La lengua de la gran Mary Shelley tiene tres cenáculos en sendas librerías, cuyas inauguraciones constituyen otros tantos momentos estelares de la humanidad. Cronológicamente, la primera de estas capillas del inglés es la Foyles, del 107 de Charing Cross Road, en el Soho londinense. Fundada en 1903 por los hermanos William y Gilbert Foyle, la iniciativa tuvo su origen en un suspenso: el obtenido por los Foyles en el examen para el ingreso en el servicio civil. Dadas las nuevas circunstancias, decidieron vender sus libros de texto. La idea tuvo tanto éxito que pronto abrieron su propia librería de lance, donde adquirir ejemplares de segunda mano. Algo así como si La Felipa madrileña —paradójicamente, pocas cosas son tan universales como el casticismo—, donde ya vendían sus textos los estudiantes del antiguo bachillerato del siglo XX —aquel de las reválidas en cuarto y en sexto— hubiera devenido en la espléndida y centenaria Espasa-Calpe de la Gran Vía. Cualquier excusa es buena para volver a escribir sobre el amado Madrid.
Ya desaparecida —como la madrileña Fuentetaja, de la calle de San Bernardo, donde en los años 70 íbamos a comprar los libros prohibidos por el franquismo en ediciones argentinas de Losada—, puede que la Shakespeare and Company del número 12 de la parisina rue de L’Odéon, cronológicamente de las tres librerías que son —fueron en este caso— auténticos cenáculos del inglés, se erija a la cabeza de todas ellas. Suele confundirse con la casa homónima, abierta en 1951 en la rue de la Bûcherie. Pasa por ser la misma, todos los amantes de la literatura la visitamos en esa idea, y no es así. Esta segunda Shakespeare and Company fue inaugurada por George Whitman en 1951. En cierto modo heredera de la de Sylvia Beach, a quien pidió permiso para tomar su nombre, también se trata de una librería inglesa en París. Una embajada de la lengua de Jack Kerouac en la ciudad que vio morir a Verlaine. Como la ya desaparecida librería franco-española fue al idioma de Rimbaud en la Gran Vía de la gran, y nunca bien ponderada, ciudad de Madrid. Pero hoy conmemoramos la primera Shakespeare and Company de París.
Estadounidense expatriada en Francia, desde que en 1905 su padre —un pastor presbiteriano— abandonó la Maryland que vio nacer a Sylvia, la futura librera viajó y divagó por Europa —incluso residió durante un par de años en España—, yendo a volver siempre a la Ciudad de la Luz. Biblioencandilada desde que se la recuerda, al final de la Gran Guerra volvió a la capital francesa para estudiar literatura contemporánea. Y en ello estaba cuando, leyendo en la Biblioteca Nacional —la misma que nos descubre Alain Resnais en Toda la memoria del mundo (1956)— tuvo noticia de la existencia de La Maison des Amis des Livres, un club de lectura abierto en el 7 de la rue de L’Odéon. Regentada por Adrienne Monnier, el mismo día en que se conocieron nació entre la estadunidense y la francesa una amistad entrañable, prolongada durante 36 años, hasta que Adrienne se quitó la vida en 1965.
Al principio, en las lecturas organizadas en La Maison des Amis… Sylvia tuvo oportunidad de asistir a encuentros con André Gide y Paul Valéry. París era entonces la capital cultural del mundo entero. Su bohemia no distaba mucho de aquella en que Verlaine y Rimbaud buscaban sus ebriedades en la absenta de Montmartre. Era el París de la Rive Gauche, el mismo que, ya a finales de los años 40 y principios de los 50, sería el de Boris Vian y los existencialistas en las caves de Saint-Germain-des-Prés. Todo era tan literario que la gran Sylvia, un día como hoy, el 19 de noviembre de 1919, inauguró su propia librería inglesa a escasos metros de la biblioteca de su compañera.
En cierto sentido, la primera Shakespeare and Company fue una suerte de piedra angular del París de la Generación Perdida estadounidense —como la City Lights a la Beat—. Referencia obligada en aquel París en el que Hemingway fue “muy pobre y muy feliz”, el París de París era una fiesta (1964), publicación póstuma del Nobel. En su edad de oro, la Shakespeare and Company fue frecuentada por escritores de la talla de Francis Scott-Fitzgerald, Ezra Pound, T. S. Eliot o fotógrafos como el gran Man Ray. Sin olvidar a las autoras, como Gertrude Stein, algo así como la matriarca de la creación femenina, que también frecuentaba la librería, un grupo en el que destacaba la formidable Djuna Barnes —amén de Sylvia y Adrienne—, pero tan numeroso que Greta Schiller tituló París era mujer el documental que las dedicó en 1996.
En un artículo que escribió para el catálogo de la exposición Joyce y España, celebrada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en el verano de 2004, César Antonio Molina recuerda que en aquel París de la pobreza, la felicidad y la juventud, James Joyce y Ernst Hemingway “eran vecinos”. Ahora bien, parece que no fue el futuro autor de El viejo y el mar (1952) quien presentó a su compatriota al irlandés. Se dice que fue Pound quien llamó la atención de Beach sobre Joyce.
Lo que sí que hizo Hemingway fue convertirse en uno de los primeros suscriptores de la edición príncipe de Ulises, que Sylvia aceptó llevar a la imprenta luego de ser rechazada por varios editores. Joyce había terminado la redacción de Ulises en 1921, en el 71 de la rue du Cardinal Lemoine. Meses después, Sylvia Beach se convertía en editora para publicarla.
