Incluso los libros malos son libros y, por lo tanto, sagrados (cita que encabeza la obra)
Pues la poesía viene del cielo, los vates, dicen, tienen como musa tutora a Urania. De ella sabemos, ¡ay!, que ya no corretea cual solía con sus ocho hermanas por las laderas del sagrado Helicón, sino que ha recalado en la isla de Mallorca, en pos de su favorito, del que no consiente en separarse, al que no puede dejar de celar.
Emilio Arnao, ¿habrá quien no lo haya adivinado?, es su nombre. Apenas dedicaremos un párrafo a glosar su peripecia vital, harto conocida por otra parte. Sólo un apunte de actualidad: crípticos comentarios que llegan de Estocolmo intuyen, tras la displicencia de Bob Dylan en aceptar el Nobel, el reconocimiento de una injusticia. Hay, bien lo sabemos, quien lo merece más.
La obra de Arnao toca todos los registros —novela, ensayo, poesía— sin por ello renunciar a la unidad formal. Tan es así que con frecuencia uno no sabe a qué género corresponde lo que está leyendo, si es prosa o verso; o siquiera a qué sistema idiomático pertenece, pues las fútiles reglas de la gramática quedan amplia y justificadamente sobrepasadas en el torrente de la creatividad. En cuanto al estilo, ha limado tanto su pureza que evita todo lo que no sea juntar palabras inconexas; de manera que el lector, sometido a un frenesí intelectual inigualable, alcanza la beatitud encontrando el sentido a todo gracias a no encontrárselo a nada.
De su producción —cerca de una docena de títulos— no hay restos en las librerías, señal inequívoca de la voracidad de sus lectores. Hemos conseguido este ejemplar del poemario Once rocas contra mí en dura disputa con un caniche que lo tenía entre los dientes, y desde entonces es libro de cabecera que acompaña en las noches de insomnio hasta que dejan de serlo.



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