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En busca del tiempo gastado

En busca del tiempo gastado

Tiempo perdido, lejos de lo que pueda creerse, es antónimo de tiempo gastado. La humanidad, que siempre ha sido una gran boca de consumir tiempo, ahora se limita a perderlo. Y entre perder y gastar, admitámoslo, habita un mundo. Perder significa malgastar, desperdiciar, disipar, no hallar…; mientras que gastar, consumir, digerir, emplear. Por ello, y no por nada, la etimología de la palabra procede del latín vastare: devastar, vaciar. Esto es: extraer algo de algo hasta no dejar nada. Por tanto, el tiempo gastado es aquel que se digiere, que se aprovecha hasta la totalidad de su saciante.

Desde la filosofía más prístina —la de los mitos— ya se deja entrever. Si me permiten la osadía de reinterpretar la historia de Cronos, ampliamente conocida en nuestra sociedad, podemos observar que el titán devora a sus hijos —frutos del Padre Tiempo a partir del Renacimiento— para que ninguno acabe derrocándolo como él hizo con Urano, su progenitor. De esta manera, Cronos gasta su devenir y lo consume en pos de seguir con vida, reinando y cerciorándose de su propia perpetuidad, pues alimentarse de su prole es alimentarse de sí, y ya saben: tiempo más tiempo es igual a tiempo. Sin embargo, cierto día, Rea le ocultó a Cronos uno de sus vástagos —el mismísimo Zeus—, ahora tiempo perdido, tiempo que se le escapó al Tiempo. El resto de la historia seguro que la saben, pero no está de más recordar el final: Cronos, nos dice Homero, «fue puesto debajo de la tierra y del mar estéril». Quiso decir que se murió. Y es que el tiempo perdido es un tiempo que nos mata, que muere, un ónfalos que no sacia.

"Moraleja: no detenerse y preocuparse de lo ajeno no solo conduce a perder el tiempo, sino que nos deja indefensos ante la trapacería"

Aun así, a pesar de estas advertencias del pensamiento más primeval, las sociedades occidentales están fervientemente convencidas de que tanto tiempo perdido como tiempo gastado se adscriben a la más absoluta sinonimia. Incluso el propio Cervantes, que vino al mundo para señalar la mediocridad en el uso de la lengua de los escritores que lo sucedieron —que lo sucedimos—, lo entiende así, y en su admirable Quijote, escribe: «El deseo que en ti ha nacido va tan descaminado y tan fuera de todo aquello que tenga sombra de razonable, que me parece que ha de ser tiempo gastado el que ocupare en darte a entender tu simplicidad». A buen entendedor, pocas palabras bastan; no obstante, lo traduzco: «Me parece tiempo perdido hacer entrar en razón a quien no razona». Por ende, razonemos. Cuando Cronos se alimenta de sus vástagos —consumiendo tiempo, gastándolo— realiza una acción para sí, que nace de sí y termina en sí. En otras palabras, se entrega a la vida contemplativa activa (bíos theoretikós). En cambio, cuando el titán se aferra a la akrasia —entendida esta como dejar de hacer lo importante, lo que corresponde a la responsabilidad—, se limita a viajar de un extremo a otro de la remota Grecia para asegurarse de que sus hermanos no conspiren contra él. Al final, está tan ocupado que pasa a ser presa fácil del engaño. Moraleja: no detenerse y preocuparse de lo ajeno no solo conduce a perder el tiempo, sino que nos deja indefensos ante la trapacería. Siglos después, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han señala que «la vida activa sin contemplación está vacía». Y añado: tanto como el vientre de Cronos después de que Zeus —tiempo ido, tiempo perdido— consume la venganza tras su regreso. Uno es vaciado y el otro vacía. ¿Recuerdan, queridos lectores, la etimología de gastar? Pues eso.

