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De la tierra y para la tierra: Viajeros sedentarios, de José Luis Morante

De la tierra y para la tierra: Viajeros sedentarios, de José Luis Morante

Aunque el ser humano trate de apropiarse simbólicamente de la Naturaleza, “de nadie es patrimonio / tanta belleza”. Son estas últimas palabras autoría de José Luis Morante (El Bohodón, Ávila, 1956), poeta y crítico literario, quien con su último libro publicado, Viajeros sedentarios (La Garúa) se sumerge o zambulle en el mundo del haiku para demostrarnos cómo el individuo pertenece a lo natural, y no al revés.

Dice el poeta en la introducción del volumen titulada Encuentros que, a pesar de la “aparente sencillez” y “pauta métrica” que se asume en esta poética oriental ancestral, lo que verdaderamente conforma al haiku es la “fuerza” que habita en el poema, la cual “se cimenta en la modesta química de lo instantáneo”. Continuamos aprendiendo de sus palabras plenas de poética, para conocer el espíritu de los poemas vertidos en Viajeros sedentarios: “acogen el contacto con lo efímero, el suceso mínimo cotidiano y la maraña de encuentros con protagonistas y secundarios de la vida social. Suman instantáneas. Despliegan rutinas y dibujan con trazo descriptivo la dermis del tiempo”. Su carácter “ecléctico” y forma de aludir “a facetas dispares del aquí y en el ahora” los hacen plenamente actuales, si bien respetuosos con la tradición de la que provienen. En una palabra, la enriquecen.

"Sus haikus en ocasiones se convierten en narraciones, espoleando la imaginación del lector para inundar su mente de imágenes y situaciones a través de la sutil evocación"

Con dicho delicado volumen —diseñado por esta editorial para la colección de poesía, con el mismo primoroso cuidado con el que se concibió su contenido—, Morante demuestra ser un auténtico maestro en el “trío versal” y —lo que es más importante— en la síntesis, a la par que un experto en relatar historias desde la brevedad. Sus haikus en ocasiones se convierten en narraciones, espoleando la imaginación del lector para inundar su mente de imágenes y situaciones a través de la sutil evocación. De ello dan muestras estos poemas de tres versos, concebidos según el autor en “la callada labor de cuatro otoños”, creciendo “despacio, buscando la luz solar”. Así la labor poética se asemeja a la de quien siembra el campo y, tras su meticuloso trabajo, ve brotar progresivamente lo plantado. El título de este cultivar creativo proviene precisamente del viajar habitando “con la mirada un lugar”, buscando “sitio en su pulsión interior”. Una reivindicación que el propio Morante debe a Juan José Martín Ramos, narrador, aforista y creador de Polibea.

Componen el libro dos partes, Oficio de mirar y El rumor de la luz, cuyos sujetos se encuentran íntimamente imbricados, facilitando la labor del primero la segunda. La primera de ellas, Oficio de mirar, refiere a la necesaria actividad —que conlleva (y a su vez no) la acción— del poeta. Su capacidad para la observación, aquella con la que extraer el material poético que más le ha impactado en su experiencia con el medio. Se trata de pequeños gestos, como el contemplar al fondo del paisaje el preludio de una tormenta. A lo visual se añadirá lo sonoro de sus truenos, mientras que en primer plano se encontrará el campo. Uno y otro conforman la imagen de dos elementos solapados, como el de un jinete sobre su caballo: “Oscuras nubes / cabalgan entre juncos. / Tambores ciegos”. Vista y oído vuelven a unirse en el fluir del agua. La atención del poeta intenta adivinar lo que la Naturaleza le quiere decir: “Labios abiertos; / no sé lo que desea / la voz del río”. Como vemos, él es el único, dada su sensibilidad, que parece percatarse de las necesidades poéticas de lo natural: “Nadie pregunta / al manojo de lilas / si tiene sed”. Los elementos que componen el mundo que conforma la fauna y la flora, como seres vivos, e incluso muertos, se mueven al igual que los humanos: “Nunca termina / el viaje de las hojas; / andén del aire”.

"Retornar a uno mismo conlleva el recuerdo de los seres queridos que ya no están"

Y de la Naturaleza a la civilización, donde sus sonidos —a diferencia de los de la primera— resultan molestos: “Qué sordidez. / Tanto ruido en los tímpanos, / aunque no hay voz”. El poeta prefiere retornar al mundo urbanita amable que, en su felicidad incluso, le retrotrae a sus primeros años: “Suena a lo lejos / aquel tren de la infancia. / Raíles. Humo”. Entre lo creado por el hombre y el medio natural, una combinación: “Guardan los cables / pentagramas de trinos, / negras, corcheas”.

