Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo para algunos más complejo: la literatura.
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Cuando José Carlos Llop enfermaba, normalmente de fiebres primaverales, sus padres entraban en la habitación, tomaban asiento a los pies de la cama y le entretenían leyendo en voz alta las historias que traían los libros. Él, capítulos del Antiguo Testamento; ella, cuentos de hadas centroeuropeos. De los relatos bíblicos, Llop todavía recuerda el de Eleazar Avarán, jefe de los macabeos que, en pleno combate contra los seléucidas, se coló entre las patas del enorme, colosal elefante que cabalgaba el líder del otro ejército, hundió la espada en el vientre del animal y aceptó morir aplastado por el paquidermo con tal de derrotar de ese modo a su enemigo. De los cuentos de hadas, conserva las descripciones de los bosques oscuros, de las casas de brujas y de las voces sin dueño que, con el paso del tiempo, le llevaron a amar los mundos tenebrosos de Edgar Allan Poe.
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De todas formas, se equivoca José Carlos Llop cuando afirma que la vocación le viene de las lecturas bíblicas y medievalistas que le regalaban sus padres. Porque, si se piensa con calma, la llamada de la literatura le vino por la enfermedad, no por las lecturas. Si no hubiera estado tendido en la cama, si no hubiese pasado la tarde sudando bajo las mantas, si no hubiera sido incapaz de entretenerse, sus progenitores no habrían traspasado el umbral de su puerta y hoy ejercería otro oficio.
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Thomas Bernhard también fue hijo de las fiebres. Durante la adolescencia, trabajó en una tienda de ultramarinos, y una tarde, mientras descargaba sacos de patatas de un camión, se le metió el frío dentro y cayó enfermo. Pasó no pocos días en cama, pero le pudo el remordimiento y se reincorporó antes de tiempo, lo cual le hizo enfermar de nuevo, esta vez de pleuresía, una enfermedad que, sumada a la sarcoidosis que ya padecía, propició una hospitalización de años. En más de una ocasión fue desahuciado por el equipo médico y llevado a la ‘habitación de morir’, donde lo abandonaban a su suerte y donde, sin embargo, siempre continuaba con vida al día siguiente. Esa infancia medicalizada quedó plasmada en su obra autobiográfica, sin duda la más impactante, además de desgarradora, de cuantas integran el canon de la llamada literatura patológica.
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Gustave Flaubert se instaló en París para estudiar una carrera que aborrecía: derecho. Sin embargo, a la edad de veintidós años, sufrió una serie de convulsiones que llevó a su padre, médico de profesión, a diagnosticarle epilepsia. Tuvo que abandonar los estudios y, como de pronto le sobraba tiempo, se puso a leer con tanto ahínco que no tardó demasiado en convertirse, precisamente, en el Gustave Flaubert que hoy conocemos.
Pero la enfermedad no solo consolida vocaciones, sino que también crea estilos. Por ejemplo, a los 23 años, Friedrich Nietzsche, en aquel tiempo aficionado a los prostíbulos, contrajo sífilis, una enfermedad de consecuencias funestas para la salud mental. Además, llovía sobre mojado: sufría jaquecas, migrañas y dolor de ojos desde la infancia, y durante su voluntariado como enfermero en la guerra franco-prusiana, se contagió de disentería y difteria. Todas estas dolencias le causaban un sufrimiento inusitado y, en consecuencia, le dificultaban la concentración. Basta con leer sus libros para reparar en que escribía frases cortas y rápidas, como si temiera tener que soltar la pluma de golpe. A esa forma de redactar la llamó el ‘maldito estilo telegrama’.
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Siendo todavía niño, Walter Tevis padeció una insuficiencia cardíaca que le mantuvo hospitalizado dieciocho meses. Allí le trataron con fenobarbital, un medicamento al que él siempre culpó de su posterior alcoholismo. Fuera como fuese, a los once años fue dado de alta y tuvo que recorrer en solitario el país, de California a Kentucky, para reunirse con sus padres. Hay quien dice que su obra maestra, El hombre que cayó a la Tierra, llevada al cine por Nicolas Roeg y protagonizada por David Bowie, es una biografía encubierta: cuenta la historia de un extraterrestre que aterriza en nuestro planeta con la misión de encontrar la tecnología que pueda salvar al suyo, pero que se olvida de hacerlo porque el alcohol y la pereza acaban ocupando todo su tiempo.
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La escritora sueca Selma Lagerlöf se aficionó a la literatura durante una convalecencia. De pequeña sufrió problemas de cadera, y los libros fueron sus únicos compañeros. Aseguran sus biógrafos que a los diez años ya había leído la Biblia y los cuentos de hadas de Hans Christian Andersen y de los hermanos Grimm. Igual que José Carlos Llop, aunque a él se los leyeron sus padres. Que no es lo mismo.
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Por cierto, en casa de los Llop existía una gran tradición de leer para los demás. Uno de sus abuelos, el militar, le leyó en cierta ocasión El licenciado Vidriera y, cuando terminó, le dijo muy serio: ‘Ser escritor es una de las cosas más importantes que uno puede ser en la vida’.
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El último libro de José Carlos Llop es Cuarteto de la memoria (Alfaguara).



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