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La inspiración napoleónica de Joseph Conrad

La inspiración napoleónica de Joseph Conrad

Mientras Napoleón sometía a Europa y humillaba a las monarquías continentales, Polonia pudo disfrutar de una breve primavera nacional y tomaron aliento las aspiraciones independentistas que habían sido asfixiadas por sus ambiciosos vecinos. En 1795 los territorios polacos se los habían repartido Rusia, Austria y Prusia, borrando del mapa al país por doce largos años. Pero en 1807, después de la batalla de Jena y otras clamorosas victorias de la Grande Armée sobre Prusia, Napoleón creó el Gran Ducado de Varsovia y durante casi una década los polacos pudieron saborear una relativa independencia. En 1815, tras la derrota definitiva del emperador en Waterloo, el Congreso de Viena volvió a repartir sus territorios entre sus potencias vecinas y agostó la primavera polaca.

Polonia estuvo desaparecida del mapa europeo más de cien años, hasta que, en 1919, por arte del Tratado de Versalles, volvió a aparecer, recuperando su independencia. Luego siguió sufriendo las ambiciones imperialistas de sus vecinos: es lo que tiene estar emparedado entre dos estados de históricas tendencias matonas, pero esa es otra historia.

"Resulta difícil discernir, a partir de su obra de ficción, si Conrad admiraba o despreciaba a Napoleón, si lo amaba o lo odiaba"

Apollo Korzeniowski, el padre del escritor Joseph Conrad, nació cinco años después de que fuera clausurado el Gran Ducado de Varsovia, y creía fervientemente en el renacimiento de Polonia. Escribió poemas de ardiente nacionalismo, pero era también un hombre de acción y participó en actividades clandestinas contra la dominación rusa por las que finalmente fue deportado a Vologda, un cenagal (según escribió el propio Apollo Korzeniowski) infectado de escrófula a casi dos mil kilómetros de Varsovia.

Al exilio fue acompañado por su mujer y madre del escritor, Ewa Korzeniewska, que era también una ferviente nacionalista y admiraba el carácter idealista de su marido. Todavía en el exilio, Ewa Korzeniewska murió de tuberculosis en 1865, dejando sin madre a un niño de apenas ocho años y a un marido destrozado. Tan sólo cuatro años después, Apollo Korzeniowski la siguió al panteón de los mártires por Polonia, quedándose el pequeño Joseph Conrad definitivamente huérfano.

Se puede entender por qué el escritor no albergaba demasiadas simpatías por Rusia o, al menos, por el régimen autocrático zarista que había subyugado a Polonia y llevado a la tumba a sus jóvenes padres. Cabría entonces presumir que la opinión de Conrad sobre Napoleón como libertador de Polonia sería más favorable. De hecho, uno de los cien mil polacos que se unieron a la Grande Armée fue un tío abuelo del escritor, devoto de Napoleón, llamado Mikołaj Bobrowski, quien prosperó en el ejército y ascendió hasta el rango de capitán. En la batalla de Leipzig (1813), fue el último hombre en retirarse del estratégico puente de Lindenau, sobre el río Elster, y por su valor fue nombrado Caballero de la Legión de Honor. Sin embargo, a pesar de ese ilustre antepasado, resulta difícil discernir, a partir de su obra de ficción, si Conrad admiraba o despreciaba a Napoleón, si lo amaba o lo odiaba.

"La fuente de inspiración napoleónica manó especialmente al final de su producción, cuando ya había escrito sus obras maestras"

La cosecha napoleónica en la obra de Joseph Conrad se compone —salvo error u omisión— de la novela corta El duelo (1907), el cuento El alma del guerrero (1915), la novela El pirata (1923) y la novela inconclusa Suspense (que quedó inacabada debido al fallecimiento del escritor en 1924). Aunque no se trata de una mala cosecha, lo cierto es que la fuente de inspiración napoleónica manó especialmente al final de su producción, cuando ya había escrito sus obras maestras y su genio empezaba a declinar.

