Los cochinos voladores: Ensayos de mesa y sobremesa comenzaron con una columna que Karl Krispin mantuvo en la revista Cocina y Vino. Bajo el nombre de “Cata de libros”, el escritor se adentró en el fascinante mundo de los gastrónomos y sus ensayos.
A continuación reproducimos un fragmento de esta obra.
*****
Los alegres cazadores y el Caballero del Verde Gabán hicieron la señal de la cruz y pasaron a besar las ostras.
(Álvaro Cunqueiro)
Cada vez que leo al gallego Álvaro Cunqueiro, me visita ese sentimiento que juraba albergar Stefan Zweig cada vez que conversaba con el poeta Rainer Maria Rilke, de que era incapaz de decir alguna mala palabra durante semanas. Cunqueiro logra mayores propósitos porque además invita a la exaltación poética de la lengua, y a la pureza lírica, reclamando para sí ese predicamento de Johann Gottfried Herder de que la poesía es la lengua materna de la humanidad, frase que nadie ha podido rebatirle. Los párrafos de Cunqueiro son elevados, portentosos, sanguíneos y vivificantes, como la brisa que refresca un bosque o el canto venturoso del pájaro que despierta en las mañanas provechosas, como la de los trovadores que componían versos en arte mayor, como la hora del día en que todo apunta a una dicha que vuelve sobre sí. Cunqueiro festeja el idioma castellano como pocos se han atrevido y ya no abundan los de su estirpe, en un mundo donde los poetas están sindicados y apurados por sus jaculatorias onanistas. Quienes fueron como él, permanecen en los vientos de los fiordos galaicos, con la murmuración del mar del Finisterre y sus conchas peregrinas, tejiendo el recuerdo de Parsifal y las doncellas medievales convertidas en cervatillas. Cuando nos preguntamos qué ha sido de su eco cantábrico, de las luces, de los perfumes que apremió, del galope de los condestables que escuchó pasar a lo lejos, queda el rumor de todo el amor por la palabra que forjó en sus libros. Y allí están abiertas sus páginas como las rosas celtas florecidas esperando la navegación que auguran, para que las visitemos y hallemos ese hálito de eternidad con que fueron realizadas.
Me he paseado por las novelas de Cunqueiro, por sus libros estelares de crónicas y leyendas, por los muchos artículos que publicó en El Faro de Vigo, magníficamente compilados por Tusquets, y por su excepcional libro gastronómico que con tino y justicia tituló como La cocina cristiana de Occidente; en todos ellos resuena el orfebre que nunca dejó de ser ya que su literatura, vista desde ese panorama rebosado de ingenio, no fue otra cosa que una monumental obra de arte, escrita quizá por el más universal y europeo de los escritores españoles del siglo XX, a pesar del tenor exagerado que pueda encerrar la frase. Al fin y al cabo, a pesar de creer tener convicciones cualquier generalización siempre será una opinión, humilde o arbitraria, vista desde donde se la contemple. Luego de La cocina cristiana de Occidente, que gloso en páginas anteriores de este condominio de textos, pensé que Cunqueiro había elaborado un canon insuperable, unos episodios tan ricos en sí difíciles de remedar. Pero ha llegado hasta mí, por la ventura de que existen libros empeñosos que lo visitan a uno, un texto frente al que toda glosa es un atrevimiento, un despropósito al comentar, porque lo que encierra es de tal alegría literaria que convierte a la gastronomía en verso y en oda, como pocas veces podemos atestiguar. Se trata de Viaje por los montes y chimeneas de Galicia, firmado por él y por el poeta y periodista José María Castroviejo. Es un libro de dos, que compone el anverso y reverso de un libro de cacería y cocina. Castroviejo es el batidor, el “barbirrubio cazador de Tirán”, como bautiza Cunqueiro a su amigo, pero mientras Castroviejo se sube a las laderas, mira los tordos, y apunta al urogallo, Cunqueiro lo espera cerca de los fogones, para ofrecer la salmodia histórica, literaria y poética de los preparados, que se acomodan al guiño que los dos autores juraron entre sí