Imagen de portada: ‘Two Young Men’, de Crispin van den Broek.
Hay un momento concreto, hacia el final de este relato del mes de octubre de la Escuela de Imaginadores en Zenda, que es un ejemplo de cómo contar sin contar. Un momento en el que sentimos ese vértigo gustoso que es tan propio del placer lector. Y todo el cuento, de principio a fin, está narrado a partes iguales con naturalidad y precisión.
Aunque el imaginador Regino García Martínez (Madrid, 1984) se licenció en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y es guionista y confundador del pódcast Noviembre Nocturno, su profesión desde hace años no tiene ninguna relación con las letras. Y, sin embargo, su experiencia laboral al mismo tiempo le reporta un amplio y valioso material literario. Una materia prima, podríamos decir, bastante similar a esta que están a punto de leer. «Guantes de jardinería» es un relato corto que se disfruta de principio a fin, y espero haber dicho lo suficiente como para que nadie deje pasar su lectura.
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Guantes de jardinería
—¿Y qué te parece esto? —preguntó.
—Son unos putos guantes.
—Claro que son unos guantes. ¿Nos los llevamos?
Eran unos guantes de polipiel negra, con la parte de las palmas de color rosa. Él los miró un rato, sin decir nada, negando con la cabeza. Por fin, dijo:
—Joder, ¿y tienen que ser rosas?
—Bueno, ¿qué más da que sean rosas? Lo importante es que den el pego, ¿no? —contestó el chico bajo de la gorra—. No sé, es algo que no parece raro.
—A mí me parecen raros de cojones —replicó él de mala gana.
—Ya, para nosotros puede. Pero aquí no, piénsalo. No sé, creo que cualquier otra cosa parecería rara. Hay que comprar algo que no parezca raro.
—Calla —dijo él de pronto.
Una chica de unos treinta años pasó por su lado, caminando despacio. Cuando llegó a su altura, se paró y empezó a mirar los productos de los estantes. Los dos comenzaron a disimular, cogiendo cosas al azar de las baldas, que fingían mirar cuidadosamente. Tras unos minutos, al ver que la chica no se iba, el más alto le hizo un gesto al de la gorra mientras comenzaba a andar alejándose, y el otro le fue siguiendo caminando detrás. Cuando los dos se hallaron lo suficientemente apartados, el más bajo dijo:
—¿Y si lo mangamos todo y ya está?
—¿Pero qué dices? —contestó él.
—Sí, podemos meternos todas las cosas bajo el abrigo.
—¿Es que eres imbécil? ¿Cómo vamos a robar todo esto? Si son un montón de cosas.
—No sé. Pues entramos y salimos varias veces.
—Ya, como que no se van a dar cuenta. Que esto no es como cuando mangamos cerveza en el paqui.
El otro iba a responder, cuando el chico alto le cortó de nuevo:
—Tss —dijo de pronto.
Pasó junto a ellos un empleado de la tienda, con una carpeta con hojas sobresaliendo. Los dos se quedaron callados, hasta que volvieron a estar solos. El chaval de la gorra dijo:
—Bueno, ¿qué hacemos entonces?
—Venga, coge los putos guantes y vámonos.
—Vale. Pero espera un momento —contestó, y se alejó hacia el fondo del pasillo.
El alto se quedó mirándole, pensando por un momento en que el muy estúpido iba a pedirle consejo al empleado de la tienda que acababa de pasar, y que se había parado al final del pasillo junto a la chica de antes, que le había preguntado algo. Pero finalmente le vio dejar los guantes en una estantería y coger otra cosa, y volvió hacia donde estaba él.
Miró lo que había traído. Eran otros guantes, esta vez con las palmas azules.
—¿Pero qué cojones traes ahora? —le dijo.
—Mejor nos llevamos estos, ¿no?
Él no parecía entender nada.
—Joder, tío, si me daba igual el color, eso te lo decía por decir.
—No, es que estos son mucho mejores.
—¿Por qué? ¿Por qué son mejores? —preguntó, molesto—. A mí me parecen iguales que los otros.
—Porque estos son para herramientas.
—¿Y qué?
—Que los otros eran para jardinería. No nos sirven, necesitamos unos para herramientas.
El chico alto miró a su amigo unos segundos, y dijo:
—¿Y no es mejor que sean para jardinería, coño? ¿No dijiste que eran para disimular?
—Ya, pero estos se adhieren más.
El alto se encogió de hombros, estupefacto. Entonces, miró la etiqueta con el precio.
—Joder, si encima son más caros.
—Ya, pero son mejores, se adhieren más.
—Qué más da eso, hostia. Anda, coge los otros y vámonos. Que no sé si nos va a llegar la pasta.
Su amigo fue resignado a devolver los guantes y a coger los otros. Luego, los dos echaron a andar hacia la caja. El más alto llevaba tras de sí una cesta con ruedas, con todo lo que habían cogido en la tienda. El chico bajito le preguntó entonces:
—¿Te ha dicho algo tu madrastra?
—Sí, no se cree que no sé dónde está la pasta —contestó él—. Dime qué has hecho con mi puto dinero, me ha dicho la tía, mientras me echaba el humo del cigarro a la cara. Y luego me ha dicho que hablará con mi viejo, cuando vuelva del bar. Seguro que me vuelve a dar de hostias. Menudo cabreo llevaba ayer.
—¿Sigue enfadado por lo de la profe?
