[Imagen: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, LXX: NOCHE DE ÁNIMAS
La víspera de Difuntos, Elías mandó al pequeño a La Pindia, a cuidar de las ovejas. Llevaban un par de años malos, así que había apartado unas cuantas a la finca más alta, al norte de La Llana, para echarles al macho en mayo. La paridera de otoño ya no tardaría mucho. Tres de las borregas le quitaba el sueño, porque se olía que traían mellizos.
—¿Por qué no vas tú? —protestó Margarita, con un peso de malasombra en el pecho—. O manda a Luis, que ya es casi un hombre…
—A Luis lo necesito conmigo, mujer —replicó el marido, huraño—. Otra tromba como la de San Jenaro y se nos viene el techo abajo.
—Pero Miguel es muy niño todavía —insistió la madre—. Dile a Amalio que se acerque, y ya me arreglo yo con tu prima para pagarle.
—Miguel es listo como una raposa y tiene casi once años, ya es hora de que se gane el pan —zanjó Elías.
Miguel, en realidad, estaba deseando ir. Quería demostrar que era capaz, como los grandes. Además, le encantaba caminar, estar solo con sus pensamientos. Podía cantar, silbar, inventar rimas, o cuentos de mozas encantadas por serpientes. Se zampó el queso y una buena rebanada de pan con miel que la abuela Nazarena le puso en el plato, con mucho guiño y aspaviento. El vino caliente se lo bebió con calma, notando el cosquilleo del clavo y los vapores en la nariz. Margarita, con un temblor en los dedos deformes, le abotonó la pelliza.
—Vas y vienes —ordenó, tajante, pero sin alzar la voz—. Si alguna está ya parida o a punto, corres a casa y se lo dices a tu padre. Y que suba él, con Amalio, con la prima Juliana o con la sota de bastos, ¿me has oído?
—Que sí, madre —asintió él, colorado y brillante como una manzana.
Margarita se quedó en el dintel de la puerta, viéndolo alejarse a saltitos y carreras. El pulso se le encabritó, y tuvo que morderse el puño para no gritarle que volviera.
—¿Qué te pasa, hija? —le murmuró Nazarena, con un pescozón cariñoso.
—Que tengo angustia y casi no puedo respirar —resopló ella—. No es bueno que los críos suban hoy al monte. Andan sueltas las ánimas y siempre hay alguna desgracia.
—Qué tonta eres, Margarita, por Dios —se burló la anciana, pero, por si acaso, se persignó a escondidas.
La niebla bajó a media tarde, como si el cielo se hubiera rasgado desparramando un manto gris sobre la tierra. Fue un visto y no visto. El mundo se quedó ciego entre dos golpes de martillo, entre dos puntadas, apenas entre dos suspiros, en un santiamén. Margarita vio aquella fumarola maléfica colarse por los postigos, y, con un alarido de loca, salió al zaguán, donde quedó de inmediato deslumbrada y aterida de frío.
Arriba, en algún punto impreciso entre La Pindia y La Llana, Miguel intentaba infundirse valor, completamente desorientado por la densidad pálida que lo envolvía.
—Vaya con la fosca… —exclamó en voz alta, esforzándose por sonar indiferente. Su alma de chiquillo no albergaba la menor duda de que, tras la cortina espesa que lo cubría todo, danzaban seres feéricos y perversos, cuya única intención era asustarle. Mas, si lograba mantenerse sereno, como los héroes de los cuentos de la prima Juliana, los pequeños diablillos le dejarían en paz, renunciando a arrastrarlo a su ciudad encantada de palacios de espuma—. Bueno… pues nada… mejor sigo andando, que ya llegaré…
Pese a que todos sus instintos le gritaban que no se moviera, el pánico fue haciendo presa en él. En aquel silencio de sepulcro, su propia respiración sonaba como un mal presagio de soledad y de muerte. Empezó a andar, sin rumbo, sin noción de hacia dónde huía. Al principio, caminaba. Después, perdida ya la cordura en favor del miedo, echó a correr, mientras en su cara se mezclaba el llanto con el azote de helados cristales.