para festejar la montería y la cocción. Lástima que estos bardos, es completamente lícito agasajarlos con ese término, no hayan abundado en las razones que los llevaron a este ensayo de cara y cruz, y ni falta que hace porque lo que ofrecen bien hace sobrar la explicación. Para el lector interesado en la cacería, el texto de Castroviejo le resultará también una aventura idílica e inspirada, pero más allá de acompañarlo por sus correrías bucólicas, he decidido esperarlo en las cocinas junto a Cunqueiro, quizás porque no aspiro a la cacería, sino a verla de reojo, a la distancia, a pesar de sus convincentes y entusiasmadas letras como las que otorga, y porque mi interés se centra sobre la presa y la mesa, más allá de que las haya facilitado para el banquete la escopeta de este ilustre escritor:
“Soy cazador de corazón y quisiera serlo de oficio. Añoro las mañanas brumosas del Tambre en las que se puede tirar a las becadas, entre hilos de niebla, bajo el oro viejo de los robles en diciembre. Adoro asimismo las tardes frías y las mañanas en hielo bajo cuyo blancor se alzan, sonoros y líquidos, los patos reales y las cercetas del Lengüelle y no soy en modo alguno indiferente al vuelo de las perdices en las tardes doradas del otoño, o al pizzicato de las torcaces, volteando como flechas sobre los pinares con el buche pleno de bellotas.”
La segunda parte del libro, a cargo de Álvaro Cunqueiro y a la que llama “La buena cocina”, se divide en dos grandes secciones, “Caza de pluma”, y “Caza de pelo”, dedicadas a las aves, la primera, y a los mamíferos, la segunda. Acomete, preliminarmente, una ofrenda a Diana la cazadora, en el que incluye un discurso acomodado del cervantino Caballero del Verde Gabán, que se anuncia con el apetito aclarado. La preferencia de la cazadora es que nunca haya veda, e invita a los dioses transeúntes, desocupados como los mortales, según recuerda Cunqueiro que así lo nombraba Aristófanes, a la liebre asada. A la diosa virgen pide dedicarle una memoria por su puntualidad al alba en acariciar las escopetas y despertar los canes, así como incorpora a Baco en esta cacería por el “chope de aguardiente que todo cazador cumple, para quitarle las telarañas matutinas a la garganta.” En defensa del vino y su condición meridional (leí una curiosa reflexión recientemente sobre que la división entre países católicos y protestantes la reflejaba el vino en los primeros y la cerveza en los segundos. En nuestro mundo entretenido en la globalidad, esas fronteras se han derrumbado, aunque siento preferencia por los vinos confesamente católicos al igual que por las católicas cervezas bávaras, checas y polacas) pide a los cazadores traerlos bien criados, preferiblemente secos y guturales. Confiesa que sólo la perdiz tolera un vino blanco, el Vernaccia de Cerdeña con 15 grados católicos.
La perdiz, ese alimento de la felicidad de todo final de los cuentos de hadas, abre su sección propiamente dicha de la caza del ave. Lo anterior era un introito, el anuncio del festejo culinario que avecina Cunqueiro. Las grandes recetas de la perdiz son saboyanas o de Sedán, preparadas las primeras con el “diamante negro”, la trufa, mientras las de Sedán se arreglaban en pasteles de perdices. Otra buena forma de cocinar la perdiz es la de Cluny, famosa por su abadía, que la rellena con dos lonchas de jamón y cuatro aceitunas que pide vengan bendecidas con anchoas. Se pone en las brasas “no siendo avaro del limón en la manteca de cerdo con que la vamos untando de vez en cuando”. Para Cunqueiro, comer perdices en la Toscana incluye en el bocado las colinas que pintó Piero della Francesca y si queremos saber más de ellas, basta repetir como metaforiza esa ave dichosa:
“La perdiz, dice Clemont-Tonerre, es un ave solar, que huye de los bosques y su melancolía. Ama el aire ligero inteligente, casi intelectual, del otoño y muere en él, plena de él. Es un trozo del otoño el que coméis, un trozo nostálgico de las eras del trigo, de centeno y de avena.”