"No es de extrañar que los días de ahora se sucedan como en una cadena de montaje"

Mas nihil novum sub sole. Desde que el mundo se escribe, las letras nos han hablado de la ventaja de actuar desde la inacción (wu wei), como el cielo que, estando quieto, hace correr a los vientos según Chuang Tse, o como el árbol cuya madera no sirve para nada y que, debido a su inutilidad, crece grande y eterno por el desinterés que causa en el ebanista y el carpintero. Quizá sean absurdas serendipias del que subscribe, pero el valor del ser humano se tasa hoy más que nunca por su utilidad frenética y efímera, por su capacidad de no hallarse sino en la acción, de malgastarse en lo productivo, de disiparse en lo material. Es cierto que nos imponen, durante una cantidad ingente de horas, jornada tras jornada, dejarnos la piel en un trabajo que procure el sustento más básico. De hecho, se suele decir: «Te ganarás el pan con el sudor de tu frente»; pero eso no implica ganar también el del otro y sus lujos. Nos hallamos, además, dispuestos a mantener la función con diligencia, hastiados y cuasiautómatas, motu proprio, desenfrenados y sin pausa, y solo —y esto es lo triste— por tener algo más con lo que seguir perdiendo el tiempo lejos de nosotros. No es de extrañar que los días de ahora se sucedan como en una cadena de montaje. Y sí, acaecerían de cualquier modo, aun entregados a la contemplación activa; mas existe una diferencia abismal y que no es baladí: no es lo mismo el precio que nos pagan por perder tiempo en la minúscula tarea del tener que el precio que pagamos por gastarlo en el enorme afán del saber. Digamos que es el océano que media entre exhibir una apariencia por la nómina del reconocimiento a recogerse en la timidez del crisantemo que blanquea sin necesidad de miradas.

«Perder el tiempo solo angustia cuando no mana de nosotros», confiesa Antonio Escohotado en su diario. Pero yo suprimiría el adverbio de exclusión: perder el tiempo angustia cuando no mana de nosotros. Tal le sucede a Cronos si no se sacia de su prole.

"La contemporaneidad es la edad del vértigo, de los presentes efímeros, del estímulo, del clic, del scroll, del like, del «no tener tiempo»"

La contemporaneidad es la edad del vértigo, de los presentes efímeros, del estímulo, del clic, del scroll, del like, del «no tener tiempo». ¿Y cómo íbamos a tenerlo si perdimos las horas?, ¿si a su regreso nos vaciarán sin compasión y sentiremos la oquedad de la vida desperdiciada? ἓν οἶδα ὅτι οὐδὲν οἶδα, diría Sócrates: «sólo sé que no sé nada». El caso es que fuimos engañados, o nos dejamos engañar, o nos engañamos, por una piedra con pañales, por algo que nada nutre. Razón por la que divagamos con el foco en los demás, intentando que no conspiren contra nosotros, que admiren nuestro trono. En cambio, tener tiempo es gastarlo, y para gastarlo hay que consumirlo, y este solo se consume, parafraseando a Aristóteles, si al ver sentimos que vemos, al escuchar que escuchamos, al caminar que caminamos; en definitiva, a percibir que percibimos y que, por tanto, somos. Deténganse. Ahora. El Estagirita escribió: «En aquellos en que se da en mayor medida la contemplación, se da también el ser feliz». Cierto, no cabe la menor duda. Pues así también lo confirma uno de los textos fundacionales del Tao, paradigma de que en lo esencial no somos tan diferentes: «Si usas los ojos para mirarte los ojos, los oídos para percibir los oídos y el corazón para sentirte el corazón lograrás la quietud».

Escrito lo cual, solo me queda exhortaros a la pausa, al recogimiento, a la introspección. Gasten, si hace falta, diez años en la Guerra de Troya y otros diez más para regresar a Ítaca, visiten la fundación mítica de Roma, conversen con fantasmas como Dante, bajen a la cueva de Montesinos —dentro, una hora son tres días—, encuentren el tiempo perdido que buscó Proust, experimenten un siglo de soledad, hablen de nuevo con los muertos —al parecer, en Comala tienen mucho que decir— y miren, quedo y sin prisa, por el Aleph: allí, al igual que el pájaro, un segundo es de algún modo todos los segundos. En resumen, no pierdan el tiempo en el viaje trepidante y frenético hacia lo fuera, hacia lo exigido, hacia lo aparente; mejor gástenlo en la quietud que habita en lo dentro, en lo vedado, en el hambre crónico de sumarle, tal vez, vidas a la vida.

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