Con motivo del décimo aniversario de su muerte, he vuelto con frecuencia sobre la figura de Leopoldo María Panero, “el último poeta” a decir de Félix de Azúa, uno de sus compañeros en los Nueve novísimos poetas españoles (1970), aquella legendaria antología de José María Castellet. Y, en efecto, Panero, cuya vida, desde que se le manifestó un brote esquizofrénico durante su primera estancia en prisión —creo que en Carabanchel—, transcurrió entre los desastres, las cárceles y los psiquiátricos que le guardaron entre el de Mondragón y el de Las Palmas de Gran Canaria, también fue el poeta más leído del fin de siglo español, el de mayor producción y el primero de su generación en ser estudiado por el academicismo. Y todo ello —siempre según Félix de Azúa en Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)— frente al resto de los vates convertidos en “funcionarios” sumisos al canon de la cultura oficial —eternamente contaminada por la execrable política—, a la búsqueda del premio, de la prebenda que les permita vivir, más o menos dignamente, ya que los versos, por sí solos, no dan para comer.
A ese Panero que supo del don de la infancia infinita, merced a Peter Pan, es al que voy. Esa dádiva impagable de volver a ser un niño en horas de desaliento, que tan solo otorgan a sus fieles algunos grandes personajes de la literatura juvenil, a mí, que en la vieja España fui el pequeño más feliz del mundo, me fue dada por Tintín. Pero también por un marionetista y cineasta entrañable, cuya gloria coincidió con el esplendor de Carnaby Street; una suerte de ilusionista de entonces que tengo en lo más alto de lo más profundo de mi ser: Gerry Anderson, el creador de Thunderbirds: Los guardianes del espacio, sí señor. Unos títeres en los que, llegado el caso, me retrotraigo a voluntad a aquella dicha antigua de ser un mocoso: Thunderbirds are go era la voz con la que se anunciaba la nueva misión.
Verdadero mito entre los baby boomers, cuando eran los niños que hace 60 años se sentaban maravillados frente al televisor a ver Guardianes del espacio —título español de Thunderbirds—, hubo algo en Gerry Anderson de la magia de Georges Méliès y el resto de los magos que, en los albores del cine, se llevaron sus trucos de las ferias a la incipiente gran pantalla. Trabajador abnegado —como el común de los mayores de los baby boomers que de aquella Europa en ruinas que sucedió a la guerra hicieron el mejor lugar del mundo para legárnoslo—, Anderson, más que un titiritero fue un creador de universos en Supermarionation. Al cabo, dicho procedimiento fue todo un precedente del actual stop-motion, en el que, mediante marionetas movidas con hilos, al modo tradicional, llevó a cabo una de las propuestas más interesantes de aquella edad de oro de la pantalla fantacientífica que fue el audiovisual inglés de los años 60 y 70.
Seguro que significa algo que el gran Gerry Anderson naciese en 1929 en Bloomsbury, la misma calle de Londres donde tenía su residencia la familia Darling —la casa de Wendy, la niña eternamente enamorada de Peter Pan—, amén del barrio que dio nombre a la capillita de intelectuales a la que perteneció Virginia Woolf. Y tampoco hay que pasar por alto que a nuestro marionetista se lo llevase el mal de Alzheimer en 2012. Cuando la suerte le fue esquiva y la AP Films, su productora, fue yendo a menos hasta perder todo su esplendor —en una buena medida por poner en marcha cintas de imagen real que no respondieron en la taquilla, como sí lo hicieron las protagonizadas por marionetas—, el olvido se fue cerniendo sobre su obra hasta el punto de que ni el mismo Anderson se acordaba de aquellos mundos paralelos que, para deleite de los pequeños televidentes de los años 60, creó merced al Supermarionation.
Productor, realizador y guionista televisivo, su mayor gloria fue la creación de un mundo de juguete. Aquella visión futurista de nuestro planeta en el año 2065, poblado por títeres y miniaturas, hoy es todo un clásico de la fantaciencia. Además de al Supermarionation, aquella anticipación fue debida a los desvelos de la familia Tracy, los integrantes de Rescate Internacional, los títeres que tripulaban los fabulosos Thunderbirds. Siempre alerta en su isla secreta, una llamada de lady Penélope Creighton-Ward —su agente en Londres, aquel Londres del Swinging London y el esplendor de Carnaby Street— bastaba para que alcanzaran raudos su nuevo objetivo.
Cierto, Gerry Anderson nació en el barrio londinense de Bloomsbury en 1929. Pero quizás su biografía deba comenzar cuando una carta de su hermano, fechada en la base Thunderbird Field (EEUU), le sugirió el título del que, con el curso del tiempo, habría de ser su gran proyecto.