Josep Pla cuando se refería al Niu, el curioso platillo del Ampurdán, encrucijada entre el bacalao y las aves, concedía que lo mejor para este eran los tordos. Cunqueiro se pregunta quién osaría rechazar una encebollada de tordos. La codorniz la entiende efímera, de vida escasa, cuya existencia “breve debe ser el tiempo que media entre su muerte y la cocina, tan breve como breve es la codorniz.” También solicita rellenarla con jamón y salarla y acariciarla con jugo de limón, manteca de cerdo y a la parrilla sobre brasas lentas.” Las becadas, de las que hemos dicho que son una suerte de perdiz también son aves otoñales y para ello Cunqueiro cita, nuevamente, al “señor” de Clermont-Tonnerre:
“El señor de Clermont-Tonnerre, en su “Almanaque”, dice que a la becada se la tiene por ave torpe porque desdeña avisarse, indiferente a la persecución del cazador. No quiere sacrificar nada de sus aficiones. Se tacha su carne de enteriza y dura, y de que tiene el acre sabor de la vegetación en descomposición del suelo del bosque otoñal. Pero es precisamente esto lo que yo defiendo en la becada. Cuando se la cocina, reviven estos claros del otoño: es como llevar el paladar al otoño del bosque.”
Sobre los patos reclama que el faisandage es de rigor. Que son muy buenos para los patés, y quedan muy bien asados. Recomienda prepararlos con manzana o con naranjas y exige grandes vinos para su maridaje. Detalla que el filósofo Inmanuel Kant era muy aficionado a la ingesta de patos. Muy curiosa es su descripción sobre la última de las aves que incluye, no otra que el urogallo, una especie eminentemente europea que aquí la conocemos referencialmente por la novela de Francisco Herrera Luque, Boves el urogallo, a quien lo llamaban así porque como el ave, moría si se enamoraba. Lo particular en el homenaje que le hace Cunqueiro al urogallo es que destaca el posible axioma de “dime lo que comes y te diré quién eres”. Y aquí vale la pena citar enteramente la vocación real que tiene esta ave fatalmente enamoradiza:
“El Grand Coq de bruyère. ¡El gran gallo de los brezales! Iba muy devota para Roma una señora infante de Inglaterra, y por no ser conocida hasta hablaba en francés en el viaje, y hospedóse en una abadía cercana a Grenoble, y preguntándole los monjes qué quería de desayuno, dijo que molleja de urogallo y queso frito, y un lego que estaba en un rincón con la cabeza rapada y las manos perdidas en las mangas, oyendo la demanda, gritó: Esta es princesa de Inglaterra, que desayuna a la moda de Truro. Para colorear las mejillas, dicen que no hay como las mollejas de urogallo salteadas. Comían urogallo asado en compota de manzana los señores imperantes, la víspera de la coronación.”
Entramos en lo que Álvaro Cunqueiro denomina la “caza de pelo”: liebre, conejo, nutria, tejón, corzo, ciervo y jabalí. La dulzura de la sangre de la liebre es lo que hace valer su carne y por su timidez y el modo asombrado como huye es el alimento para las abadías de las monjas. Su pariente, el conejo, aconseja prepararlo como solía hacerlo la cocinera de Fradique Mendes, el personaje impostado por José Maria de Eça de Queirós. Sin embargo, muestra como una categoría artística la empanada de Betanzos, de la región coruñesa:
“Betanceira es la empanada de conejo, fina y delgada la masa y muy aceitada, y en aquel otoño que hace que Betanzos parezca una pintura de la escuela veneciana, se va con la empanada al campo, a ver vendimiar; y en una bodega se come, sentados a la puerta de ella; bebiendo el agudelo suelto del país, ¿no bebéis acaso al señor Tintoretto y al señor Veronés, púrpuras, carmines, ocres y oros adriáticos? Por allí hay romero, y tomillo y camomila dulce en los montes, y helecho uvero, y el conejo pasta tranquilo estas esencias que luego concede, en la empanada, al blanco pan.”
