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Un cuerpo que no existe para la lluvia

Un cuerpo que no existe para la lluvia

Por increíble que parezca, por inverosímil que se nos pueda antojar, los muertos también son capaces de escribir novelas. Y no es la primera vez que sucede. El caso más paradigmático y netamente español tuvo lugar en 1882, con la aparición de El amigo manso. En aquel espléndido relato, de tan feliz recuerdo, don Benito Pérez Galdós comenzaba de esta guisa su obra: “Yo no existo. Y por si alguien desconfiado y terco o malintencionado no creyere lo que tan llanamente digo (…) juro y perjuro que no existo”. Santa palabra.

Esteban González Pons (Valencia, 1964) es, de entrada, además de un gran lector, como se transparenta a lo largo de estas páginas, un experto conocedor de la literatura en lengua española, así como de los grandes maestros de la literatura universal. Por eso, como luego tendremos ocasión de comprobar, a nadie debe extrañar la presencia, en este nuevo relato, de huellas inequívocas de autores como Cervantes, Quevedo, el propio Galdós, Valle-Inclán, de quien extrae sus mejores enseñanzas sobre la teoría el esperpento, y Eduardo Mendoza, el Mendoza más canalla, golfo y descreído, el más bribón y granuja; sin que pasen inadvertidos esos emotivos y conscientes guiños a obras como Ana Karenina, vista desde la otra orilla, desde el lado paródico, o la Divina Comedia, sobre todo cuando se refiere a esas distintas esferas y anillos en donde, como en el Inferno del sublime florentino, hallamos, en esta ocasión, ya bien entrados en el siglo XXI, a “tiburones meritorios”, a “jóvenes con ambiciones de asesino”, a “concejales en ejercicio”, a “periodistas obsequiosos”, a “pelotas y esclavos del partido”…, todos ellos directamente relacionados o asociados, por activa o por pasiva, por lo civil o por lo criminal, con el nocivo mundo de la política, que tanto juego ha dado dentro y fuera de la literatura desde que el mundo es mundo.

"La tonalidad es el mapa del tesoro de la buena literatura. Ese tono sostenido de la obra de González Pons proporciona la música más grata para los oídos del lector"

Y, sin embargo, el Libro de pecados pasa por ser un libro original, aunque amamantado por la teta de mil madres, pero, al fin y al cabo, hijo de sí mismo, fruto de las convicciones y de la inteligencia de su creador. La obra que ahora sale a la luz supera, con creces, a la que anteriormente nos ofreció el propio González Pons, El escaño de Satanás, de 2023, que no fue, sin embargo, un mal relato. Todo lo contrario. Con su Libro de pecados —título que atesora un doble sentido, como tendrá ocasión de comprobar el lector atento y curioso— logra una estructura mucho más original, atrevida y sólida, personajes de mayor convicción, menos planos, de mayor profundidad psicológica, y una trama bien elaborada, cuyo ritmo, de principio a fin, no decae a lo largo de estas casi cuatrocientas páginas.

Y el tono. Creo que fue Antonio Muñoz Molina quien declaró en cierta ocasión que cuando tenía el tono ya avistaba su nueva novela. La tonalidad es el mapa del tesoro de la buena literatura. Se puede tocar de oído, pero con el riesgo de caer en el error. Ese tono sostenido de la obra de González Pons proporciona la música más grata para los oídos del lector.

Y, sin embargo, el autor no hace sino echar mano de elementos por todos conocidos. Un espacio, llamado Almarjal, donde suceden los hechos, que él mitifica —como hizo Rulfo con Comala o Clarín con su Vetusta— y convierte en un paradigma de otros muchos lugares por el estilo, otorgándole un carácter universal. Almarjal es un vocablo ya recogido en una crónica del rey Juan II hace unos cuantos siglos: se trata de un terreno bajo y pantanoso en donde se suelen estancar las aguas, con el consiguiente valor simbólico. Y, por si ello fuera poco, el autor insiste en el hecho de que estamos ante una población cercana al millón de habitantes, no muy lejos del Mediterráneo —que cada lector se encargue por su cuenta de ponerle un nombre real—; un “lugar infecto” donde el prejuicio moral es su única ley, con plazas y calles de nombre tan curioso y rimbombante como Caídos del Cielo, Conservera de Sardinas o del Verdugo Emilio Ríos. ¿No fue Berlanga, nacido en Valencia, el director de una película titulada, precisamente, El verdugo?

