Hace ya catorce años que Úbeda es sinónimo de Novela Histórica, de la mejor que podemos encontrar en los estantes de las librerías de nuestro país. Y es que en esta ciudad designada como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco se celebra cada año un evento marcado en rojo en el calendario para la mayoría de escritores del género, que, llegado el momento, deseamos ser parte de esta auténtica fiesta de la Novela Histórica.
¿Y por qué los escritores de novela histórica queremos ir a Úbeda? ¿Qué tiene este certamen que lo hace diferente a los demás? En todos se presentan novedades editoriales, se firman libros, se habla de historia, del mundillo editorial, pero ¿qué más ofrece Úbeda? Pues muchas cosas: unas que se ven, como el inmejorable marco que ofrece la propia ciudad, que destila historia en cada rincón; también las trabajadísimas y divertidas recreaciones históricas en las que tienen la suerte de participar no solo los recreadores, sino también nosotros, los invitados, incluso el público; cómo no, el gusto y el cuidado con el que se prepara cada presentación, cada escenario que las acoge o el trato exquisito que te dispensan desde la organización, que te hacen sentir como en casa. Pero es que, además de todo lo anterior, hay algo que es más difícil de apreciar a primera vista: es la comunión que durante unos días se establece entre autores de diferentes editoriales, gustos o edades, pero también editores, periodistas, blogueros, organizadores y público en general.
Este certamen y quienes lo organizan, con Pablo Lozano a la cabeza, tiene la habilidad —todavía no sé si de forma consciente— de formar una piña entre quienes acuden a la cita un año tras otro, como si supieran elegir de antemano los mimbres con los que elaborar el mejor de los cestos. Durante esos días tienes la posibilidad de reencontrarte con amigos muy queridos a los que conociste allí mismo en ediciones anteriores, como Rodrigo Costoya o David Yagüe en mi caso este año, pero esa familia va mucho más allá de compañeros de letras, pues también hay organizadores como Pedro Pablo Uceda, mi excepcional presentador de Hijos de la luna, periodistas, blogueros, editores, como mi querida Penélope Acero, siempre al pie del cañón —siempre, incluso este año—, y gente del mundo editorial, todos unidos por el amor a la novela histórica; otros a los que el mundo de las letras te ha unido a lo largo del paso de los años y de las novelas, y a los que por desgracia ves menos de lo que desearías, como Teo Palacios, María Reig, Olalla García o Carla Montero. Y siempre hay nuevas incorporaciones, entre las que tengo que destacar en esta edición al inglés más castizo que he conocido nunca, el fantástico Matthew Harffey, o jóvenes tan prometedores como Daniel Ortiz y una Francine Zapater que entendió a la perfección (y con tremenda rapidez) el verdadero significado del certamen.
En Úbeda tenemos vía libre para hacer lo que tanto nos apasiona: hablar de nuestras historias, de nuestras aventuras, y también de nuestros temores, los que compartimos con nuestros lectores, con nuestros compañeros, con nuestros amigos. Y se suele decir que un escritor, al publicar su obra, se desnuda de alguna manera, pues muestra su interior al público, queda expuesto. Y si en Úbeda nos desnudamos, también nos vestimos con nuestras mejores galas con lo que la ocasión nos ponga por delante. Somos contadores de historias, y participar en ellas por medio de las recreaciones tiene para nosotros un significado muy especial. Que se lo pregunten a los buenos de David Yagüe o Francine Zapater, sobre cuyas conciencias recaerá para siempre la injusta muerte de Juana de Arco, la doncella de Orleáns.
Y la hermandad no termina cuando acaba el día y la luna, mi luna, se enseñorea del cielo, pues durante la noche toca respetar una norma no escrita del certamen: rendir pleitesía a otra Juana, la Beltraneja. Con una máxima inalterable edición tras edición: lo que pasa en La Beltraneja, queda en La Beltraneja.
Cuatro jornadas intensas. Más de treinta autores. Tres premios: el Cerros de Úbeda para mi querido Julio Alexandre, el Ciudad de Úbeda a novela inédita para Fabián Plaza, y un merecido Ivanhoe a la trayectoria para todo un clásico del género como es Ildefonso Falcones. Y entremezclados, dos días en los que las que las calles de Úbeda se transformaron en las de la Ruán del siglo XV, en las de Washington durante el célebre discurso de Martin Luther King y en los elegantes salones de baile británicos del siglo XVIII, con Espido Freire como maestra de ceremonias. Cuatro jornadas que llegaron a su fin el domingo 19 de octubre, poco antes de la hora del almuerzo, cuando el telón bajó definitivamente, pero sólo para que la organización pudiera comenzar a preparar como únicamente ellos saben la edición número XV, que, estoy seguro (hace tiempo que dejé de dudarlo), será aún mejor.
Yo acabé ese día muy lejos de Úbeda, a más de mil kilómetros, en casa, cansado pero feliz por haber compartido un fin de semana irrepetible con esa familia que siempre se forma alrededor del certamen. Una familia que me acompaña ya desde hace siete años, desde el momento en el que la primera de mis novelas vio la luz en las librerías. Y si de aquella primera vez, en 2019, me guardé la proclama que lanzó Simon Scarrow, uno de mis autores favoritos, “larga vida a la novela histórica”, de este 2025 me llevo otra no menos importante, que yo mismo grité hasta casi perder la voz mientras la Guardia Nacional de EEUU nos calentaba las costillas a porrazos: “¡No nos mires, únete!”.


Para un sevidor la novela histórica lo tiene todo. La historia; el arte; la Geografía; la Filosofía; la sociología; la “realidad ficticia”, y la ficción “realista”. Servidor no lee otra cosa.