Empleado por primera vez en la industria cinematográfica en los estudios Gainsborough, aunque se inició como fotógrafo, su interés de entonces era el montaje. Después llegaron algunas producciones independientes y su matrimonio con Betty Wrightman.
Mediaban los años 50 cuando Anderson ya se dedicaba a la televisión. En 1957, como director de Polytechnic Studio y habiendo encontrado en el operador Arthur Provis, en la titiritera Christine Glanville y en el técnico en efectos especiales Derek Meddings a algunos de sus principales colaboradores, produjo The Adventures of Twizzle. Basada en una idea de Roberta Leigh, aquella serie fue el primer acercamiento de Anderson a los títeres.
Aunque su inquietud de aquellos días eran los telefilmes con imágenes reales, las marionetas no tardaron en darle un éxito que ni él mismo esperaba. Tras Twizzle, ya al frente de AP Films llegaron nuevas propuestas muy similares. Pero fue con los 39 episodios de Supercar con los que se ganó incondicionalmente a las audiencias más jóvenes en la temporada de 1961. Siempre en Supermarionation, a Supercar le sucedieron El capitán Zodiaco y los patrulleros del espacio (1963) y Stingray (1964).
El primer episodio de Los guardianes del espacio —Atrapados en el cielo— se emitió en la televisión británica el 15 de septiembre de 1965. No mucho después, los telespectadores españoles más pequeños daban cuenta con un agrado inusitado de aquellos títeres, que parecían autómatas por el milagro de la Supermarionation. Aún recuerdan el Rolls Royce rosa de lady Penélope, la flema de Parker, su inefable mayordomo, y el arrojo de la familia Tracy.
Ya en el 67 llegó El capitán Escarlata, el otro gran éxito internacional de Gerry Anderson, quien también llegó a realizar algunas de sus entregas. Aunque el maestro no tuvo nada que ver con el remake de Thunderbirds realizado por Jonathan Frakes en 2004 —enmarcado dentro de esos remakes que el Hollywood de nuestros días, siempre falto de argumentos, busca en los viejos éxitos de la televisión—, su actividad se prolongó hasta 2008. Casado en segundas nupcias con la también productora Sylvia Anderson, hasta su divorcio en 1980 tuvo en ella a otra de sus principales colaboradoras. Juntos produjeron innumerables series televisivas de ciencia ficción. Pero el aplauso de Los guardianes del espacio —que conocieron dos largometrajes estrenados en la cartelera comercial— no lo volvieron a alcanzar. Entre las cintas de imagen real que pusieron en marcha, hubo una del siempre interesante Robert Parrish que me parece harto significativa, Más allá del Sol (1969). Versaba sobre el descubrimiento de un planeta gemelo a la Tierra, en nuestro mismo sistema solar, en el que cada uno tiene su Doppelgänger; es decir, su doble fantasmagórico, que allí a los efectos es el original.
Vi Más allá del Sol ya crecidito. Al menos lo suficiente como para haber perdido el uso del misterio en aras del uso de la razón y reparar en la feliz monomanía de Anderson —en aquella ocasión, también guionista junto a su esposa Sylvia— con los mundos paralelos. Fue una pena que sustituyese la Supermarionation por la imagen real. El filme no respondió en taquilla como los Anderson imaginaron e hizo que los nuevos proyectos para la gran pantalla del marionetista fueran mucho menos ambiciosos, lo que a la larga contribuyó a su declive. Quiero creer que para Gerry Anderson olvidar las marionetas en Más allá del Sol fue como para Wendy olvidar volar.



Enhorabuena Javier, por traer hoy uno de los mitos de la infancia de muchos niños. En una festividad de Reyes, podría ser 1967, me trajeron los juguetes de la foto de portada. Entre mis amigos, llamábamos a la serie como “las marionetas del espacio”. Muchas horas de juegos y fantásticos rescates disfrutamos frente a la tv de blanco y negro y en el suelo de la habitación. Gracias, Javier, por hacerme volver a esa feliz infancia.
Estimado Javier, que gran comentario has hecho. Impagable. Y que frases antológicas: “Esa dádiva impagable de volver a ser un niño en horas de desaliento” y “Al menos lo suficiente como para haber perdido el uso del misterio en aras del uso de la razón”. En efecto, esa herencia infantil de los Thunderbirds, junto al recuerdo de la serie “Viaje al fondo del mar” y a las imágenes en Eurovisión de Sandie Shaw ( y sus “marionetas en la cuerda”), la bella cantante con los pies descalzos que fue mi primer amor platónico infantil, han constituido aquel lugar mágico al que volver en los desarraigos y momentos duros de la vida, cuando la pesadumbre y la miserable realidad te encogen el alma y se te caen las alas de la ilusión por seguir viviendo.