¡Eh, Julio!

Julio Villar tiene 25 años desde hace más de medio siglo. En 1968, cuando cumplió los 25 por primera vez, zarpó con un velero de siete metros, dio la vuelta al mundo mientras el mundo giraba cuatro veces alrededor del sol, y se salió del tiempo. Lo cuenta en su libro de pinceladas ¡Eh, petrel! Cuaderno de un navegante solitario, un diario que lleva cincuenta años reeditándose, traduciéndose, convirtiéndose en canción y obra de teatro, inoculando fantasías a una generación tras otra. Cuenta que en una cala de las islas Galápagos, con la única compañía de iguanas y focas, iba a dormirse mirando la luna cuando se le ocurrió encender la radio. Sonaron gritos: los astronautas del Apolo XI ya bajaban la escalera. Julio miró de nuevo a la luna y sintió que aquel maldito Armstrong le estaba pisoteando la soledad.

"Si no vas a ninguna parte, no te perderás, le dijo un viejo. Ahora marcha sin llaves, duerme bajo las encinas, estira una sonrisa pícara y se deja crecer ese pelo blanco borrascoso para disimular"

Él estaba allí porque ya no podía escalar. Con 23 años se había partido la tibia y el peroné en una de las aristas más difíciles de los Alpes, esperó el rescate durante dos días y sufrió —o disfrutó— alucinaciones; de modo que ahora no sabe si él se inventa los recuerdos de aquel accidente o si el resto de su vida, todos sus viajes, son fantasías proyectadas por un chaval que delira colgado en una pared alpina.

Después su circunnavegación horizontal, volvió al mundo vertical, subió con la expedición Tximist hasta los 8.000 metros del hombro sur del Everest y esta fue su cumbre: vio los planetas a plena luz del día. Se emocionó hasta las lágrimas. No fue, por poco, el primer vasco en la cima del mundo pero él llegó a Venus, Marte y Júpiter, porque siempre miró distinto. Y no paró de buscar la belleza, cada vez más cerca, cada vez mejor: en aquel Collado Sur, metido en el saco a 8.000 metros, leyó temblando de frío unas páginas de ‘Campos de Níjar’, de Juan Goytisolo, y soñó con las chumberas de Almería. Se demoró en el regreso a casa: cruzó media Asia muy lento, Nepal, India, Pakistán, Afganistán, para aprender a caminar sin rumbo por Andalucía, Navarra, Tarragona. Si no vas a ninguna parte, no te perderás, le dijo un viejo. Ahora marcha sin llaves, duerme bajo las encinas, estira una sonrisa pícara y se deja crecer ese pelo blanco borrascoso para disimular: “Cuando camino, no tengo edad”. Querríamos acercarnos a él, pero no es fácil. Para alcanzar a Julio, debemos ir cada vez más despacio.

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