Hay relatos que no necesitan levantar la voz para hacerse escuchar. Obras que, sin recurrir a artificios ni a imágenes de violencia explícita, consiguen atravesar las defensas más duras de un lector y alojarse en un rincón incómodo pero necesario de su memoria. Días sin escuela, de Elena Uriel y Sento Llobell, es uno de esos cómics. Desde su aparente sencillez, plantea una de las preguntas más dolorosas que podemos hacernos como sociedad: ¿qué queda de un niño después de una guerra? La respuesta no se encuentra en cifras ni en discursos políticos. Tampoco en las portadas de los periódicos, ni en las entradillas de los telediarios que durante unos meses documentan las masacres del momento para luego pasar al siguiente conflicto. La respuesta está en los ojos de ese niño que, de un día para otro, deja de soñar con volver a la escuela y comienza a escuchar frases como “nos tenemos que ir”, “ya no es seguro” o “no hagas ruido”. Ojos que un día vieron dibujos de colores en un cuaderno y al siguiente se llenaron del gris del humo, de la falta de comida y agua, del vacío de las calles abandonadas o de los largos trayectos escapando de la barbarie.
En aquella época en España, los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Expo de Sevilla y el AVE recién inaugurado ocupaban los titulares. Nuestro mundo parecía girar con optimismo en torno a los símbolos del progreso. Pero a poco más de dos mil kilómetros, en los Balcanes, se abría una grieta en el mapa de Europa. Una fisura por la que se colaba la oscuridad más antigua del continente: la guerra. El mayor de los males asociado a la humanidad. De ahí parte el relato que viven los pequeños protagonistas del cómic, donde Elena Uriel y Sento nos invitan a sentarnos a la mesa con Denis, ese niño que sufrió el conflicto junto a su hermano y toda su familia. Así, la historia se abre paso con naturalidad y humanidad. Como esos recuerdos que aparecen cuando menos lo esperas y que, a veces, pesan tanto que hay que compartirlos para poder seguir adelante.
Entre las muchas escenas más potentes del cómic, una de ellas destaca sobremanera: el pequeño Denis se encuentra una camiseta en un montón de ropa. Es una del Fútbol Club Barcelona, con su escudo bordado en el pecho. Para un niño es un tesoro. Los colores vivos de la prenda hablan a un mundo normal que parece en ese momento muy lejano. Pero en cuanto se la enseña a su madre, la reacción es inmediata: se la arranca de las manos con un gesto de pavor, como si el tejido ardiera. Denis se queda en silencio, confundido y dolido. No entiende nada, pero la cruz de San Jorge en el escudo del Barça, completamente inocua en otro contexto, era en Bosnia un signo de identidad religiosa. Eso podía delatarte como cristiano en una zona dominada por musulmanes, o como “del otro bando” en un conflicto donde el vecino de ayer se había convertido en verdugo de hoy. La madre, consciente de los códigos invisibles de la guerra, sabía que el símbolo de una simple camiseta podía costarles la vida si alguien veía esa cruz.
Elena Uriel ha optado por un tono de contención admirable en el guion. En un tiempo donde muchos relatos sobre la guerra buscan conmocionar mediante escenas impactantes, ella prefiere sugerir el horror en lugar de recrearse en lo dantesco. La fuerza de este tebeo no reside en la acumulación de monstruosidades. sino en la humanidad con la que están narradas. Uriel escribe con la voz sencilla y genuina de un niño que trata de entender un mundo que cae ruinas. No hay imposturas ni excesos. Solo la mirada infantil intentando dar sentido a lo que no lo tiene: la despedida forzosa de una madre, la pérdida de un tío al que adoraba, el hambre que no entiende de razones ni banderas, el trato vejatorio de varones a las mujeres, llegando incluso al asesinato. Por eso, la trama avanza con la cadencia de la vida en tiempos de guerra: a trompicones, con sobresaltos, con silencios largos y con una incertidumbre que cala hasta los huesos. Elena no solo narra, recuerda. Y en ese acto de recordar, nos permite acompañar al protagonista en el viaje más duro: el de un niño refugiado que intenta no olvidar quién era antes de que la guerra le robara la escuela, los amigos y el hogar.
Si el guion emociona por su contención, el dibujo de Sento Llobell lo complementa con una delicadeza que resulta casi balsámica. Su estilo, ya conocido por obras como El doctor Uriel, es aquí más cálido y minimalista que nunca. El trazo de Sento no dramatiza. Sus líneas limpias y llenas de matices construyen un espacio íntimo donde el lector puede acercarse sin miedo al dolor. Los rostros son profundamente honestos. Como esos ojos que contienen tanto miedo como esperanza. Como esas manos que buscan el calor de otras manos. Incluso en los momentos más oscuros, hay belleza en los detalles: una manta que protege del frío, una taza humeante que simboliza el hogar perdido, una sonrisa que brota inesperada en mitad del horror. Entre todas las escenas, hay una especialmente dura. Es la de unos padres huyendo de las redadas que se producían, consiguiendo esquivar el peligro implícito y mortal que podía suponer para los detenidos. Ese momento, cargado de simbolismo, es un ejemplo perfecto de cómo este cómic convierte el arte en refugio y, sobre todo, en memoria.
Editado por Astiberri, este tebeo es mucho más que un relato sobre la guerra. Es una obra que emociona sin manipular, que informa sin adoctrinar, que abraza sin invadir. En tiempos donde las noticias sobre conflictos armados parecen desdibujarse en la vorágine informativa, este cómic nos obliga a detenernos y a mirar a los ojos de quienes más sufren: los inocentes. Leerlo es abrir una ventana a la parte más vulnerable de nuestro pasado reciente como continente. Es un recordatorio de que las guerras no son inevitables ni ajenas. También muestra que, mientras existan personas capaces de recoger los pedazos rotos con ternura y contarlos para que no se pierdan, siempre quedará una chispa de esperanza. Por eso, Días sin escuela debería leerse con calma, con respeto, con el corazón abierto. Es un cómic que, desde la fragilidad, revela una verdad universal: la guerra siempre rompe las mismas cosas, pero a veces hay quien consigue reconstruir su mundo a base de historias de amor y unión. Relatos que no solo son necesarios, sino imprescindibles. Porque si no les damos espacio en nuestra memoria, las guerras seguirán pareciendo lejanas, abstractas e irreales. Y mientras tanto, otros niños seguirán creciendo sin escuela, sin casa, sin patria… esperando que alguien, algún día, les devuelva la voz.




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