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Mis nuevos vecinos

Llevo un tiempo sin salir a escribir. Lo hago como siempre, en la intimidad de mi casa. Y es que hay algo que me inquieta cada vez que pongo un pie en la calle. No sé si le pasa a todo el mundo; me parece ridículo hablar de ello con gente con la que no tengo confianza: he notado que los vados permanentes se han multiplicado en los últimos meses de un modo que casi me parece alarmante. Ya no se puede aparcar en la calle.

Ha sido de la noche a la mañana. Como si hubiera un escuadrón de especialistas que se dedicara a ello con nocturnidad y alevosía. No solo han aparecido las señales junto a las verjas que delimitan la entrada a los garajes, sino también las líneas amarillas en la acera que, ahora, se arrastran como una cicatriz fresca desde el comienzo de la calle hasta el final. Los vecinos a este lado del asfalto, los que no tenemos opción de «vadear», nos miramos sin saber qué decirnos y observamos a los dueños de las casas de enfrente como forajidos de un spaghetti western en mitad de un duelo. Sin embargo, no nos atrevemos a señalar con el dedo ni culparlos, aunque sepamos a ciencia cierta que es cosa de ellos: la ley los ampara. Lo extraño de todo esto es que no solo las señales se han multiplicado sin apenas darnos cuenta: también lo han hecho ellos, y hay días en que no reconocemos a nuestros vecinos o nos parece verlos en más de un lugar al mismo tiempo. Me pasó el otro día cuando fui a por Zoe. Una de las madres, vecina de la esquina derecha de enfrente, estaba recogiendo a su hija en el colegio. La misma madre que acababa de ver tumbada al sol de su terraza. La misma madre a la que acababa de dejar pasar en el paso de cebra que da al supermercado a un par de kilómetros de casa. Cuando se lo he comentado a Evan, me ha dicho que a ella le había ocurrido también con otro de nuestros vecinos, pero que no le había echado cuentas porque a veces va muy despistada. Eso sí, nunca los he visto juntos. A los duplicados. Su coordinación es tan precisa que, cuando los veo más de una vez en el mismo día, pienso que lo hacen, por algún motivo que desconozco, adrede.

"Me he fijado en cómo se comportan. Sus movimientos son erráticos cuando creen que nadie les ve, pero dudo que no sean conscientes de mi escrutinio severo"

Me he fijado en cómo se comportan. Sus movimientos son erráticos cuando creen que nadie les ve, pero dudo que no sean conscientes de mi escrutinio severo. Cuando subo a la terraza para tender la ropa, me recreo aposta. Observo con paciencia y disimulo. Cuando no están tumbados al sol, se mueven de aquí para allá como autómatas. Los veo ensayar sus sonrisas. Esas sonrisas en las que estiran tanto los labios y enseñan tanto los dientes que parece que se les va a partir la cara en dos o se les va a dar la vuelta. Resulta inquietante verlos abrir y cerrar la boca, estirar las comisuras de los labios y forzar esa expresión que nos regalan cada vez que nos cruzamos con ellos. Cuando nadie les ve, caminan con los brazos pegados al cuerpo, el rictus serio y los ojos bailando de un lado a otro en busca de qué sé yo. Si me detectan, vuelven a la sonrisa, al saludo exagerado con el brazo levantado y los ojos tan abiertos que desaparecen los párpados.

La calle se ha llenado de vados, sí. Y la línea amarilla abarca toda la acera, también. Sin embargo, hay coches aparcados frente a sus puertas. Los de ellos. No usan sus garajes para guardar sus vehículos. Algunos ni siquiera tienen cochera y el acceso es una mera trampilla metálica junto a la pared del fondo de la terraza. Lo que sí tienen todos los sótanos es una diminuta ventanita por la que suele salir aquella luz brillante como de discoteca. Esos lugares en el subsuelo parecen estar destinados a otros menesteres. Me pregunto si el ayuntamiento sabe algo de esto, si se molesta en preguntar a sus vecinos la finalidad de esos vados cuando se los conceden, si realizan algún tipo de investigación —aunque sea básica— para saber si, al menos, tienen coche, si no se hacen con la señal para conseguir una plaza de aparcamiento a coste ridículo en la puerta de casa. Lo de las luces es algo común entre los nuevos vecinos. También los ruidos de metal chocando contra metal o arrastrándose por el suelo de cemento. Nadie sabe lo que hacen, pero sí que prefieren hacerlo a altas horas de la madrugada.

"Arañazos y gruñidos apagaron los ruidos de la noche y la dejaron en silencio. Uno de ellos miró hacia la ventana desde donde los observaba y me sonrió"

La otra noche aparcó una furgoneta de mudanzas en la puerta de casa. La vecina de enfrente, amiga de la madre de la que hablé antes, salió a recibir a dos tipos corpulentos con mono de trabajo azul. No pude ver el nombre de la empresa, pero sí el arcón que bajaron de la parte de atrás. Debía medir como unos dos metros de largo por medio de ancho y otro tanto de alto. Parecía de acero bruñido y, por entre sus rendijas, se escapaba aquel fulgor que ya había visto  a través de las ventanitas de los sótanos. Arañazos y gruñidos apagaron los ruidos de la noche y la dejaron en silencio. Uno de ellos miró hacia la ventana desde donde los observaba y me sonrió. No me gustó. No me gustó nada. Se me erizó la piel de los brazos y la nuca. Lo que más me inquietó fue el movimiento de sus ojos y su parpadeo vertical. Un claro efecto de la incidencia de la luz de la farola sobre aquel rostro ceniciento de dentadura blanca y estremecedoramente perfecta. Eso es lo que me digo. Constantemente. Me recordó al remake de la peli de Noche de miedo. Esa en la que un nuevo vecino llega al barrio y resulta que es un vampiro. Si no supiese que los vampiros no existen, ahora mismo estaría acojonado. A las tres y pico se subieron de nuevo a la furgoneta y se marcharon, no sin antes levantar el brazo y saludar efusivamente con la mano en mi dirección. Los dos. Al unísono. En una coreografía perfecta, sincronizada con sus sonrisas.

Hoy me había propuesto acercarme al Café Moi y retomar los viejos hábitos. Pero, por mucho que me agradara la idea de ver a Lola —aún no la había visto después de su concierto—, no me apetecía soportar a su jefe babeándome con sus tentáculos y —he aquí la verdadera razón— tampoco quería cruzarme con la vecina. Porque intuyo que espera a que salga, como cada día, para aparecer de repente en su porche, levantar el brazo y sonreírme de aquella manera. Y, como cada día, me dará deliberadamente la espalda y dejará que vea las junturas de su disfraz de piel, esas que se unen en la parte más alta de la cruz que forma su espalda. No. Definitivamente no son vampiros.

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