—Por favor… —gemía, aterrado, sin saber si le rogaba a Dios, al Ángel de la Guarda o a la calidez hosca de su madre, tan lejana entonces como la misma luna—. Por favor, quiero irme a casa, por favor… déjame ir a casa…
—Miguel, para.
Se detuvo en seco, abrumado. Fue apenas un susurro junto a su oído y, al mismo tiempo, resonó por todo el valle.
—Despacio —insistió la voz—. Aquí, ven…
El chiquillo se frotó la nariz con la manga, respiró hondo y alzó los brazos, tratando de aferrar algo en el aire.
—¿Quién eres? —musitó, entre el pavor y el alivio—. ¿Dónde estás?
—Aquí. Un poco más. Cuidado…
Era una mujer, y eso le tranquilizó. Según su corta experiencia, había poco que temer de las mujeres. Avanzó a paso de caracol, arrastrando los pies, temeroso de que alguna grieta se lo tragara. Tanteó varias piedras que fueron aumentando en número y tamaño, hasta llegar a formar montículos de altura considerable. Sorprendido, se topó con unos cuantos ladrillos desmenuzados y restos de tejas descoloridas. Por fin, se dio de bruces con un muro. Lo recorrió con las palmas, lleno de curiosidad.
—Aquí —dijo la voz de nuevo—. Ya estás. Siéntate y quédate quieto.
—¿Esto es la iglesia vieja? ¿La del monte?
—La ermita de Santa Úrsula, sí. ¿Oyes la campana?
—No tiene campana —refutó Miguel, despistado—. Está todo en ruinas desde que cayó una bomba hace diez años. Fue al final de la guerra, dos meses antes de nacer yo. Madre me lo contó. La campana se la llevaron para la iglesia nueva, la de San Germán.
—Qué raro… —murmuró la voz, con un deje de tristeza. Era suave y dulce, como una caricia—. Yo no me acuerdo de eso. Todavía la oigo…
—Será un eco —sugirió el crío. Agradecía demasiado tener compañía como para complacerse llevándole la contraria—. Oye, no puedo verte. ¿Por qué no te acercas?
—No puedo salir.
—¿Por qué no? Si ni siquiera hay puerta ya… Esta piedra es grande, cabemos los dos.
—No puedo salir —repitió la voz.
—Tú no tengas miedo —dijo Miguel, con aplomo—. Mi padre se conoce el valle y el monte como la palma de su mano. Seguro que ya me están buscando. Nos llevarán pronto a casa. ¿Eres de Rosaleda? ¿O de La Castañal? De Ablanes no, porque nos conoceríamos de antes. ¿Cómo te llamas?
—Catalina —respondió ella—. Soy Catalina.
—Catalina… —repitió el chiquillo, entre bostezos—. Madre tenía una hermana que se llamaba igual, creo…
—Estás cansado. ¿Por qué no duermes, Miguel? Yo te llamo cuando vengan.
No discutió. Cayó vencido por un sopor irresistible. Soñó con las ovejas de La Pindia, con Luis arreglando el tejado y con el primo Amalio, la cara tiznada con corcho quemado, asustándolos a todos. Fue él quien lo encontró, ya de madrugada, con los labios azules y medio muerto. Margarita recibió al pequeño con un gemido, y, antes de cogerlo en brazos, le arreó a Elías dos bofetadas que él encajó sin una queja. Nazarena, con la entereza de sus muchos años, empapizó a su hija de aguardiente para que descansara unas horas, y, mientras todos dormían, veló a Miguel, sepultado en colchas, desgranando un rosario interminable. Justo antes del alba, la anciana cabeceó en su silla y se quedó dormida, arrullada por el calor del fogón. Como cada víspera de Difuntos, soñó con la pobre Catalina, que bajaba desde el cementerio viejo de la ermita para besarla en la frente.


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