Todas las personas que han estado conmigo más de diez minutos saben que en cualquier momento puedo derramarles una cerveza o volcarles un plato de ensaladilla rusa. Cuando intento bailar, confundo los brazos con las piernas. Cada vez que me afeito, corro el riesgo de morir degollado. Y en el tiempo que necesito para cambiar una bombilla, cualquiera puede ensamblar una estación espacial.
Yo fui el último niño del colegio que aprendió a atarse los cordones de las zapatillas. Cuando terminábamos las clases de Ritmo, unas sesiones de psicomotricidad que dábamos descalzos en una sala enmoquetada, la profesora no nos dejaba marchar hasta que nos anudáramos los malditos cordones. Y ahí me quedaba yo todas las semanas, con una rodilla hincada en la moqueta, intentando anudar el lacito una vez y otra vez y otra vez y otra vez, y me quedaba solo otra vez entre todos aquellos balones, aros y cintas que envolvían mis pesadillas, y me venían ganas de llorar mientras todos mis compañeros se alejaban corriendo. Me fui hundiendo en la soledad y la psicopatía, en un pozo del que seguramente solo podría salir años más tarde para comprar un rifle y ropa de camuflaje, escribir un manifiesto y volver con paso firme a mi colegio. Pero entonces empezaron a vender zapatillas con cierre de velcro, aquel inventazo de De Mestral del que pronto se cumplen 75 años, rogué a mi madre que me las comprara, nunca olvidé calzármelas para ir a clase de Ritmo, ya no me quedé descolgado del rebaño y crecí hasta convertirme en la persona que soy ahora: sensata, equilibrada y tan hábil como para teclear esta columna con la nariz (ayer me corté tres dedos abriendo una lata de atún).
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