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Apocalipsis y peras en almíbar

Apocalipsis y peras en almíbar

Todo rastro de civilización ha sido borrado. La tierra está cubierta de ceniza. Los árboles ya no aguantan su peso y caen desplomados. Cada día es más gris que el anterior. «Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo». Cormac McCarthy consigue en su sombría y poderosa novela La carretera sumergirnos en las latitudes de un paisaje desvaído e inhóspito, que incluso los insectos parece que hayan sido aniquilados.

"La escena es breve pero su impacto es profundo. Este festín en tiempos de devastación es un lujo"

El hombre y su hijo caminan hacia el sur. Siempre hacia el sur. No se sabe con certeza qué anhelan encontrar cuando al fin lleguen a su destino. Y desde las primeras páginas, la búsqueda de alimento se erige como el verdadero conflicto que sostiene la historia, tan primitivo y tan básico que imbuye el viaje de trascendencia. «El hambre. Siempre el hambre», susurra la novela cada tanto. Un hambre que marca el ritmo de la narración, y cada movimiento, cada decisión, cada interacción con lo poco que subsiste del mundo exterior está motivada por la necesidad de encontrar algo con que llenar el estómago. Y el acto de comer, además de trazar la diferencia entre la vida y la muerte, emerge como una sagrada frontera moral.

Después de varios días sin probar bocado, en medio de la desesperanza, el hombre descubre un búnker lleno de comida. Latas de conserva de todo tipo, saladas y dulces, tomates, albaricoques, alubias. Jamón en lata. Cecina. Chocolatinas, cientos de litros de agua en bidones, papel higiénico, cereales… y es entonces cuando un detalle nimio pero profundamente simbólico aparece como un pequeño milagro.

¿Qué te gustaría cenar?, dijo.

Peras.

Buena elección. Que sean peras.

(…)

Comieron la lata de peras sentados uno al lado del otro. (…) Lamieron las cucharas e inclinaron los tazones para beber el empalagoso almíbar. Se miraron.

Otra.

No quiero que vomites.

No voy a vomitar.

Hace mucho que no comes.

Ya lo sé.

Vale. 

La escena es breve pero su impacto es profundo. Este festín en tiempos de devastación es un lujo. Por un lado, porque, después de meses, padre e hijo al fin pueden elegir una cena entre tantas opciones. Y por otro, porque las peras en almíbar son un producto del mundo anterior al desastre, una huella de la humanidad perdida. En su dulzura, incluso en su artificialidad, reside una memoria de lo que les separaba de la barbarie: la posibilidad del placer, del exceso, del empacho. El dulce, «el empalagoso almíbar», es un recuerdo de la opulencia y la ostentación trivial que caracterizaban la civilización antes del colapso. Pero también es una chispa de esperanza, una nostalgia de la vida que ya no tiene lugar, un testimonio de que, incluso al borde de la extinción, existe una forma de resistencia. Contra la brutalidad, contra el olvido, contra el canibalismo, contra la muerte. Su dulzura es absurda, sí, pero también necesaria. En ella vive un eco de lo que nos hace humanos.

"De hecho, el almíbar, como evento culinario, lleva sobreviviendo siglos, adaptándose y readaptándose de forma permanente"

Sin embargo, hay un aspecto dicotómico en la elección de McCarthy. El apocalipsis es la aniquilación, la destrucción total. Las peras en almíbar son un hito de la preservación.  Uno es el fin, lo otro es una forma de desafiar el paso del tiempo, de retrasar la llegada de ese fin.

De hecho, el almíbar, como evento culinario, lleva sobreviviendo siglos, adaptándose y readaptándose de forma permanente. En el antiguo Egipto ya utilizaban miel y agua para hacer una mezcla similar al almíbar, que se destinaba fundamentalmente a alargar la vida de las frutas para poder consumirlas en invierno. En la India se usaban jarabes de caña de azúcar con el mismo objetivo. Los romanos igual. Pero el almíbar que conocemos hoy, aunque con toda probabilidad fuera menos dulce y menos dañino, surge en la Edad Media, en la cuenca del Mediterráneo, cuando el azúcar se convirtió en un artículo de lujo, especialmente en el mundo islámico. Las recetas de la época medieval empleaban jarabes de azúcar como base para el envasado de frutas. Probablemente es en esta época cuando se perfeccionó la técnica de lo que hoy conocemos como almíbar. Esto hasta lo atestigua el propio nombre. “Almíbar” viaja a través de varias lenguas. La RAE sitúa la primera estación en el persa, mey be, al parecer “néctar de membrillo”, luego la travesía continúa vía el árabe para después llenar de latas y latas las estanterías de los supermercados de todo el mundo y en todas las lenguas.

"Los escasos momentos donde el hombre y su hijo parecen recuperar ciertos signos de humanidad son precisamente aquellos donde comparten una comida"

«Todo lo que se come es objeto de poder», dice Elias Canetti en Masa y poder. En La carretera esto se evidencia prácticamente en cada página. Y los escasos momentos donde el hombre y su hijo parecen recuperar ciertos signos de humanidad son precisamente aquellos donde comparten una comida. Desde luego, ese poder es la firmeza de seguir adelante, paso a paso hacia el sur. Comer les concede el privilegio de la supervivencia. El autor, además, se esmera en mostrar a sus personajes preparándose antes de cada comida. Los vemos estirando la lona en el suelo que hace de mantel, limpiando el polvo de las cucharas, enjuagando los vasos, encendiendo el fuego que servirá para calentar las latas oxidadas. McCarthy convierte esas escenas en un elogio a los rituales insignificantes, en un homenaje a la comunión entre la inmensidad de la naturaleza y la pequeñez del ser humano. Porque «El vínculo ―otra vez Canetti― más fuerte es el que se origina entre los comensales cuando comparten comida. Pero esto no basta para explicar la solemnidad de su actitud: su respeto también significa que no se comerán entre sí».

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Manuel Muñoz Farriols
Manuel Muñoz Farriols
5 meses hace

Bonito e interesante artículo sobre una gran novela… y una gran película…
Se me ha abierto el apetito, me voy a merendar…