La nutria es otra de las carnes apreciadas de esta mesa de cacería. De ella sólo se come el lomo y la cabeza. Quizá se oculta su fuerte sabor, “dulce y blanca, pero enérgica en el estómago más que la del jabalí”, con abundante ajo para asarla. A la nutria joven le asigna el gusto del cordero lechal. De este libro de Cunqueiro, el ciervo es el que más evocaciones produce. No sólo por la tradición de la cacería de reyes de Francia que iban tras él, “por tomar cocidas en vino las puntas de su cuerna y por un filete de solomillo asado y luego envuelto, al servirlo, en el tuétano de los huesos de las largas y valerosas patas.” Pero la gran evocación es la fábula medieval que nos obsequia Cunqueiro cuando hablaba de las doncellas que en el día eran tales y en las noches un encanto las convertía en cervatillas. Una de esas doncellas carolingias, Margarita, avisa a su madre de que su hermano Roldanías la anda persiguiendo de noche para darle caza sin saber el hechizo de que es objeto. Pero muy tarde llega la reconvención porque Roldanías ha cazado a la cierva sin conocer que es su hermana. Por ello, Cunqueiro registra prodigiosamente que “…cuando llegaban los días de la caza, el avisador de San Humberto en las Ardenas, mandaba que ningún cazador fuere osado de alancear o herir con flechas las ciervas, sin antes demandarles, por Nuestro Señor, si eran ciervas propias o encantadas doncellas amorosas.” La riqueza fantástica de la Edad Media, que no deja de habitar en la imaginación y los recuerdos del presente cunqueiriano, no sólo cantaba a Melusinas y Morganas sino a las muchas vírgenes hechizadas que penaban como ciervas por los prados por un amor nocturno para huir de la noche y alcanzar la mañana liberadora.
Por último, está el jabalí, iracundo y totémico, al decir de nuestro autor, que se pica en tantas partes como las provincias del Sacro Imperio. Sin duda, se trata de la carne más cristiana de todas cuya ingesta reafirma los vigores del catolicismo y protestantismo por igual. Quien lo come, no hay duda de que proclama una cultura y una fe. Cunqueiro confirma que su sabor es hijo de su ira y hay que dominarlo con los vinagres de jerez, de moscatel, del blanco dulce, del tinto y del clarete. Se usa también la menta, el perejil y el estragón, pero nunca las cebollas. Hace amistad con el laurel, la naranja y el limón, y pide el autor reconfortarlo con los membrillos pitagóricos de Samos. Y el vino que nuestro señor oficiante recomienda para la carne más civilizatoria de Occidente, es el más intelectual de los vinos, un Gevray-Chambertine, haciéndose eco de las líneas entrañables de madame Clermont-Tonnerre. Y si no se consigue, Álvaro Cunqueiro pide regarlo con los caldos venerables y cristianos de la Rioja.
Estos capítulos memorables hacen que la culinaria se arriesgue al idilio, a la placidez, y el hábito de la historia que atesora y conserva a sus anchas en esta mesa europea sin fronteras, también allegada a las Américas, que seguimos en el mapa de Occidente que nos define. El rapsoda mindoniense, que persigue un otoño sin pausa, cierra con sus alejandrinos gastronómicos esta conversación de mesa y sobremesa y alzamos una copa de vino riojano o de los albariños de los que tanto se enorgullecía, para brindar por él y nunca dejar de hacerlo.
—————————————
Autor: Karl Krispin. Título: Venta: Amazon.


Veían el mundo tal como escribían, por eso seguirían siendo poetas aunque no escribieran un verso. Lo eran por su mirada asombrada a tiempo y mundo, que hace certera esa frase de que ‘si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos’.
Magnífico comentario. Gracias. Es una lástima que tanto Cunqueiro y especialmente Castroviejo estén tan olvidados. Hay rescatarlos para la memoria de este mundo de amnesias selectivas. Saludos.