Retornar a uno mismo conlleva el recuerdo de los seres queridos que ya no están: “Todos los días  / amanecen conmigo, / pero qué lejos”. La ausencia suele venir de la mano de lo efímero, más breve aún en la hermosura de las plantas: “La flor; apenas / la blanca del copo / y ya renuncia”. Cuando son las personas quienes faltan, los objetos inanimados pueden emitir también sonidos, como lamentando su ausencia: “No vive nadie, / solo la puerta rota, / gimen los goznes”. También las ventanas interactúan con los espectros, generados al caer el sol: “Atardecer. / Empujan las ventanas / furtivas sombras”.

La contemplación de la Naturaleza exige de quietud y ausencia de palabras. Tan solo dejar que el paisaje estimule cada uno de los sentidos: “No decir nada. / Que cuenten los silencios / relatos mudos”. Leyendo estos versos no podemos evitar recordar las igualmente sabias palabras de José Ángel Valente, las cuales abrirán el segundo apartado: “Un poema no existe si no se oye, / antes de su palabra, su silencio”. También el otro citado de Virginia Woolf: “El sentimiento de cómo el mundo real canta / mientras la soledad y el silencio / me apartan del mundo habitable”. Comprobamos así cómo el estado interior de quietud del poeta no tiene por qué ser incompatible con el otro escenario natural que le inspira, y que puede ser de tierra adentro o de playa hacia afuera. El mar se hace protagonista en algunos poemas de Morante, como el que asocia muy acertadamente su superficie a la parte superior de una inmensa construcción: “Alzan las olas / sobre lo más profundo / un techo firme”. O aquel otro en que las espumas tan visibles y sobresalientes son asociadas a la carnosidad roja en la cabeza de determinadas aves: “Crestas azules, / el corral de las olas, / quiquiriquí”. Elementos que conforman el mundo sin haber sido creados por el ser humano —agua, fuego, tierra— se vuelven necesarios para la existencia de éste: “Entrega urgente, / el mar, el sol también, / si tú lo quieres”. A pesar de las necesidades del individuo, éste se ha ido volviendo paradójicamente menos autosuficiente, como demuestra el siguiente haiku: “Retales sucios, / crónico desaliño, / ya nadie cose”. No obstante, no siempre la Naturaleza es benéfica para el hombre, como se muestra en estos tres versos que perfectamente podrían ser un microrrelato: “Un ladrar vivo / asusta la quietud. / Huye la víbora”.

"La sinestesia se convierte en auténtica aliada de determinados poemas"

La sinestesia se convierte en auténtica aliada de determinados poemas. También la capacidad de representar las estaciones por características concretas que nos remiten a ellas: “Sobre los hombros / el nido de invierno. / Olor a leña”. También el inicio del día: “Amanecer, / reflejos del cristal / trinos y pájaros”. Del primer bloque del libro, también éste: “Vigor del suelo. / Un aroma a raíz, a noche y a barro”.

El amor se erige como otro de los temas recurrentes en este libro. Así, lo vemos en versos tan hermosos como el que homenajea al célebre poema Contigo de Luis Alberto de Cuenca, presente en su libro La vida en llamas (“Viajar a Marte / o al cuarto de la plancha. / Pero contigo”): “Con luz o noche, / en un lugar, en otro, / pero contigo”. También el tiempo previo a la felicidad amorosa, mostrado como devastador: “Antes de ti / la noche congelada. / Solo piel seca”. Y del barroco mundo que puede representar el amor a su contrario, la ausencia de ese “horror vacui” a través de la búsqueda de lo mínimo, tan de la filosofía oriental: “Que solo quede / el olor del vacío, / exacto hueco”.

El segundo apartado del libro, titulado El rumor de la luz, dota de sonido al agente físico que posibilita la visión de las cosas y, sin el cual, el poeta creador de haikus estaría perdido, ciego. El protagonismo de lo luminoso es claro ya desde el primer poema, donde comprobamos cómo la mirada atenta del autor registra la forma en que la luz incide sobre su propio cuerpo casi de forma pictórica: “Una acuarela / de claridad difusa / pinta las manos”. También la luz puede ser sanadora para la mirada: “Mirar arriba / y que la luz restañe / la cicatriz”. Igualmente, dejar sin alma a quien ya no puede recibirla porque ésta se retira —recordándole que no es suya—: “Zona de sombra. / Huye la luz de nuevo. / Me deshabita”.

