El panorama de la cultura española contemporánea resultaría incompleto si faltaran en él Rosa Chacel y las escritoras y artistas que junto a ella constituyen, año arriba o año abajo, el componente femenino de la generación del 27: María Cegarra, Carmen Conde, Victoria Kent, María Teresa León, Josefina de La Torre, Maruja Mallo, Margarita Manso, Concha Méndez, Remedios Varo, María Zambrano.
Afrontar la biografía de Rosa Chacel ha exigido a Anna Caballé frecuentar varias áreas de conocimiento y sintetizarlas, solventar dificultades y carencias y adoptar la actitud propicia a la concreción de una verdad casi siempre ingrata. En otras palabras, disponer, como marco de coordenadas, de información menuda sobre la vida literaria y social de España, Europa, Argentina y Brasil durante décadas, y en otro orden de cosas, precaverse contra el uso de la propia Rosa como fuente. Si bien una cierta deformación es inherente a las revelaciones autobiográficas de todo ser humano, en el caso de Rosa Chacel, tal como convincentemente señala Anna Caballé, el grado de revelación selectiva, distorsión y ocultación es considerable, como resultado de poderosos vectores de autocompasión, autoafirmación ortopédica y ajuste de cuentas, explicables en quien nunca dejó de sentirse maltratada, infravalorada, marginada e incomprendida.
Deben señalarse otros méritos no menores del trabajo de Anna Caballé: habernos entregado una síntesis de biografía y ensayo bien escrita, y no haber sucumbido, sino todo lo contrario, y a pesar de haber empezado por señalar la similitud entre Rosa Chacel y Santa Teresa, a la tentación de degradar su investigación convirtiéndola en una hagiografía beata y vindicativa. Ya en el último tramo de su investigación (página 470) escribe: “¿Qué hubiera sido de Chacel, de su intensa y a veces desnortada aventura intelectual, de haber dispuesto de una formación sólida, de una crítica rigurosa y al mismo tiempo de unos mimbres que encauzaran adecuadamente el desarrollo de su mente?”
En enero de 1960 Rosa Chacel salió, en Nueva York, a comprar un collar de perlas grises para asistir a una velada en honor de Victoria Ocampo, donde no deseaba presentarse con las que ya tenía, de color rosa, sobre un vestido negro de cóctel. ¿Apareció con ambos collares? No lo sabemos, pero en cualquier caso convirtió involuntariamente las dudas sobre su atuendo en una alegoría de su propia vida, o mejor dicho, de la parte de ella por la que quiso ser conocida y recordada. Sin duda hubo en esa vida momentos en color (su descubrimiento del erotismo, el nacimiento de su hijo, la emoción de la primera publicación), pero prefirió el gris sobre fondo negro para el relato y el álbum de retratos y autorretratos en que quiso dejar memoria amarga de sí, como el conocido personaje creado por su tío abuelo José Zorrilla.
Yendo perla a perla, tropezamos ante todo con el carácter difícil que fue siempre para Rosa un obstáculo insalvable en el ámbito de las relaciones humanas, donde la simpatía siempre resulta un salvoconducto tan importante como el mérito. Rosa fue siempre arisca, híspida y hasta hostil, y estuvo marcada, señala Anna Caballé, por un talante “envidioso, suspicaz, oscuro, resentido y victimista” (página 241). Fue especialista en indisponerse con quienes podían prestarle ayuda o lo estaban haciendo, algo de lo que se exculpaba atribuyéndolo a la incapacidad de los demás para entenderla o aceptarla. Esa incapacidad de relación y de integración se manifestó ya ostensiblemente en el trato con los exiliados republicanos, incluso con su antiguo amigo Luis Cernuda, dotado por cierto de la misma inadaptación enfermiza que ella. Así sus diarios resultan llamativos por la constante presencia de los campos semánticos del desdén, la repugnancia, el daño y el resentimiento.
La infancia de Rosa, que había nacido el 3 de junio de 1898, estuvo sellada por la incapacidad de su padre para desempeñar el papel esperable de soporte de la familia, y por un entorno de mujeres solteras sin oficio ni beneficio. A semejanza suya, Rosa fue siempre incapaz de subvenir a su sustento y al de su hijo, dependiendo de un marido con quien mantuvo una constante y guadiánica relación de amor / odio, y teniendo que sufrir hasta la ancianidad la cotidiana humillación de carecer de lo imprescindible, coser su propia ropa y hasta construir precariamente sus propios muebles.
La relación de Rosa con Timoteo Pérez Rubio que nos revela Anna Caballé es sin duda el capítulo más novedoso, y a la vez más penoso, de esta biografía. Lo había conocido siendo ambos estudiantes en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando; se casaron en marzo de 1922 y partieron a disfrutar de una beca en la Academia de España en Roma. Timo fue evolucionando del Posimpresionismo al Cubismo y la Nueva Objetividad, para especializarse en seguida en retratos de señoras de buena familia. Se involucró en política y fue nombrado subdirector del Museo de Arte Moderno de Madrid en 1932, año en que Rosa descubrió su relación con su hermana Blanca Chacel, 16 años más joven que ella, situación por cierto paralela a la que tuvo que sufrir Frida Kahlo cuando Diego Rivera se enamoró de su hermana Cristina. Rosa huyó a Berlín al año siguiente, y desde entonces la deslealtad de Timo fue el agente de su inestabilidad emocional. Cuando regresó a Madrid en 1933 su matrimonio había acabado, pero no su relación equívoca con Timo, sobre la cual resulta sumamente reveladora la carta de 10 de mayo de 1960 que se copia en páginas 264 a 269, trufada de términos como horror, asco, traición, crueldad, fracaso, rencor y daño. En ella leemos: “Volver a poner en pie el mundo poético de la verdadera obra literaria creo que me será muy difícil, porque ese mundo no es más que memoria, y de ahora en adelante, si quiero resistir tengo que cerrar el conmutador en ese conducto”. En otras palabras, Rosa no se liberó nunca de la autocensura y el bloqueo que Timo le imponía con respecto a su historia y su experiencia.
