El Velázquez que pinta al papa Pamphili en Roma es un Velázquez sabio, un Velázquez que ya lo ha visto todo y que pronto volverá a España. Allí, en su última década de vida en la corte, pintará sus obras magnas, Las meninas y Las hilanderas, pero también los retratos de la infanta Margarita o el asombroso Mercurio y Argos.
Quien recorre las galerías suntuosas del palacio Doria-Pamphili comprende esto con facilidad. El arte que cuelga de sus muros, el oro que salta a la vista, el lujo mobiliario y arquitectónico… todo apela a la exhibición de un poder que aspira a ser permanente. El arte cortesano es un arte glorificador. Las imágenes del propio Inocencio X conservadas en éstas o en otras estancias romanas, desde el gran retrato oscuro bajo dosel del Salón del Trono al bronce grandilocuente de Alessandro Algardi, evocan su imagen de eternidad: un ser que domina la historia. Incluso en sus mejores versiones, el arte cortesano le muestra al espectador un mundo apartado de la vida, un mundo que no existe pero subyuga. Actualmente, el retrato del papa Pamphili velazqueño se muestra junto al retrato en mármol esculpido por Bernini, gran artista cortesano de la Roma que conoció Velázquez. Pero Velázquez viene de la corte de Felipe IV y conoce el gran arte veneciano, el gran arte flamenco y lo ha visto todo, domina a estas alturas la totalidad de los trucos, los resortes de la cultura y sus símbolos, que pone al servicio de una vida que observa por igual en sus diferentes niveles. Existe otro ejemplo que permite apreciar la diferencia entre la mirada distanciada de Velázquez y la de Bernini, encarnada en un mismo ser: Francisco I de Este, Duque de Módena, retratado por ambos.
El poder energético de Velázquez es tal que desplaza el juicio artístico al psicológico. Sus espectadores transfieren el análisis de la obra al escrutinio de la personalidad de los seres retratados. La visión del carácter de Inocencio X lo llena todo, lo absorbe todo. Pero esto ocurre igualmente con cualquiera de sus otros retratos, sea cual sea la naturaleza de los seres. La perrilla maravillosa que pintará nueve años después Velázquez en su retrato del príncipe Felipe Próspero, descansando en una silla no muy diferente de la rica poltrona en la que ahora está sentado el Papa Pamphili, imanta por igual a los ojos que la miran. Todos están vivos.
Es bien conocida, ha pasado a la leyenda, la frase que se supone en boca del propio papa al ver su retrato: “troppo vero”. Quizás una traducción más precisa para esta expresión atribuida, dado el contexto, fuera: “demasiado vivo” y no la más crítica y literal “demasiado auténtico”. O incluso podría interpretarse que lo que pensó el papa Pamphili (quien, al ver terminado el cuadro, no sólo no se molestó sino que obsequió a Velázquez con una medalla y con una cadena de oro que éste conservó hasta el día de su muerte) fue más bien: “parezco vivo”. Es esto lo que debía de causar una admiración especial a las personas retratadas por Velázquez y lo que explica su inteligencia como pintor de la sociedad cortesana (ofrecer una forma nueva de permanencia, una extraordinaria distinción), así como su excepcional atención a la vida.
Frente a un arte que busca eternizar y que con el paso del tiempo acaba deviniendo en una imagen muerta, en un coágulo de materia, el retrato del papa Pamphili sigue estando vivo, es lo único que permanece verdaderamente con vida de su gran palacio romano. La grandeza de este arte consiste en un dominio tal de sí mismo que el propio arte se borra, se desprende de la fiebre de la enfermedad artística e ingresa en la vida. De manera que casi duele ver al papa Pamphili en el pequeño gabinete azul donde ahora nos recibe, casi cuatro siglos después. Se diría que nos mira un fantasma que ha quedado atrapado en las estancias de un lujo, de un boato que ya no le sirve de nada.
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Nota con motivo de 375º aniversario del retrato del papa Inocencio X a mano de Velázquez, pintado en agosto de 1650.


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