A continuación, reproducimos la cuarta entrega de la serie de relatos Crónicas desde El Cabo, de Patricia García Varela.
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Este 2025 fue especialmente generoso en lluvias, sobre todo en primavera. Recuerdo marzo como el mes en que una lluvia infinita nos hizo pensar que, por fin, la mutación estaba al caer: la anunciación de los nuevos gallegos anfibios, perfectamente adaptados al medio, con agallas funcionales y manos palmeadas antideslizantes. Un salto evolutivo digno de estudio ya predicho por Kevin Costner en Waterworld, pero sin necesidad de implantes ni presupuesto millonario. ¡Qué visionario el hombre!
La letanía de que la falta del agua la causa la gran escalada de las temperaturas (este año vivimos en Galicia el verano más cálido registrado desde 1961), se cae al comprobar que en la provincia de Pontevedra disponemos de menos agua embalsada que en las provincias de Ourense, Sevilla o Huelva. ¿O es que en esos lugares no hace calor? Vamos, anda, a otro perro con ese hueso. No sólo hay que mirar al cielo para ver si falta o sobra el agua, hay otras causas que en los pueblos pequeños consiguen que de un día para el otro el líquido elemento brille por su ausencia. Las causas fundamentales son dos: el turismo y las piscinas, que generalmente como los jinetes del Apocalipsis van juntas, aunque también pueden hacerlo por separado.
Con la llegada de las altas temperaturas también aterrizan los veraneantes, cada vez en mayor número. A veces parece que compiten con la migración de las hormigas legionarias —la famosa marabunta— y si no han visto la película del mismo nombre con Charlton Heston y Eleanor Parker, ya están tardando. Aunque el fenómeno se nota más en las localidades costeras, sus efectos colaterales también alcanzan a las pequeñas aldeas rurales. Porque, claro, triplicar o incluso quintuplicar la población de golpe, sin contar con los servicios necesarios para atender esa demanda, sólo puede acabar en caos.
No seré yo quien levante la voz en contra del turismo masivo y sus excesos, pero si todo nuestro modelo económico gira en torno a él, sería lógico que los mismos gobernantes que lo promueven se encargaran también de dotar a estas localidades de las infraestructuras necesarias para soportarlo. Es muy bonito llenar el campo con bucólicas casas rurales, pero si se olvidan de las necesidades de quienes viven allí todo el año, luego no nos sorprendamos cuando al segundo día no sale agua de la ducha, el único contenedor de basura permanece todo el verano desbordado o internet va tan lento como en los noventa, cuando conectarse a la red era sinónimo de cortar la línea telefónica.
Como en muchas otras pequeñas localidades gallegas (y supongo que del resto del territorio español), en mi pequeño pueblo no contamos con suministro de agua por parte del ayuntamiento, ni tampoco con alcantarillado. En pleno 2025 y a diez minutos escasos del centro de la localidad, donde sí disfrutan de estos servicios, tenemos que apañarnos con fosas sépticas y con una comunidad de aguas constituida por todos los vecinos. Esta comunidad gestiona colectivamente los recursos hídricos de la zona para que todos podamos disfrutar de agua potable en casa. Sí, lo sé, leer esto desde la mirada de un urbanita cuya única relación con el agua es abrir el grifo de casa y pagar una factura mensual es como entrar en otra dimensión. Yo me sentí así cuando llegué aquí.
Después de una de las primeras olas de calor del mes de junio nos llegó un mensaje urgente del presidente de la comunidad avisándonos de que el depósito se había vaciado sin razón aparente. Tocaba revisar si existía alguna fuga en las cañerías de las casas de los vecinos, si alguien se había dejado un grifo abierto o si las razones eran otras ya que en el depósito no parecía estar el problema. Para resumir diré que tras una semana de restricciones el problema se solucionó por si solo, tal y como surgió, con el depósito llenándose de nuevo por efecto del manantial que lo abastece.
Evidentemente, las sospechas recayeron enseguida sobre el sospechoso habitual cuando escasea el agua en verano en las localidades pequeñas: las piscinas. Y es que, nunca mejor dicho, ahora todo hijo de vecino cuenta con una en casa. No entremos en esas monstruosidades de las piscinas de obra, que de media albergan unos 50.000 litros por cabeza. Si sumamos las de lona —más modestas pero infinitamente más numerosas— el resultado es un consumo desaforado de agua. Solo en la provincia de Pontevedra se ha estimado que asciende a unos 262.200.000 litros. Ojalá tantos ceros en mi cuenta corriente.
Como decía antes con el turismo, no seré yo quien hable de prohibiciones, pero cuesta no ver como de ridícula resulta esta fiebre por las piscinas en un lugar rodeado de espacios naturales ideales para el baño. A cincuenta minutos tenemos algunas de las mejores playas del mundo —o eso decía The Guardian de las islas Cíes— y más cerca aún, parajes fluviales de ensueño, con cascadas que parecen diseñadas para que los influencers más cansinos corran a inmortalizarlas en Instagram, asegurándose de que no quede rincón sin pisotear. Visto así, igual es mejor que cada cochino se quede en su charca.
Pero ya que parece que tener piscina es casi un derecho constitucional, al menos podríamos usarlas con algo de sentido común. No sería necesario llenarlas cada año, como parece que muchos hacen. Igual estoy equivocada —lo más probable, ya que no tengo una— pero tengo entendido que existen productos químicos para mantener el agua limpia de una temporada a otra, e incluso lonas para cubrirlas y evitar que se llenen de suciedad (y de bichos ahogados, que no es precisamente lo que uno se quiere encontrar al darse un chapuzón).
Tal vez visitar las piscinas municipales de muchos pueblos pequeños les sorprendería a aquellos que optan por montarse una en su segunda residencia: mucho menos transitadas que las de las grandes ciudades y en ocasiones, muy modernizadas. Las opciones son múltiples pero parece que la necesidad de poseer una piscina es demasiado tentadora para algunos; igual no lo es tanto el darse el chapuzón como el mismo hecho de poseerla. Nada nos define mejor que el “culo veo, culo quiero”.
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No hay turista para tanta cultura
La Tormenta
No son molinos, amigo Sancho, que son gigantes
De tejones, infancias y pies rotos
El robot Manolo
Las gallinas, la duquesa y el pintor
Mujeres, rural y soledad
Los jabalíes, el pulpo y las velutinas
Mi gato
Verbenas por encima de nuestras posibilidades


Doña Patricia, ha tocado usted un tema sagrante del que no somos conscientes. No sólo es en Galicia, ese paraiso paisajístico, culinario, cultutal y humano, es también en el resto. Este paìs tiene la maldición de ser totalmente dependiente del turismo. Es nuestra I+D+I, como decìa aquel subnormal que todos recordamos.
Y es el egoìsmo. Todas las urbanizaciones de las periferias tienen, por necesidad insoslayable, que tener su piscinita que casi no se usa. Para colmo, además de la piscina comunitaria, vecinitos insolidarios montan, en los bajos con jardín, sus piscinas, tanto fijas, de obra, como desmontables.
¡Venga, que nos sobra el agua!
Y se olvida usted de los campos de tenis esparcidos por toda la geografìa como si esto fuera Irlanda. Señores míos: ¡esto es un secarral!