La convivencia con su hijo Carlos fue para ella una segunda y constante fuente de sinsabores. La falta de cariño hacia él salta a la vista en la involuntaria pose que muestra la fotografía de ambos junto a Luis Cernuda en 1935: Rosa tiene las manos unidas y cerradas una sobre otra, mientras Carlitos, con expresión de desamparo, desliza la suya, abierta, bajo el antebrazo derecho de su madre. A lo largo de los años y de los problemas de autoafirmación de uno y otro las cosas fueron empeorando paulatinamente: la madre reprobaba la vida errática, profesional y amorosa de su hijo; él la incapacidad de su madre para subsistir económicamaente, y la despreciaba como escritora.
Rosa inició su carrera de novelista en la dirección marcada por Ortega y Gasset en Ideas sobre la novela, y así planeó Estación: Ida y vuelta, proponiéndose minimizar el argumento en beneficio del lenguaje y de la reflexión sobre la idea misma de novela. Ortega y Gasset dispuso del manuscrito desde 1927, pero Rosa se indispuso con el maestro y con su secretario, Fernando Vela, y así no consiguió publicar Estación en la colección Nova Novorum. Con todo, para la de biografías creada por Ortega (“Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo XIX”) recibió el encargo de escribir la de Teresa Mancha, la amante de Espronceda. El resultado fue la novela Teresa, pero no pudo publicarla, con gran retraso, hasta 1941, en Buenos Aires. Paradójicamente, Rosa nunca asintió a la opinión que la realzaba entre las suyas.
En Nueva York leyó La modification de Michel Butor, y le produjo gran entusiasmo encontrar algo en su opinión semejante a Estación: Ida y vuelta; pero Butor fue a convertirse en una nueva fuente de descontento al llegar Rosa a creer que con su propia novela ella había anticipado el nouveau roman, sin haber recibido el debido reconocimiento y el renombre de que la despojaba el novelista francés, que, para mayor inri, la trató al parecer con displicencia cuando se acercó a conocerlo tras una conferencia pronunciada en Río de Janeiro, en abril de 1967. El episodio demuestra que rozando los 70 años se seguía considerando víctima de incomprensión y falta de reconocimiento.
Las pinceladas de color gris fueron tiñendo implacablemente su vida. Rosa, a diferencia de Timo, nunca se sintió identificada con la Segunda República ni implicada en su fracaso, aunque sufriera las consecuencias de formar parte, involuntariamente, de la España peregrina. Si no se sentía solidaria con la República, mal podía integrarse en el microcosmos del exilio, mientras Timo lograba convertirse de nuevo —otra vez la semejanza con Diego Rivera— en retratista de la alta sociedad. En ese contexto entabló Timo una profunda relación con Lea Pentagna, su gran amor. Escapó entonces Rosa a Buenos Aires, quedando Timo en Río en brazos de Lea, iniciándose de 1942 a 1959, asegura Anna Caballé, el período más oscuro de su vida, centrado en escribir La sinrazón.
Si en el exilio la abrumó siempre la falta de éxito literario, tuvo una segunda ración de desencanto desde su primera tentativa de regreso a España, noviembre de 1961 a junio de 1962. En Madrid la enfureció y entristeció el desencuentro con quienes la recordaban y la habían invitado, y la constatación de su falta de presencia en la sociedad literaria española. Recomendada por Julián Marías, marchó a continuación a Francia, donde no consiguió tampoco afianzarse en el mundo literario parisiense.
Como hemos visto, hasta la década de los sesenta del pasado siglo XX la vida personal y literaria de Rosa Chacel había sido un permanente via crucis. Le llegó entonces el efímero alivio que supuso el interés y la admiración de la generación joven, y las primeras ediciones de sus obras en España (Estación: Ida y vuelta, 1974; Teresa, 1963; Memorias de Leticia Valle, 1971; La sinrazón, 1970). Pero inmediatamente apareció un nuevo motivo de descontento y frustración: la emergencia del boom hispanoamericano, ante el cual se sintió de nuevo descolocada y marginada. Regresó definitivamente a España en enero de 1974; impartió conferencias sobre la generación del 27, definiéndose como su auténtica y legítima heredera e ignorando a los novelistas aparecidos desde 1939. Al mismo tiempo se enfrentaba conflictivamente al incipiente feminismo, que podría haberla acogido. Publicó en 1976 Barrio de Maravillas, novela que corona su etapa de apogeo tardío, y años después sus diarios con el título de Alcancía, cuya ostentación de soberbia, desesperación y crueldad la perjudicó seriamente en esa etapa final de su vida. La decepción final de Rosa fue no haber obtenido ninguno de los grandes premios literarios, salvo el de las Letras Españolas en 1987, y haberse sentido infravalorada en relación a Rafael Alberti, Jorge Guillén y María Zambrano.
La vida de Rosa Chacel, hasta el punto en que es posible conocerla, se revela teñida de frustración, desencanto y solipsismo, una ristra de perlas grises magistralmente enhebradas por Anna Caballé. De la riqueza y novedad de su brillante estudio no podría dar cuenta cabal ningún resumen.
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Autora: Anna Caballé. Título: Íntima Atlántida: Vida de Rosa Chacel. Editorial: Taurus. Venta: Todos tus libros.



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