En El duelo, dos húsares de la Grande Armée se baten media docena de veces a lo largo de las campañas napoleónicas. En El alma del guerrero se narra un episodio ocurrido durante la larga y penosa retirada del ejército napoleónico de Rusia en 1812. La novela El pirata se desarrolla durante el bloqueo marítimo impuesto por Inglaterra a Napoleón. Y en Suspense (subtitulada “Una novela napoleónica”) la trama gira en torno al emperador depuesto y desterrado en la isla de Elba, situada a tan solo unos doscientos kilómetros de Génova, donde transcurre la acción de la novela.

Es en esta última novela —inacabada, como ya he mencionado— donde el escritor se suelta y se permite opinar abiertamente, aunque sea a través de sus personajes, sobre Napoleón. Uno de ellos relata un encuentro con el emperador y lo describe con desdén: “Llevaba un traje de corte muy elegante, pero con esa figura achaparrada y su torpeza de movimientos, me pareció un ser espantoso, como un rey de comedia burlesca”. Más adelante, vuelve a referirse a él despectivamente: “Ahora, por ejemplo, estaba esa figura gorda y vencida, con su pequeño sombrero de dos picos… Todavía era emperador”.

"Por sus obras de ficción, podría parecer que el escritor no tenía una opinión definida sobre la figura de Napoleón Bonaparte"

Conrad no puede desprenderse del icónico sombrero de Napoleón y vuelve a servirse de esa prenda distintiva para emitir una opinión, esta vez más reflexiva (aunque ambigua): “Tiene que haber algún encanto en ese abrigo gris y en ese viejo bicornio que lleva, porque él mismo ha traicionado todo odio y toda esperanza que lo ayudaron a recorrer su camino”.

Sin embargo, más adelante se desentiende de la indumentaria de Bonaparte —que tan poco parece favorecerlo— y formula un juicio razonado, apoyándose en el fervor que suscitó entre los soldados: “Un hombre que realmente fuera un monstruo solo despertaría odio y aversión. Pero este hombre ha sido amado por un ejército, por un pueblo. Durante años, sus soldados murieron por él con alegría ¿O no?”.

Por sus obras de ficción, podría parecer que el escritor no tenía una opinión definida sobre la figura de Napoleón Bonaparte: lo desprecia en ocasiones, pero también le reconoce virtudes como líder militar y político. Sin embargo, esa impresión resulta engañosa. Joseph Conrad odiaba sin ambages a Napoleón y todo lo que este representaba. En el artículo titulado “Autocracia y guerra” —escrito hace más de cien años, aunque con sombrías resonancias actuales— es el propio Conrad quien opina sin rodeos: “La degradación de las ideas de libertad y de justicia, raíces de la Revolución Francesa, se pone de manifiesto en la persona de su heredero; una personalidad sin ley ni fe a quien ha sido moda representar como un águila, pero que, en verdad, más bien era una especie de buitre que carroñeaba sobre el cuerpo de una Europa que, efectivamente, durante una docena de años parecía un verdadero cadáver. La múltiple y sutil influencia de maldad del episodio napoleónico es escuela de violencia, origen de odios nacionales, provocación directa del oscurantismo y de la reacción, de la tiranía política y de la injusticia, y como tal no puede ser exagerada”.

"La brillante adaptación de la novela al cine por Ridley Scott en 1977 (45 años antes de la fallida Napoleón) sin duda contribuyó a su popularidad"

Una anécdota que el propio Conrad refiere en su libro de memorias Crónica personal tal vez sintetiza esa “sutil influencia de maldad del episodio napoleónico” al que se refiere en el párrafo citado. Durante la atroz retirada de Rusia, su “infortunado y miserable (aunque heroico)” tío abuelo Mikołaj Bobrowski se vio en la tesitura de tener que devorar un pobre perro lituano para paliar el hambre. Puede parecer un asunto menor dentro de las desgracias y calamidades que suelen suceder en las guerras, pero el escritor no lo juzgaba así. Conrad consideraba este episodio una funesta ignominia que no podía perdonar al propio Napoleón, al que hacía personalmente responsable por “su deplorable levedad en Moscú”.

A pesar del resentimiento sin paliativos (justificado o no) que Napoleón generaba en Conrad, lo que ni él podría negar es que tanto la figura del emperador como su época fascinaban al escritor. Esa fascinación lo persiguió durante toda su carrera, y con Suspense pretendió escribir la gran novela napoleónica y culminar su obra, pero la muerte le sorprendió en medio del proceso y le impidió concluir su proyecto. Lo que dejó escrito no permite juzgar la novela y si la misma estaba a la altura de su ambición.

