Somos unos inconscientes que vagamos por el mundo sin percatarnos de lo que nos rodea. Y lo somos desde que tenemos uso de razón. Quizá, con el tiempo, maduramos y nos damos más cuenta de ello, pero también las horas pasan más deprisa, los minutos se comen los segundos de un bocado y, a la primera de cambio, estamos todos metidos en una caja bajo tierra o ardiendo en el crematorio. Somos polvo, somos ceniza. No somos nada.
A medida que cae la lluvia, me dejo llevar por ese repiqueteo, por su ritmo desacompasado, por el borboteo y las salpicaduras en charcos que ya rebosan y forman corrientes navegables. La electricidad aún soporta los vaivenes y apenas tiembla de miedo en un par de ocasiones. No más. Parece estable, pero el apagón ya se encargó de recordarnos que no lo es. No tanto como pensamos. Ni la electricidad ni nada. Todo pende de un delgado hilo y no nos damos cuenta. Y tampoco escuchamos las señales ni a aquellos que gritan a nuestro oído que huyamos, que salgamos corriendo y nos pongamos a salvo. Tal vez porque, en el fondo, sabemos que no hay escapatoria.
Hoy estuve viendo algunas fotos antiguas. De hace treinta y pico años o más. No las hice yo. No recuerdo quién apretó el botón. Tampoco el instante en que fueron tomadas. Pero ahí están y ahí estoy yo, por lo que deduzco que ese momento, congelado en el tiempo, existió. Se me ve feliz, posando junto a mi hermano a orillas de la playa. No reconozco esas aguas; el campo de visión es reducido. Puede que sea el Mediterráneo, la playa de la Llana o, tal vez, el Mar Menor, pero no veo las islas detrás de nosotros ni tampoco esa lengua de tierra que delimita la albufera. Pero ahí estamos, con un bañador minúsculo que hoy me avergonzaría de llevar puesto, la piel bronceada y el cabello ensortijado, más largo de lo normal y con restos de sal. No recuerdo un verano sin trabajo. Tampoco ese día. ¿Quiénes estaban al otro lado del objetivo? Puedo especular, pero solo eso. No somos los únicos que aparecen en la instantánea. Detrás, gente anónima pasea junto a la cenefa de espuma blanca que bordea las débiles olas. Algunos miembros aparecen desenfocados por el movimiento, sus caras en rictus extraños, capturados a mitad de una palabra o una sonrisa. Un niño juega con la arena a nuestra izquierda. Está de rodillas, con su cubo y su pala y un castillo a medio construir que terminará por derruir la siguiente ola. Mira a la cámara embobado; no posa, simplemente algo le ha llamado la atención justo en el momento en que se dispara el flash.
La figura más inquietante es la del tipo que posa detrás con las piernas metidas en el agua hasta las rodillas. Lleva un pantalón corto, no un bañador. No se ha quitado la camiseta. Tiene los brazos en jarras, los ojos escondidos tras unas gafas de sol oscuras y la cabeza protegida por una gorra de los Yankees de Nueva York, de un negro desgastado y quemado por el sol. Es igual a una que me regalaron por mi cumpleaños hace un lustro o más. La barba, larga, espesa y entrecana, hace que sea difícil reconocerle. Me refiero a entonces. Ahora no tanto. Mi cerebro cortocircuita, pero sé quién es. Puede que se trate de la camiseta, esa camiseta del Primark que me compré cuando The Boys estaba en plena emisión de su segunda temporada. Es una imagen imposible. En aquellos años ni existía la franquicia textil ni los descastados superhéroes de Garth Ennis y Darick Robertson habían abandonado los cómics; de hecho, estoy seguro de que aún no habían sido creados. Sin embargo, ahí estaban Billy Butcher, Mother Milk y el resto, mirando desafiantes a la cámara en un contrapicado que abisma hacia lo insondable. La misma mirada que imagino tras las lentes del tipo de la camiseta.
Sí, somos unos inconscientes que vagamos por el mundo sin percatarnos de lo que nos rodea. No reconocemos a nuestros doppelgängers, nuestros «dobles andantes», ni aunque los tengamos delante. Menos aún si vienen de algún tiempo futuro, porque es un hecho que no derivamos en lo que deseamos, sino en lo que la vida nos convierte. No imaginamos cómo seremos, porque no tenemos la más remota idea, pero también porque no queremos vernos viejos, medio calvos y fofos. Y ahí está ese tío, con una vestimenta imposible, mirándonos a mi hermano y a mí con una media sonrisa que no sé desvelar (aún). Lo que es evidente es que se parece mucho a mi yo actual, aunque yo aún no he aprendido a viajar en el tiempo ni tampoco a desdoblarme. Las preguntas que suscita la foto, por desgracia, son más graves que las respuestas. La desecho y sigo mirando otras, de épocas posteriores y anteriores a aquella. Me reconozco –ahora sí– en muchas de ellas, escondido entre el público de un concierto, en el fondo de la barra de un bar con el rostro medio oculto por un tanque de cerveza, en el foro de un teatro o entre los turistas de un grupo en un museo de Londres. Somos polvo, somos ceniza. No somos nada. O quizá sí y, por eso, estoy ahí.


Somos lo que somos.,
Sin importar
Las apariencias!
Somos lo que somos”
Aunque del mar salimos!
Para caminar ergidos,
No como un lobo…
Somos lo que somos?
Por que
Lo hemos decidido.
A pesar
De todo. ”
Complejos de ser humano!
Venezuela……..