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El órgano destripado

Hay novelas que no sabes por dónde abrirlas para escribir una reseña, si por lo que cuentan o por el cómo lo cuentan, si por los personajes que cosen la historia o por el hilo con el que la traman; en definitiva, si por el contenido o por la forma. No hay más opciones, aunque con El órgano, de Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974), no habría que empezarla ni por el fondo ni por la forma, sino por donde decía Nabokov en su Curso de literatura rusa mientras comentaba Almas muertas de Gógol: había que empezar por el que es el mejor personaje que crea un artista: el lector. Y por el lector empezamos, porque Sánchez Aguilar nos ha recreado.

Primero, las dueñas del tiempo en la novela, que son las montañas. Con ellas nos tropezamos nada más comenzar. Sin ellas no se entendería nada en la novela. Al principio piensas que es teatro, porque intuyes la tragedia. Son las montañas las hermanas nombradas, donde una habla en pasado, otra en presente y la última en futuro. Rodean al pueblo que desarrollará la ficción. Nos plantean cómo hemos de considerar la tragedia que nos va a desgarrar. Una montaña siempre está ahí, porque permanece, antes y después de una guerra, antes y después de dos siglos, antes y después de esta novela, antes y después de lo que sucedería. Las montañas, hermana 1, hermana 2 y hermana 3, mandan y son las dueñas de la verdad absoluta, porque ellas sí lo vieron todo y tú, lector, solo lo vas a leer, imaginar e interpretar.

"Una vez que Sánchez Aguilar nos presenta a los testigos de El órgano, se le reconoce la maestría que despliega para dosificar la intriga"

Y empieza la historia donde tú, lector, llegas a un pueblo para investigar la muerte de un organista que llegó con su mujer, de la que decían que era muy guapa y su hijo pequeño. El matiz con el que arranco este párrafo es importante, incluso beligerante: “tú, lector”. Y escribo “tú, lector” porque El órgano prescinde de un narrador como tal y quien dirige el ritmo es alguien que nos interpela. Lees como si estuvieras frente a quienes cuentan lo que había sucedido: una muerte trágica del organista, y donde no se nos revela el cómo, pero sí la transformación que la aldea sufre a partir de esa desgracia. La primera genialidad de la novela es que nos enfrenta a quienes fueron los testigos y a quienes vivieron con el organista, su mujer y su hijo. Cada uno te cuenta una versión, ¿verdad hermanas?, sobre lo que pasó antes de que el organista tuviera que marcharse a una guerra.

Los hechos son contados por… un herrero que tiene un hijo idiota y al que se le murió la mujer al parirlo y una hija que también murió ahogada. La tragedia está presente desde la primera página. Un maestro que narra cómo disfrutó mientras estuvo, con el organista: ¡cómo tocaba el órgano!, ¡qué cultura derrochaba!, ¡qué mujer!, a la que comparaba con la flor de Edelweiss, y que, mientras el marido estaba en la guerra, trataba con mimo y cariño mientras le ayudaba en las tareas del colegio con los niños de la aldea. Pero hubo una guerra, ¡ah, la guerra!, ¡ah, los soldados! ¡Qué desesperación! Después del maestro aparecen los de la taberna, “que beben y beben hasta que empiezan a salirles todas las penas como si rebosaran…”. El testimonio de un sacerdote, cura sanmanuelbuenado, que se confiesa con un laico esperando una absolución… y otra vez el idiota, antes mentado, que es el más protagonista porque qué sería de la literatura sin los idiotas, los tontos y los chalados, los que cuando hablan solo dicen la verdad para poner a la ficción en su sitio.

El idiota es importante en El órgano porque es hijo del que cuenta la primera versión sucedánea, la del herrero, aunque es “fuerte como un roble, y tiene el cerebro de una gallina”. Es quien nos sumerge en el ambiente dramático de la novela. Hay rudeza rural, donde las mujeres no dan a a luz sino que paren. El herrero cuenta cómo vino al mundo su hijo idiota: “y huérfano que no dejó de llorar desde que nació, como si supiera lo que había pasado, que había matado a su madre al salir de ella”. Pero “mañana el idiota seguirá diciendo cosas sin sentido, y serán verdad porque solo quien no quiere convencer de nada podrá decir la verdad. Y solo quien habla sin querer convencer de nada habla sin sentido. Como quien camina sin pensar en un destino es el único que camina de verdad”. Es importante todo lo que rodea a un idiota; y más aquí, en El órgano.

Una vez que Sánchez Aguilar nos presenta a los testigos de El órgano, se le reconoce la maestría que despliega para dosificar la intriga. Nunca nos cuenta qué pasó, sino cómo una aldea con habitantes felices se transformó en una aldea con habitantes sectarios que pedían confesión. Si bien se conoce el desenlace desde la primera página, entre otros motivos porque hemos llegado al pueblo para recabar información y elaborar un informe, nosotros, los lectores, seguimos pasando las páginas de El órgano con cierta avidez porque esperamos con ilusión que al final, el órgano vuelva a sonar.

"Una novela donde la sencillez de un idiota nos puede ayudar a interpretar realmente qué sucedió porque lo único que puede hacer el hombre, lo único que vale de algo, es seguir viviendo, dar gracias a Dios por estar vivo"

Pero estamos en mitad del campo y en una aldea donde a algunos se les daba bien leer los rostros y los ojos, y vislumbrar la desgracia: “pero junto a ese éxtasis que había en la contemplación de las cumbres y la nieve, también me pareció que había una sombra en los ojos del organista, una sombra como la que las montañas extienden sobre el valle”.

Una sombra donde antes hubo fuego, un fuego propio de la juventud de un organista recién casado; una juventud irrompible como el hierro, y un hierro forjado en el fuego, y un fuego que pertenecía al infierno, como nos recuerda Dante; un infierno que debía llegar y acontecer. Porque de El órgano se desprenden algunas conexiones bárbaras, incluso sorprendentes, como la que establezco con las advertencias que nos ofrece el Laberinto de Fortuna, de Juan de Mena. Incluso con los que nos sugería Boecio: “Conozco bien los múltiples disfraces de la fortuna, hasta el punto de prodigar fingidamente sus blandas caricias a los mismos a quienes intenta engañar, para luego abandonarlos repentinamente, sumidos en una insoportable desolación”. Porque la “diosa de la Fortuna es loca, ciega, bruta, (…) loca porque es cruel, incierta y mudable; ciega, repiten, porque no ve adónde se dirige; bruta por no distinguir al digno del indigno de ella”, nos lo recordaba también Marco Pacuvio.

El órgano de Diego Sánchez Aguilar nos sorprende por su simbolismo y polisemia, empezando por el mismo sustantivo que integra el título, órgano. Y por las equivalencias que nos ayuda Dante a descifrar para entender y considerar a los árboles como personas que se suicidaron y a las montañas con nieve como hermanas compuestas y sin novio. Una novela donde la sencillez de un idiota nos puede ayudar a interpretar realmente qué sucedió porque “lo único que puede hacer el hombre, lo único que vale de algo, es seguir viviendo, dar gracias a Dios por estar vivo, y no perder el tiempo pensando qué pasó, qué podría haber pasado, quién tiene la culpa, porque todo eso no sirve para nada, ¿entiende?, todo eso es perder el tiempo y dar vueltas a una noria que ni siquiera lleva agua, sino dolor y remordimiento”.

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Autor: Diego Sánchez Aguilar. Título: El órgano. Editorial: Candaya.

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