera podido ofrecer respuesta alguna, y no precisamente por su legendaria torpeza verbal.

No hubiera querido saber, pero he sabido que Paquito sufrió el azote de esta plaga infecta que nos obliga a embozarnos, a escrutar el mundo con el ceño fruncido por la sospecha y a renunciar a los gestos cotidianos que hemos descubierto que son la vida misma, no el traje epidérmico que la decoraba. Seguimos aquí, pero nos hemos visto expulsados del hogar que construían las caricias, los besos, los abrazos, los momentos compartidos con la inconsciencia que produce considerarlos inagotables y con la soberbia que conlleva considerarnos eternos a nosotros mismos. La situación trae a la memoria aquel hermoso cuento de Julio Cortázar, Casa tomada, en el que se narran las angustias de los últimos descendientes de una estirpe cuando sienten como poco a poco una amenaza invisible se va apoderando de las estancias de la mansión familiar en la que veían pasar sus días aciagos, hasta que, con la misma invisible aceptación, son impelidos a traspasar el zaguán para acabar en la calle que les viera nacer, sin posibilidad de retorno al hogar de sus ancestros, al centro mismo de la vida que ocuparon las generaciones que los precedieron.

"El sonido de unos pasos en la gravilla, como cantaba Radio Futura, también es música. Lo perdurable, he ahí la cuestión"

El virus no nos confina en nuestras casas, como pudiera parecer en un principio, pues hemos descubierto que la existencia no tiene sentido intramuros. Somos animales sociales y encontramos el sentido de la vida en el trato con el otro, extramuros. Mirando de reojo el cataclismo en el que andamos inmersos, me llega de nuevo la pregunta que el sobrino no supo responder al tío de voz cazallera: “Paquito, ¿qué es para ti la música?”.

Ramón Andrés acaba de publicar Filosofía y consuelo de la música, un tratado de más de mil páginas a propósito de la historia del “pensar transformado en música”, de los presocráticos a la Ilustración. El volumen arranca con un epígrafe de Elias Canetti en el que se dice que “la música es el mayor consuelo por el hecho mismo de que no crea palabras nuevas”, pero sí perdura desde los antiguos griegos como un recurso pnemotécnico contra el olvido, pues se trata de una expresión más antigua que la literatura. El arrullo de una madre a su bebé, el lamento de ese bebé hecho adulto tras la muerte de su madre, ahí había música. Andrés habla de que la música está en el cimiento de las cosmogonías más elaboradas y decisivas; las promueve, las argumenta y acompaña (…). El oído no sucumbe a las tinieblas como lo hace la vista; tampoco la noche le impide recoger la sonoridad de un mundo que durante el día ha sido conjetura y, llegada la oscuridad, se vuelve revelación”.

El sonido de unos pasos en la gravilla, como cantaba Radio Futura, también es música. Lo perdurable, he ahí la cuestión. Erraban George Gershwin y su hermano Ira al imaginar lo perdurable. En la última de sus composiciones antes de abandonar su existencia terrena —sigue perdurando en la vida de la fama, como propuso Jorge Manrique en sus Coplas—, el malogrado George dio las directrices pertinentes para dotar de letra a “Love Is Here To Stay”, la canción insignia del film The Goldwyn Follies (1938). Fue la última composición musical que George Gershwin completó antes de su muerte el 11 de julio de 1937. Ira Gershwin escribió la letra después de la muerte de George como tributo a su hermano, lo que no le supuso demasiada dificultad, dado que tanto Ira como el pianista Oscar Levant habían escuchado antes de su muerte una idea muy clara de lo que deseaba transmitir el compositor de Rhapsody in Blue. Cuando se necesitaba un verso, Ira y Levant recordaron lo que George tenía en mente. Más tarde, Vernon Duke reconstruyó la música del verso al comienzo de la canción, ese mismo que muchos intérpretes se saltan para ir directos al corazón que da título a la composición. Pero antes, el narrador reflexiona sobre el tiempo con el que le ha tocado lidiar, y no es tan distinto al de nuestros días: “Cuanto más leo los periódicos menos comprendo / el mundo y todas sus nimiedades, el modo en que todo finalizará, / pues nada parece perdurar. Pero eso no nos concierne. / Tenemos algo permanente: / me refiero a la forma que tenemos de cuidarnos.” Luego llega el verso que hizo famoso Gene Kelly en An American in Paris (1951) al bailarle a Leslie Caron aquel “It’s very clear, our love is here to  stay”.

"Y que zurzan a Descartes. El lema debiera ser Vibro, luego existo"

Las evidencias demuestran que es tan sólo una forma de hablar, pero necesaria para que no se dé al traste con todo en asuntos del corazón a las primeras de cambio. Es obligado que exista esa ilusión de amor más allá de la muerte, como quería Quevedo, y que perdure más que otras modas pasajeras. Sin caer en cinismos, habrá que constatar que no estaba tan claro que “The radio and the telephone and the movies that we know / may just be passing fancies and in time may go!” Ya ven, ahí siguen la radio, el teléfono, las películas clásicas, perdurando con insolencia frente a lo que se presagiaba como modas pasajeras. Contradiciendo la canción, está muy claro (“It’s very clear…”) que los que vienen y van son los amores, pero ese ya es otro cantar, el mismo que le hará escribir a Joan Margarit el verso “Qué triste suena Gershwin sin poder abrazarte” (del poema “Embraceable You”, en Los motivos del lobo, 1993).

Mi amigo Paquito nada sabía de esto. Tampoco su tío. Porque ¿quién sabe de verdad qué es la música? Ramón Andrés trata de dar respuesta a este imposible en forma de aforismo cuando escribe que “la música es una manera de pensar el aire, un modo de aprender la vibración que la atmósfera deja en el oído”. No le falta razón, pero debe haber algo más. Si convenimos que, en efecto, la música es un modo de captar la vibración del entorno, dado que el cuerpo funciona como un resonador por simpatía, entonces tal vez haya un modo de apropiarse de la música del mundo. Se sabe que un la vibra en el diapasón 440 veces por segundo o ciclo, aunque el paso de los años ha venido elevando la altura de la nota desde aquellos 415 ciclos con los que un la vibraba en la música antigua, es decir, casi un semitono más bajo que los 445 ciclos con los que se afina esa misma nota en la actualidad. Todo es cuestión de convención, como vemos. Así, la lista de lo que vibra a nuestro alrededor puede ser larga, y personalísima la afectación orgánica que esas vibraciones transmitan en cada uno de nosotros. Si la filósofa y experta en rupturas Claire Marin dice que “correr el riesgo de vivir es apostar por las alegrías posibles”, cabría parafrasearla y afinar la frase a nuestro antojo para acabar observando que correr el riesgo de vivir es apostar por las vibraciones posibles. Que cada cual añada en los puntos suspensivos que siguen las propias. Y que zurzan a Descartes. El lema debiera ser Vibro, luego existo. Tampoco tiremos la toalla, que a lo mejor Quevedo y Gershwin acaban llevando razón y lo único que ocurre es que las modas pasajeras de la canción se están eternizando un poco. En cualquier caso, lo recomendable siempre es vibrar, y robar de paso algún beso en el camino…

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Autor: Ramón Andrés. Título: Filosofía y consuelo de la música. Editorial: Acantilado. Venta: Todostuslibros y Amazon

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