Ocurrió en Boston, bajo la euforia de un estadio lleno. La pantalla gigante del concierto de Coldplay proyectó a un hombre y una mujer abrazados, bailando. Él se agachó, ella se cubrió la cara, y medio planeta opinando sobre qué puede y qué no puede hacer la carne cuando pertenece a otro. Excomunión. ¿No es fascinante? La maquinaria medieval que llevamos dentro nos hace preguntarnos si tenemos derecho a desear fuera de la pareja.
Antiguamente, la fidelidad no era solo un ideal sensiblero, sino un mecanismo económico y social. Con la estricta división de roles, se entendía que la pareja debía preservarse ad infinitum para que la mujer no quedara desamparada y para que las haciendas y patrimonios tuvieran herederos incuestionables, los hijos legítimos. Ahora, en un mundo donde casi todos nos autoabastecemos, esa lógica de control se tambalea.
Nos gusta pensar que la fidelidad es una elección moral, un contrato libre entre adultos. Pero tal vez —si rebajamos las capas románticas— no es más que un truco del genio de la especie: un programa atávico que nos susurra que no soltemos al otro, no sea que se queme la granja y se acaben los (seres humanos) becerros.
Y aun cuando ya no queremos hijos, cuando ya no dependemos de nadie para comer, seguimos sintiendo ese fuego en la boca del estómago ante la mera posibilidad de ser sustituidos.
¿Y si, como especie, nos atreviéramos a mirar de frente esa programación? ¿Y si introyectamos la premisa, la entendemos y decidimos pasar de ella? Igual que dejamos de temer la condenación, podríamos dejar de temer la sexualidad abierta de quienes amamos. Tal vez entonces la palabra “infidelidad” nos parecería tan anticuada como “rebobinar”.
Reflexiono. ¿Podríamos renunciar a la ficción meliflua y confortable de ser “únicos” y “elegidos para siempre”? ¿Está nuestra sociedad preparada para aguantar el peso de esa realidad sin desestructurarse?
¿Habría que despenalizar el sexo? No lo estoy infravalorando, al contrario. Porque lejos de ser un simple acto físico, el sexo es un botón nuclear. Lo saben los historiadores: La voluptuosidad de Helena de Troya provocó una guerra de diez años; Enrique VIII cambió el destino y la religión de un país entero para echar un polvo con Ana Bolena; Cleopatra incendió el mundo civilizado con su magnetismo. El deseo, no necesariamente asociado al amor ni a la empatía, tiene un poder vandálico que puede desbaratar jerarquías, burlar leyes, quebrar emperadores. Quizá tememos el sexo porque intuimos que ahí está el epicentro de nuestra fragilidad, que el sexo contiene la vida pero también nuestra potencial devastación.
Vivimos sin Dios, sin juicio final, sin paraíso, sin vida eterna, sin certezas, sin brújula… Y la especie continúa. Tal vez un día también podamos vivir sin ese miedo anacrónico a ser reemplazados, sin ese contrato invisible que vigila la boca de quien decimos amar.
Puede que vistos desde la altura de la razón y la ganancia antropológica, la fidelidad no sea más que una trampa elegante de la naturaleza: un truco para que aceptemos el establo emocional, la manada tranquila que garantiza la perpetuación de la especie y la estabilidad de las familias. Estoy convencida de que, como seres racionales e ilustrados, acabaremos superando ese fenómeno y lo miraremos con la misma sonrisa con que hoy recordamos que la Tierra fue plana y los barcos se caían al abismo de lo desconocido. Y entonces la palabra “infidelidad” será una superstición irrisoria, un fósil intelectual y sentimental.
…Y tarde o temprano miraremos la fidelidad como un truco de la especie para tenernos ordenados como gallinas ponedoras, como se mira un mapa antiguo: con ternura y cierto desprecio. Eso es lo que dicta la inteligencia, lo que firmaría ante notario.
Lo sé, lo razono, lo defiendo con toda la lucidez que me dan los años.…Pero si lo viera con otra, esta lucidez quedaría suspendida en el aire como un pájaro al que acaban de disparar.


Es probable que el problema no sea irse con otra persona, sino hacerlo a escondidas, y en el caso de estos dos, esconderse de manera lamentable cuando les descubren. Si quieres irte con otro porque “para siempre” es una falacia, simplemente díselo. Si quieres enfrentarte como especie desde la razón a un convencionalismo obsoleto, tendrás que poder hacerlo en primer lugar a nivel individual como adulto y con madurez con tu pareja.
¿ Desde cuándo que la lealtad es un valor utilitario? Que artículo más banal