Tal vez la obra más representativa de inspiración napoleónica que ha perdurado sea El duelo, la novela corta sobre el enfrentamiento entre el noble y gentil D’Hubert y el pendenciero e incondicional bonapartista Feraud. Que varias ediciones de la novela (y una adaptación al comic) coexistan en el mercado editorial español es síntoma de la popularidad de esta obra. La brillante adaptación de la novela al cine por Ridley Scott en 1977 (45 años antes de la fallida Napoleón) sin duda contribuyó a su popularidad. A través de esta película fue por la que yo tuve la primera noticia de Joseph Conrad; sólo por eso debería sentirme agradecido.

"Mientras suena la partitura original de Howard Blake, Feraud —envuelto en el mismo abrigo gris y el bicornio de Napoleón— se pasea, abatido"

Mucho antes de leer la novela o siquiera conocer la existencia del escritor, un amigo del colegio me contó la película desde el principio hasta el final (en aquellos tiempos este tipo de cosas se hacía). Algo debió de tener de fascinante su narración, porque pasé la media hora del recreo escuchando su relato de la adaptación cinematográfica que Ridley Scott había realizado de la obra (que, al parecer, se basaba en un suceso real).

Más tarde vi la película con mis propios ojos, y después leí la novela media docena de veces. Pero, para bien o para mal, los rasgos de D’Hubert son y serán para siempre los del actor Keith Carradine, y los de Feraud los del actor Harvey Keitel. Y en mi memoria persiste el brillante parlamento final de la película (no el de la novela) que D’Hubert le dirige a Feraud: “He vivido pendiente de ti durante quince años. No volveré a hacer jamás lo que me pidas. Según las reglas del combate, tu vida me pertenece. Simplemente te declaro muerto. Ten la cortesía de comportarte como un hombre muerto. Me he sometido a tus llamadas de honor todos estos años… ¡Sométete tú ahora a la mía!” (cito de memoria). Y luego, el cierre. Mientras suena la partitura original de Howard Blake, Feraud —envuelto en el mismo abrigo gris y el bicornio de Napoleón— se pasea, abatido, por la colina cubierta de bosque donde se ha batido por última vez. Se detiene en un balcón natural para contemplar el curso del río, mientras los rayos de sol asoman entre las nubes, y en un primer plano la cámara se recrea en el rostro adusto y la mirada torva del duelista vencido.

"El paralelismo entre Napoleón y Feraud es inevitable. Napoleón había perdido el duelo que, durante quince años, había sostenido con las monarquías europeas"

El paralelismo entre Napoleón y Feraud es inevitable. Napoleón había perdido el duelo que, durante quince años, había sostenido con las monarquías europeas, y terminó exiliado —muerto en vida— en Santa Helena, un pedrusco perdido en medio del Atlántico. Feraud, por su parte, había perdido el duelo particular que, en el marco de aquel gran enfrentamiento continental, había mantenido con D’Hubert. Fuera del estado de guerra que había sido el hábitat natural para su belicoso carácter, expulsado del ejército y exiliado a una pequeña aldea en el centro de Francia, para Feraud la resolución del duelo no podía ser más humillante. La muerte para él hubiera sido, qué duda cabe, una opción más deseable, pero su vida ahora pertenecía a su rival, D’Hubert, y eso le atormentaría el resto de su torturada existencia.

Al parecer, el modelo en el que se basó Conrad para el inflexible Feraud no fue otro que aquel fervoroso bonapartista y canífago ocasional Mikołaj Bobrowski. Y a su tío abuelo debe también su fascinación (que no fanatismo) por la figura de Napoleón Bonaparte y la época que encarnaba. Las aventuras y desventuras que su tío abuelo le contó cuando era niño se convirtieron muchos años después en la chispa de su inspiración.

Ninguna de las obras de inspiración napoleónica forma parte del canon habitual de obras maestras que la tradición le atribuye a Joseph Conrad —entre las que se suelen citar El corazón de las tinieblas, Lord Jim, Nostromo o El agente secreto—, pero incluso en sus obras menores, Conrad nunca deja de ser un formidable escritor.

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