Los austrohúngaros construyeron una vía de tren de quince kilómetros para conectar el puerto de Trieste con el ferrocarril transalpino que subía hacia el corazón del imperio. La vía atravesaba túneles de roca viva y se asomaba vertiginosa al valle de la Rosandra. El Gobierno italiano la desmanteló en 1966, cuando los coches derrocaban a los trenes por todas partes. En 2010, cuando los coches empezaban a ceder algún centímetro en nuestras sociedades, la recuperaron para las bicicletas: pedaleamos por esta magnífica pista de grava que sale del centro de Trieste y sube suave hasta la frontera entre Italia y Eslovenia, el antiguo Telón de Acero entre la Europa occidental capitalista y la oriental comunista. Estas cicatrices de la historia —la trinchera ferroviaria austrohúngara, los viejos postes del confín ítalo-yugoslavo— se conservan en medio de un bosque apacible, al que ahora solo se puede llegar caminando o pedaleando. Los ciclistas somos alegres carroñeros que nos alimentamos de las rutas que los demás dan por muertas. Rodamos felices por cañadas reales, carreterillas olvidadas y trazados de ferrocarriles extinguidos, y dentro de unas décadas aprovecharemos también los itinerarios de los trenes de alta velocidad cuando caigan en desuso.
El atardecer nos pilló en las montañas del norte de Istria. En Croacia, como en cada vez más lugares, prohíben la acampada libre. Amenazan con sanciones de cuatrocientos euros, pero en las zonas rurales nadie pone pegas a quien planta su tiendita de campaña en un prado. En la aldea de Žejane preguntamos a los vecinos si les molestaría que durmiéramos en el pórtico de su iglesia. Nos explicaron dónde estaba la fuente, nos preguntaron si necesitábamos comida y nos desearon buenas noches. Entiendo que las autoridades controlen la acampada en parques naturales o zonas masificadas, pero me enfadan las prohibiciones de brocha gorda, la tendencia a restringir el espacio público, a privatizar y explotar la satisfacción de cualquier acto humano, incluido el de dormir debajo de un pino sin molestar a nadie.
Viajando en bici siento libertad. Recupero el mundo, algunas parcelas del mundo: un prado en las montañas de Istria es un lugar que se me ofrece —abierto, acogedor, desinteresado— durante unas horas. Es mío, es de todos, no necesito poseerlo. A Robert Louis Stevenson le entusiasmó la noche que pasó bajo las estrellas durante su viaje con una burra por los montes de Cévennes: “Nunca he disfrutado de una posesión tan serena de mí mismo, ni me he sentido más independiente de auxilios materiales (…). Noche tras noche hay para el hombre un lecho tendido en los campos, donde Dios mantiene casa abierta. He redescubierto una de esas verdades que les son reveladas a los salvajes y ocultadas a los economistas”. A la mañana siguiente, reanudó la marcha y dejó caer monedas por el camino para pagar su mejor noche, con la esperanza de que no terminaran en el bolsillo de algún propietario adinerado.
Nosotros a la mañana siguiente alzamos la tienda, la volteamos un poco al aire y listo: casa limpia, enrollada y atada de nuevo en la parrilla de la bici. Pedaleamos dos semanas por carreteras mínimas y pistas de grava hasta Dubrovnik, recorrimos islas y costas croatas, tomamos barcos, nos bañamos en playas de aguas turquesas. Gozamos de la vida portátil que permite la bici, la vida ligera, alegre, libre, iba a decir la vida sostenible: pero con el hambre que da el pedaleo, con el trabajo que di todos los días a la industria cárnica, sospecho que habría salido más ecológico viajar en reactor.



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