"El elenco de personajes que aquí nos presenta González Pons saben no a verdad, sino a verdad verdadera, como solía decir Juan Marsé"

En Almarjal gobierna a sus anchas el PAI (Partido Almajareño Independiente). Y entre sus más firmes valores, figuran los protagonistas de esta historia contada, con sutileza y elegancia, sin ahorrarse detalle alguno, con algo de travesura y una voz impostada, por Manolo Macarrón, es decir Lolo, también conocido como Pecados o Noa Maryland para los más íntimos. O lo que es lo mismo: un muerto. Un tipo que posee los atributos de la verdad. El típico metomentodo con sus cinco minutos de gloria y sus muchos años de infierno. Infierno dantesco. Porque el elenco de personajes que aquí nos presenta González Pons saben no a verdad, sino a verdad verdadera, como solía decir Juan Marsé. Rafa Carnero, el ex alcalde de Almarjal, el Madelman de esta historia, tiene que defenderse de la acusación de asesinato de Bo Derek, es decir, la también exalcaldesa Blanca Vilallonga, su guapísima e inteligente amante, la mujer diez, la chica perfecta, con la que mantiene, durante un tiempo, un autentico love feroz.

A partir de entonces, la novela da un nuevo giro y comienza a funcionar en clave policiaca, con todos los recursos y los métodos propios del género. Pero los que llevan a cabo todas las pesquisas no son detectives de cierto rango y reconocido nombre, sino tres verdaderos antihéroes, tres singulares personajes que, en no pocas ocasiones, nos recuerdan al innominado protagonista —sucio y pepsicolero hasta rabiar— de El misterio de la cripta embrujada de Eduardo Mendoza. Me refiero a la segurata Sorribes, la deslenguada guardiana, a Carmelo Pérez del Pulgar y Aceituno de Marte, más conocido como Arriano, el de la voz  prehistórica, el filósofo —seguidor de Epícteto, del que utiliza alguna que otra buena parrafada— rico que malvive como un pordiosero, y el propio Lolo, que asume su papel de comparsa, un auténtico Diablo Cojuelo capaz de levantar los tejados de las casas del pastelón de Almarjal para observar lo que se cuece dentro; acaso, el personaje más agónico, en el sentido etimológico de la palabra, el más cuajado de toda esta historia; un tipo que ya no es nadie, que pertenece al viento, autor de frases que, si prescindimos de lo puramente paródico, resultan conmovedoras: “Me he convertido en destino de la lluvia, en objeto de su melancolía. Llueve para mí. Llueve conmigo. Yo mismo lluevo porque mi cuerpo no existe para la lluvia”.

Es, sin embargo, la sombra del barbado Valle-Inclán, del ínclito don Ramón, la que planea por estas páginas. González Pons consigue imponer ese mundo retorcido y carnavalesco propio del escritor gallego. Valle-Inclán, más que Quevedo, que tampoco está ausente en esta soberbia empresa, o Gutiérrez-Solana es el máximo responsable de que González Pons lleve a cabo ciertas e inolvidables descripciones como la de esta mujer madura de rostro pétreo, “esculpido a golpes, como una talla lítica, de nariz aguileña y ojos oscuros hundidos, ojos de pájaro, sin esclerótica visible, con una cicatriz que le atravesaba de arriba abajo el pómulo izquierdo y un pañuelo negro cubriéndole la cabeza”.

"Nos ofrece, con no poco humor corrosivo y quevedesco, una cierta teoría política que se resume en una especie de decálogo o en frases que no conviene pasar por alto"

Pero habrá quien espere de un político bien cualificado, de buena imagen y con una larga experiencia como González Pons algunas palabras sobre ese mundo nada edificante en estos últimos tiempos. Cada cosa, a su tiempo. Y no, el autor no elude esa misión, y nos ofrece, con no poco humor corrosivo y quevedesco, una cierta teoría política que se resume en una especie de decálogo o en frases que no conviene pasar por alto: “Utilizar el poder para vengarse —apostilla en una cita previa al inicio mismo de su novela— también es una forma de corrupción”. Y ya entrados en materia, no se ahorra todo lo relacionado con la elaboración de las listas electorales —las hace el que manda, asegura—, sobre los inexistentes programas o sobre las sedes de los partidos, esos lugares misteriosos en donde sólo trabajan administrativos, periodistas domésticos y conductores, según se apostilla en la obra.

Estamos, en resumidas cuentas, ante una obra bien elaborada, originalísima, entretenida —y para ello no duda en utilizar, con no poca pericia, finales propios del folletín—, con un toque de erotismo picarón, de una estructura compleja que, sin embargo, no enmaraña ni entorpece la lectura, escrita con una prosa limpia, sin tropezones, repleta de frases agudas e ingeniosas, como aquella, de tanto sabor shakespeariano, en la que se insiste en la idea de que “el amor imposible produce en los espíritus sensibles una atracción suicida”.

De haber sido don Ramón María del Valle-Inclán ciudadano de este Almarjal perverso que aparece en la novela como un huevo podrido cuyo olor alcanza a todos sus habitantes, hubiera declarado, a buen seguro, por boca del descastado Max Estrella, que “este pueblo miserable, transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras. Su religión es una chochez de viejas que disecan al gato cuando se les muere”.

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Autor: Esteban González Pons. Título: Libro de pecados. Editorial: Espasa. Venta: Todos tus libros

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