Habrán partido en un contenedor desde el puerto de Buenos Aires, descendiendo por el Río de la Plata hasta dejar atrás Montevideo y ganar mar abierto rumbo a las costas de Brasil por las rutas del Atlántico Sur. Habrán continuado la travesía hasta avistar África, rodeado el cabo de Buena Esperanza e intuido, a miles de kilómetros mar adentro, la sombra de Madagascar y las islas Mauricio. Habrán cruzado el océano Índico hasta alcanzar las aguas australianas y avanzar hacia el sur, rumbo a Melbourne. Allí, habrán sido transbordados a un ferry de carga que habrá cruzado el Estrecho de Bass para atracar en los muelles del norte de Tasmania. Si han conseguido llegar hasta ese punto sin naufragar les quedará recorrer por tierra las últimas veinticinco millas, costeando el río Tamar, hasta una casa en las cercanías de Launceston, donde su propietaria, Mariana Enriquez, espera recibirlos entre las cajas a medio deshacer de una mudanza intercontinental.
Entre las islas que emergen en este archipiélago de libros están «La isla de la juventud», «La isla de los inolvidables», «La isla de mi boom», «La isla de los amores difíciles» y «La isla del gran súper terror». Algunas son más sombrías, como «La isla de las fiebres», habitada por libros sobre el cuerpo enfermo: desde la tuberculosis en Jane Eyre hasta La campana de cristal de Sylvia Plath, sobre depresión y encierro; de Hervé Guibert a William Burroughs y la literatura dolorosa sobre el sida que Mariana leyó con la urgencia de encontrar palabras para nombrar las muertes que la rodeaban en los años de su adolescencia. Otras son sangrientas y solo admiten vampiros, sus monstruos favoritos: «El vampiro» de Polidori, Carmilla de Sheridan Le Fanu y, por supuesto, «la gran novela de sangre», Drácula. También hay islas privadas como «La isla Julio», dominio reservado a Cortázar. Después está «La isla gótica y sureña» de Faulkner, Flannery O’Connor y Meridiano de sangre de Cormac McCarthy: una isla-espejo en la que Enriquez se reconoce y, al referirse a ellos, acaba definiendo su propio gótico, tejido de «viento patagónico» y «chicas que se aburren sentadas en la puerta de kioscos que nunca tienen clientes». La poesía, en cambio, trasciende cualquier isla, porque se extiende por todo el archipiélago multilingüe: Sylvia Plath, Emily Dickinson, T. S. Eliot (su poeta favorito), Rimbaud par-dessus tout y Baudelaire a su lado, y, junto a ellos, Alejandra Pizarnik, Marina Tsvetáyeva y Wisława Szymborska.
Convertir este texto volcánico y rizomático en una lista de títulos sería traicionar el pulso de un libro que es todo menos un catálogo. Enriquez cuenta la literatura como cuenta lo demás: con una voz auténtica, generosa, potente, irreverente y, por momentos, desbordante de humor. Comparte la intimidad que ha instaurado con cada libro, ya sea en la casa de su infancia en Lanús o en el asiento de un colectivo de Buenos Aires. Pero, más aún, da una vuelta de tuerca al imaginario de la biblioteca al pensarla como un mar abierto donde libros diversos se rozan y se entrelazan como algas, ramificándose e interconectándose en una misma geografía diversa y flotante. En ese mar, la lectora es la corriente que los enhebra, y los hace resonar en una totalidad.
De este «pensamiento en archipiélago», en palabras de Édouard Glissant, surge la segunda línea de navegación del libro: una serie de breves interludios —«Los botes», «Los remos», «Los canales», «Las marejadas»— que amplían la cartografía de este territorio literario. Son pausas entre isla e isla, el tiempo de una travesía breve que nos transborda y, en ese tránsito, nos deja entrever calas apartadas de la biblioteca. Narrados en voz baja, estos textos-embarcadero abordan la materialidad de la lectura: el orden de los libros, los subrayados en lápiz, la acumulación de títulos digitales, la imposibilidad de escuchar audiolibros. También registran los gestos diarios de subrayar, anotar, releer, investigar, buscar epígrafes. Nos revelan los lugares elegidos para leer: nunca al aire libre ni en aviones, sí en salas de espera. Son notas al pie que nos advierten lo mismo de la escasez de escritoras mujeres en los estantes, canceladas por el canon predominantemente hecho de hombre por hombre, que de ciertos hábitos privados, como ese de enviar libros para repoblar las bibliotecas de las cárceles o el de no salir jamás de casa sin un ejemplar en el bolso.
En esta formación lectora nada elitista, poco canónica y nunca impuesta, sino más bien guiada por una necesidad de leer que se alimenta a sí misma, reconocemos la humildad, la curiosidad y la naturalidad conmovedora que recorren la literatura de Enriquez. Su recorrido lector se ha ido configurando al margen de los lugares consagrados —librerías, bibliotecas, aulas— en las mesas de saldos, en las mantas callejeras en el Parque Rivadavia, en las entrevistas a sus músicos favoritos y en las charlas con amigos, entre ellos Rodrigo Fresán. Lejos de la grandilocuencia y la pretensión con que tantos hablan de libros, incluso sin haberlos leído, aquí Enriquez acerca la lectura a cualquiera, con lo que se tenga a mano: fotocopias, PDFs, ejemplares prestados o pirateados.
Mariana Enriquez habla de libros como quien narra rutas que conoce de memoria, encendiendo en otros la chispa que impulsa a soltar amarras, abrir la primera página y zambullirse, dejando atrás el temor o el temblor que provoca el nombre imponente de un autor clásico en la portada o el grosor de un volumen. Archipiélago no es una demostración de erudición, sino un cuaderno de bitácora de lecturas que quedan pegadas a la piel, como las ha sentido Enriquez, que imagina los libros como seres vivos: seducen, inquietan, estremecen y, a veces, nos empujan a virar el rumbo y alejarnos. Estos últimos son los que dejamos ir, como le ocurre a Enriquez con Proust y Saer; no porque no sean excelentes, sino porque, como decía Borges, aún no ha llegado la marea propicia para el encuentro entre ese libro y su lectora.
Archipiélago levanta una ola fresca, un viento de popa que nos impulsa a seguir navegando por un mar de libros que son islas, pero también anclas y boyas. Cerramos el libro con la resaca de quien no quiere desembarcar. Mientras nos preparamos para el viaje, la brisa nos devuelve el recuerdo de aquellos cinco mil libros que hace unos meses zarparon del puerto de Buenos Aires. Ojalá hayan encontrado su faro —y a su capitana— en alguna orilla tasmana.
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Autora: Mariana Enríquez. Título: Archipiélago. Editorial: Ampersand. Venta: Todos tus libros.


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