En este relato (de ecos nietzscheanos, en cuanto que analiza la experiencia sensible mediante una parábola) tiene lugar la descripción pormenorizada de un ser “extraño”, según los parámetros de lo social, o, al menos, de lo socialmente aceptado. Todos tenemos un amigo así, uno que vive apartado del mundanal ruido, o hemos oído hablar de alguien parecido a Don, a secas, el personaje del libro. Un amigo del que no sabemos cómo se gana la vida o, pongo por caso, en qué ocupa el tiempo libre.
Sin embargo, Don es un artesano: crea un espacio de la nada, reduciéndolo, adaptándolo a su hábitat, como un caparazón de una tortuga, por el cual siente y se comunica con el mundo. Al pueblo le sirve de monstruo, de raro, de inadaptado, de mendigo, de pobre, de pobre hombre y hombre pobre, de apestado y muchas otras cosas que desempeña Don con su actitud huidiza y honesta. Ya que ese ascetismo que practica es una crítica al capitalismo en que se desenvuelve, Don no tiene ningún interés en la realidad material, no le interesa quien pueda ir a verle por error a su ermita. No tiene compromiso alguno con la sociedad y tanto le da una niña como el futbolista que escribe poesía, sus actos son su mayor texto, no hay exégesis.
De hecho, ha reformado la ermita con los restos de todo lo que le sobraba al pueblo, la basura o los despojos, que para él, son importantes ladrillos de su nueva construcción. Todo le sirve, y principalmente, lo que ya no sirve a los otros, a ese prójimo que se olvida de otro prójimo incómodo: Don. “Todo lo que aprendí lo aprendí de los insectos y otros animales de ahí fuera”, afirma Don en un momento de la narración.
“El silencio es la forma más de perfecta de venganza y un gesto sutil de anticipo del infierno”, afirma cioranescamente el narrador, un Zapata que le da aliento lírico a las reflexiones de Don. Sin embargo, a pesar de no formar parte, más que tangencialmente, de una sociedad que lo excluye siempre, hay interacciones con ciertos miembros de su familia, olvidados casi ya, que le exigen el pago de ciertos desperfectos causados en el ámbito familiar. Como aquel Samsa al que su familia le pedía una y otra vez que se levantase del lecho de convalecencia para ir al trabajo, porque al fin y al cabo, no es tan raro convertirse en un bicho asqueroso.
Destila esta novela una sutil critica, casi lírica, diría yo, al sistema que nos sostiene y que trata de mantener en la productividad social y profesional su marca de referencia. “Somos lo que hacemos”, máxima alienante que prohíbe no hacer nada, o habitar una ermita, invirtiendo los valores de utilidad requeridos en esta sociedad hiperproductiva que rechaza de entrada, cuando no romantiza, ese apartamiento espiritual que Don practica activamente, una anábasis, casi un ascetismo pulcro de retiro espiritual que estructura toda la novela de Miguel A. Zapata.
“Don observa la crisálida. Aún sigue ahí esa excrecencia, persistiendo en sus cambios imperceptibles y visibles solo —apenas— por un observador externo y aplicado”[…]
El evangelio de Don no está escrito, se demuestra solo en sus actos, su comportamiento es la mejor demostración de su rechazo consciente ante la sociedad que lo elimina por su falta de función útil.
La novela de Zapata es el testimonio de Don, el testimonio del rechazo.
Escribir novelas también es una forma de resistencia. Al fin y al cabo, muchos escritores viven en una ermita al borde un acantilado, es lo más útil que pueden hacer.
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Autor: Miguel A. Zapata. Título: Poética del ermitaño. Editorial: Baile del Sol. Venta: Todos tus libros


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