A sus diez años, Enrique Ramos subía a la azotea todos los domingos para seguir el partido con mucha atención. Desde allí arriba veía su pueblo, Los Silos, en la costa norte de Tenerife, un pueblo blanco en un mar verde de plataneras, con el océano al frente y los riscos negros a la espalda. Pero no veía ningún campo de fútbol. El Silense jugaba, quizá, a sesenta kilómetros. Enrique miraba al cielo y esperaba. “¡Mira, ya viene una palomita!”. La paloma traía un papel enroscado en la pata, Enrique lo recogía y corría a la plaza con el mensaje. Allí un adulto lo abría y anunciaba: “¡Gol del Silense!”.
Enrique me lo cuenta, a sus 68, mientras vemos desde esa misma azotea el bando de 29 hembras que dan vueltas en el cielo: las está entrenando. En la jaula descansan su palomo campeón, que ha hecho cinco áfricas (esas competiciones en las que sueltan las palomas en la costa africana y las esperan en las Canarias), y su palomo más querido, el palomo de Safi. Aquella vez las soltaron en Safi, Marruecos, a 850 kilómetros, y a las seis de la tarde dieron el aviso por radio desde Santa Cruz: hoy no ha llegado ninguna paloma a la isla. “Antes de acostarme subí a la azotea y zas, aquí estaba. Menuda alegría”. Más que el éxito, le emociona la fidelidad: “Hace una tiempo pasé una depresión y dejé las palomas, no tenía ganas de cuidarlas. Vendí el palomo de Safi a un amigo por quinientos euros. Lo tuvo cinco años en la jaula, un día se le escapó y me lo encontré de nuevo en mi azotea”. La orientación de las palomas, que tanto intriga a los ornitólogos, es un misterio que Enrique no necesita desentrañar.


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