El chico alto escupió en el suelo de la tienda, al lado de la zapatilla de su amigo, y le miró con odio intenso. La saliva de color marrón quedó encima de la baldosa del pasillo. Luego, dijo:
—Menuda zorra de mierda, puta profesora hija de puta. Pero me las va a pagar pronto esa chivata asquerosa. Te lo juro.
El otro miró al resto de clientes que pasaban por donde ellos estaban, por si alguien les oía. Por fin, el alto dijo:
—Bueno, vamos a pagar.
Comenzaron a andar hacia las cajas, pero al poco el chaval bajito con gorra se detuvo de repente. El otro también se paró entonces, y le miró sin entender qué hacía. Su amigo, vigilando que nadie les escuchara, le dijo entonces casi susurrando:
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
—Sí, coño, ¿tú no?
El de la gorra dudó.
—No sé…
—¿Qué pasa tío, sigues acojonado o qué? Ayer con el gato tampoco tuviste huevos. Tuve que hacerlo yo, como siempre.
Su amigo puso cara seria y echó la espalda hacia atrás, queriendo parecer más alto. Le contestó:
—No estoy acojonado. Esta vez voy a hacerlo.
—A ti también te ha jodido la zorra esa en clase, ¿no?
El chico de la gorra se quedó callado unos momentos, mirando a su amigo. Luego miró al suelo y murmuró:
—Sí. Supongo.
—Pues vamos —dijo el alto, y echó a andar hacia la caja sin mirar a su amigo, que empezó a seguirle de nuevo.
Se acercaron a la zona de las cajas, y tras comparar las colas unos momentos, se pusieron en la que parecía más corta. Al poco, el chico alto miró hacia el lado derecho, y vio al guarda de seguridad que estaba parado de pie junto a la puerta, cerca de la caja en la que estaban. Entonces el chico alto cogió del brazo a su amigo y le hizo un gesto, y los dos se fueron a una cola más alejada del guardia, aunque era visiblemente más larga. Pero una vez allí, cuando miraron hacia el guardia de nuevo, vieron que este les estaba mirando a ellos.
El chaval bajito le dio un codazo a su compañero, y le dijo que el vigilante les estaba mirando.
—Y qué coño quieres que haga —murmuró él.
—No sé, vámonos a otra cola, a la que esté mas al fondo —le dijo el otro.
—Pero qué dices, eso va a ser raro. Ya hemos cambiado de cola una vez.
—Nos está mirando —volvió a decir.
—Ya lo sé —contestó—. Disimula.
Les tocó el turno a varias personas en los siguientes minutos, hasta que solo quedaron dos por delante de ellos. El siguiente cliente, un señor mayor con gafas, comenzó a poner sus cosas en la caja para pagar. Durante todo ese rato, el chico bajito solo miraba al suelo. El alto hacía como que revisaba las cosas de la cesta. De vez en cuando, miraba a su alrededor como si buscara a alguien, y de paso echaba una mirada al guardia.
El tío seguía mirando hacia ellos. Se llevó la mano a la oreja y dijo algo por el pinganillo.
Le tocó al último cliente, una mujer gorda que iba en chanclas. El próximo turno ya sería el de ellos. El guardia de seguridad comenzó a andar despacio, como con indiferencia, hacia la caja donde estaban. El chaval alto seguía mirando alrededor, y vio entonces a otro guardia que se acercaba desde el fondo de la tienda también hacia su caja, con paso decidido.
Los dos chicos vieron cómo los guardias se miraron cuando se encontraron cerca, y se hicieron un gesto con la cabeza en dirección a su caja.
—Nos han pillado, nos han pillado —empezó a decir el bajito, tirándole al otro de la manga.
La clienta que iba delante de ellos terminó de pagar y comenzó a caminar hacia la salida, y ellos avanzaron hacia el cajero, mirando al suelo. Entonces, los dos guardias de seguridad se acercaron hasta la mujer gorda y le dijeron que les acompañara. Ella empezó a protestar en voz alta mientras uno de los vigilantes sacaba cosas de su bolso.
—¿Chavales, pasáis los productos o qué? —dijo el cajero de repente, un hombre con tatuajes en los brazos que asomaban debajo del uniforme.
Ellos dejaron de mirar a los guardias y comenzaron a depositar en la caja el contenido de la cesta, mientras aquel hombre comenzaba a pasar los productos por el escáner, que pitaba anunciando en la pantalla cada artículo:
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Un paquete de bolsas de basura grandes
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Dos botellas de lejía
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Un roll de cinta aislante
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Una caja de bridas
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Un hacha de mango largo
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Guantes de jardinería
El más alto miraba al suelo con la cartera en la mano, mientras el bajito metía las cosas de nuevo en la cesta sin levantar la vista. El corazón de los dos empezó a latir con fuerza, con tanta fuerza que hizo vibrar sus camisetas, y que comenzó a escucharse más alto que su propia respiración, retumbando por encima del ruido de las cajas de la tienda, de los gritos de la señora que protestaba mientras la registraban los guardias, de los coches pitando en el atasco de afuera, del silencio del callejón de su barrio donde había varios gatos muertos con las patas cortadas escondidos en cajas viejas de madera, del bar donde estaba su padre ya borracho como cada día gastando el dinero que no tenía, y del portal mal iluminado de la casa de su profesora que llegaría sola esa noche del instituto, como todos los jueves.
Con tanto ruido no oyeron al cajero, que se les quedó mirando fijamente esperando una respuesta que no llegaba. Así que repitió la pregunta:
—¿En efectivo o con tarjeta?


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