"Incluso lo humano se analiza en lo que hay fuera, con ternura"

El poeta equipara su visión certera con la de un arquero, siendo los órganos visuales el propio instrumento que lanzar hacia un blanco o diana natural: “Tensar el arco, / que viajen en la flecha / certeros ojos”. Resulta estimulante evocar las enseñanzas filosóficas contenidas por Herrigel en su libro Zen en el arte del tiro con arco (1948). Pero no sólo lo presente y visible se convierte en material creativo para el poeta, sino también lo pasado a través de la memoria: “Livianos, vuelven. / La vela del recuerdo / chisporrotea”. Como vemos, el recurso de personificar los elementos naturales se convierte en un excelente elemento poético. Lo vemos, así mismo, en poemas como el siguiente, donde las preocupaciones pueden asociarse a estratos, nimbos o cumulonimbos: “Al despertar / cielo limpio, desnudo, / ojos sin nubes”. Así, la oscuridad con la ausencia de visión, en este poético haiku: “Dos ciegos hablan. / Es un día de luz, / dicen sus manos”. La ausencia de visión también puede ser simbólica: “A plena luz / y la misma ceguera / tan sola y frágil”. El desvanecimiento de la luz con el final del día resulta bien inspirador para el poeta: “Atardecer. / Alguien busca la luna / en un poema”. Para éste, será más sencillo difuminar la frontera entre la realidad y la fabulación onírica: “Entre las sábanas, / en el árbol del sueño, / oye trinar”. Él sabrá encontrar —como hemos visto en el primer apartado— el poder de lo natural incluso en lo pequeño: “El equilibrio de la flor en la rama. / Lumbre por dentro”. También su vulnerabilidad, como vimos en el primer bloque: “Me sobrecoge / el chasquido del suelo. / Un nido cae”; o este otro: “Con viento y lluvia / se ha quebrado la rama. / Restos del nido”. La Naturaleza puede ser enemiga para sí misma, del mismo modo que el hombre puede ser un lobo para el hombre.

En ocasiones, la temática externa deja paso al interior del poeta en haikus como éste: “Viene detrás, / cabizbajo y conmigo, / el viejo tedio”; también en este: “Quejas continuas. / El sudor y la fiebre; con frío, dentro”; o este otro: “Sobre mis pasos / la fatiga dormida. / ¿Quién la despierta?”; del mismo modo: “La compañía / de quienes vuelven solos. / La nada y yo”. Puede que el mundo interno y el externo se confundan: “Y sin embargo / el camino reparte / más extravíos”. El sendero natural se convierte en metáfora de la vida: “Cuánto desmonte; confunden la cuneta con el camino”.

"El último de los haikus muestra el resultado de todos en su conjunto pues, en él, los poemas son finalmente vertidos sobre la tierra"

Incluso lo humano se analiza en lo que hay fuera, con ternura: “Asier y Luna / prenden en mi mejilla / la flor de pascua”; o: “Cuánto compás / en los niños que duermen. / El reloj calla”. Igual: “Los tiernos dedos / al borde de la cuna. / Mínimo llanto”. De la complicidad de las personas cercanas y su familiaridad a las desconocidas o ajenas: “El jardinero / desbrozando parterres. / Tiemblan los tallos”. También objetos como ruinas del olvido: “Escombros sucios, / las ruedas del triciclo / que nadie busca”. A pesar de todo, el deseo de sobrevivir frente al desaliento se encuentra presente: “Seguir más lejos. / A pie firme las rocas. / Sed, noche, niebla”. A pesar de los errores y escollos en el caminar, siempre sale el sol: “Alzan el vuelo / los grises de la lluvia. / Un arcoíris”. Desde la tierra observamos los milagros del cielo que nos alientan, uniendo uno y otro ámbito como un estilizado personaje de El Greco. Algunos ejemplos: “Cabe decir / que las nubes olvidan / la tierra yerma”; “En soledad. / Tan cerca de los pájaros. / Olor a cielo”; “Más cerca aún / el techado del aire / y la cometa”; “Dónde las manos / que borran cielos rasos / en cada gesto”.

El último de los haikus muestra el resultado de todos en su conjunto pues, en él, los poemas son finalmente vertidos sobre la tierra: “Callan los haikus, / como granados surcos / tras el barbecho”. El resultado de la creación poética vuelve al lugar que la inspiró y vio nacer, concluyendo un círculo natural perfecto.

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Autor: José Luis Morante. Título: Viajeros sedentarios . Editorial: La Garúa. Venta: Todostuslibros.

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