Siempre he ido a la misma óptica —una vez al año, o cada dos— para revisión, hasta que cambié mis ojos por unos sin miopía y astigmatismo. Ahora sigo yendo por mi niña o, como en esta última ocasión, para hacerme con unas gafas de sol de cara al verano. No me gustan esas alargadas que te hacen cara de avispa y tampoco las exageradamente grandes que te hacen parecer una mosca. ¡Y, ojo!, que no tengo nada en contra de las personas mosca ni de los avispones del correo express que están compitiendo con los drones de Mailpost y, ni mucho menos, con los hombres pájaro que sobrevuelan la zona y se están haciendo un hueco en el transporte interurbano. Yo soy más de gafas de pasta al estilo Terminator —hablo del T2 y no del T1000, aunque el modelo American Cop tampoco me disgusta— o metálicas redondas a lo John Lennon. Por eso, quizá, me llamaron la atención el par que descansaba en el soporte del escaparate.
Cuando entré en la óptica me recibieron con la amabilidad de siempre y me invitaron a esperar sentado mientras terminaban con otro cliente. La dueña me preguntó por Zoe y yo le expliqué que estaba bien, pero que mi visita no tenía nada que ver con ella, sino conmigo. «Busco protección; no quiero que me ardan los ojos este verano». Ella sabía a lo que me refería; conoce cómo se las gasta esta sucursal del Infierno durante julio y agosto. Me enseñó algunos modelos. Me los probé casi por cortesía, porque no podía quitarme de la cabeza ese par de lentes del escaparate. Después de una media docena de pruebas le dije que —aun a riesgo de que me pidiera un riñón por ellas— quería echar un vistazo a las de John Nada. Sonrió satisfecha y se atusó la falda cuando se levantó para complacerme. No tardó en llegar con ellas, ofreciéndomelas sobre las palmas como si se tratase de una ofrenda.
Lo primero que me llamó la atención fue el estuche con la impresión del cartel original del film. La imagen era mejor de lo que recordaba e indicaba que la habían retocado para realzar el título en inglés y la cara de John con las gafas puestas y la recortada apuntando al frente. No leí —no en aquel momento— la letra pequeña de la pegatina interior. La optometrista me invitó a probármelas. Eran cómodas. Me miré en el espejo de la mesa y también en el de la columna lateral. Me quedaban bien. Tanto que me daba miedo preguntar por el precio. Quise saber —quizá para convencerme de no llevármelas— si al tratarse de un objeto de colección no se trataría de un objeto delicado o si, tal vez, habrían sido diseñadas más para un expositor que para llevarlas a diario. Con un gesto de la mano, restando importancia a mis preocupaciones, me dijo que allí no vendían nada que no sirviera a su propósito y fuera funcional. Hizo comillas con los dedos al decir «funcional». No la entendí entonces.
Además, el precio, lejos de asustarme, fue lo que necesitaba para dar el paso. «Precio especial con descuento por ser tú», me dijo mientras me guiñaba un ojo. Aun así, hubiera pagado por ellas lo que rezaba el ticket de compra. Era un fantástico regalo de cumpleaños. Guardé el recibo y la funda en la bandolera y salí a la calle con ellas puestas. Bajé las escaleras feliz, disfrutando de ese primer contacto con el mundo a través de mi nueva visión. Al pasar por delante del escaparate y echar un último vistazo a las gafas del escaparate me pareció advertir algo diferente en el conjunto, pero no conseguí dilucidar qué. Caminé en dirección al coche por la calle de la óptica, sacando pecho y con una sonrisa de triunfo prendida en la cara. Supongo que si alguien me hubiese visto habría pensado que iba colocado o que era gilipollas.
Cambié de acera para alejarme de la sombra y poder así testear el producto en condiciones óptimas. Ni siquiera me vi obligado a entornar los ojos cuando las nubes se abrieron y el sol me dio de lleno en la cara. Me detuve delante del kebab y eché un vistazo a la carta del escaparate. Estaba mal impreso: los nombres parecían un galimatías y los números estaban descolocados. No entendía cómo no se habían dado cuenta de tamaño error. Estuve tentado de entrar y decírselo, pero luego lo pensé mejor y di por hecho que se trataba de algún tipo de broma para llamar la atención del cliente potencial para que entrase a preguntar. Un gancho de ventas. Más tarde descubrí que no lo era.
Fue cuando empecé a ver otros carteles con mensajes más coherentes, algunos con imágenes espeluznantes, cuando todo empezó a cobrar cierto sentido. Aun así, dudé. Oteé alrededor por si había alguna cámara oculta o algo por el estilo. La de la óptica debía de estar compinchada seguro. Lo de los carteles no fue lo peor. Ni de lejos. Al quitarme las gafas, el menú se leía a la perfección. No había ni una coma fuera de lugar. Ni un número donde no correspondía. Era temprano y, sin embargo, el mediodía estaba próximo. El calor comenzaba a subir del asfalto y el sol comenzaba a picar sobre la piel desnuda. Aún no había demasiada gente, pero los parroquianos no tardarían en colapsar los bares y terrazas del paseo de la feria, aunque aún faltasen tres días para el fin de semana.
Me senté en uno de los bancos frente al supermercado y esperé. No me quité las gafas. Cuando el primer monstruo, extraterrestre o lo que fuera pasó frente a mí, di un respingo y me aplasté contra el respaldo. Casi me caigo por el lateral. Esa cosa no se parecía al alien rojiazul de Están vivos, pero brillaba más por sus semejanzas que por sus diferencias. Claramente era uno de ellos. Por puro instinto, me quité las gafas; quería ver el rostro bajo el que se ocultaba el enemigo. Lo tenía encima cuando nuestras miradas se cruzaron sin la intermediación de las lentes. Ojalá se hubiera tratado de un desconocido. Ojalá todos los que vi ese día lo hubieran sido. Antes de marcharme a casa, regresé a la óptica y cambié aquellas gafas por otras como las que siempre había llevado.


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