El irlandés, consciente de su genialidad, era un ególatra sobresaliente. Más de lo que es común entre los poetas, que son los más vanidosos de todos los escritores. “Con su letra imposible comenzó a hacer correcciones sin fin y a pedir adelantos económicos insostenibles —escribe Molina—. Sylvia empeñó gran parte de su patrimonio y enfermó. Pero el libro apareció para celebrar el cuadragésimo cumpleaños de su autor”. Es decir, el 2 de febrero de 1922. Una placa da fe del dato en una placa que hoy se lee en la rue de L’Odéon, allí donde estuvo La Maison des Amis des Livres, que no la primera Shakespeare and Company.
Al final fue Adrienne quien tuvo que intervenir para que el autor y su editora pusieran fin a la destructiva relación que mantenían. Pero la sombra de James Joyce, que en el 41 murió asegurando que la posteridad iba a hablar mucho de él —y de hecho así ha sido— aún habría de proyectarse sobre su editora. El mismo año que el escritor ascendió al panteón de las letras del siglo XX, con París ya ocupado por los alemanes, un oficial de la Wehrmacht entró en la librería para comprar un ejemplar de Finnegans Wake (1939), la obra postrera de Joyce, que acababa de ver en el escaparate. Sylvia se negó a vendérselo.
Consciente de que las amenazas del invasor no eran en vano, cerró la librería y subió todo el fondo editorial a uno de los pisos de la finca. Días después fue detenida y trasladada a un campo de concentración. Aunque solo permaneció recluida unas semanas, la librería no volvió a abrirse. Escrita con lenguaje idiosincrático —ese que solo entienden quienes lo inventan, verbigracia, los chistes privados entre hermanos—, puede que uno de los códigos de Finnegans Wake fuera el fin de la Shakespeare and Company. De hecho, puede decirse que lo fue. La librería original nunca más volvió a abrir sus puertas. Así se escribe la historia.



“Regentada por Adrienne Monnier, el mismo día en que se conocieron nació entre la estadunidense y la francesa una amistad entrañable, prolongada durante 36 años, hasta que Adrienne se quitó la vida en 1965.”
A.Monnier y S.Beach, ambas lesbianas, fueron más que amigas, fueron una pareja hasta 1936, año en que Monnier la dejó por Gisèle Freund, la fotógrafa. Monnier no murió en 1965 sino en 1955.
“la gran Sylvia, un día como hoy, el 19 de noviembre de 1919, inauguró su propia librería inglesa a escasos metros de la biblioteca de su compañera.”
La primera librería « Shakespeare and Company » que abrió Sylvia Beach en 1919 estaba en la rue Dupuytren nº 8. Y sólo estuvo en el 12, rue de l’Odéon a partir de 1921.
“En su edad de oro, la Shakespeare and Company fue frecuentada por escritores de la talla de Francis Scott-Fitzgerald, Ezra Pound, T. S. Eliot…”
Y no sólo escritores americanos, sino también franceses como Valery Larbaud, André Gide, Paul Valéry, Léon-Paul Fargue, Louis Aragon o Jacques Lacan, entre muchos otros.
“… un oficial de la Wehrmacht entró en la librería para comprar un ejemplar de Finnegans Wake (1939), la obra postrera de Joyce, que acababa de ver en el escaparate. Sylvia se negó a vendérselo. Consciente de que las amenazas del invasor no eran en vano, cerró la librería y subió todo el fondo editorial a uno de los pisos de la finca. Días después fue detenida y trasladada a un campo de concentración. Aunque solo permaneció recluida unas semanas, la librería no volvió a abrirse.”
Sylvia Beach cerró su librería en 1941 y fue detenida en 1943, como muchos otros americanos que vivían en París. Su detención no tuvo, pues, nada que ver con su rechazo a vender un libro a un militar alemán. Y permaneció detenida en el campo de concentración de Vittel, no unas semanas, sino 6 meses (fue liberada gracias a la intervención del escritor y político pro-nazi Jacques Benoist-Méchin, que había frecuentado su librería).
No recuerdo dónde leí que al preguntarle Silvia Beach a James Joyce por qué el protagonista de Ulises se llama “Leopold Bloom” éste le contestó: “Leopold Bloom es el antihéroe de Ulises, el hombre masa moderno, por eso es un corredor de avisos en la prensa escrita, un oficio equivalente al de pregonero que tenía Lazarillo de Tormes, el primer pícaro de la literatura europea. Le puse Leopold por lo peor de Europa, Leopold II Rey de Bélgica, el terrible explotador del Congo Belga, cuya codicia mata, mutila y esclaviza a los pobres negros que tienen la desgracia de habitar su colonia personal, y su apellido ‘Bloom’ es un guiño al grupo de pretenciosos pequeñoburgueses ingleses que forman el hipócrita Grupo de Bloomsbury, quienes se creen la vanguardia de la intelectualidad europea y son unos infatuados imperialistas porque nacieron en cuna de oro, con una moralidad pacata de viejitas rezanderas. Imagina que Virginia Woolf dijo que mi Ulises no merecía ni el papel para imprimirlo por ser pornográfico, le horrorizó el monólogo de Molly Bloom y me tildó de obrero ignorante, yo, graduado en Letras en el católico Trinity College (Universidad) de Dublín”. Lo cierto es que Virginia Woolf, visto el éxito rotundo de James Joyce con su Ulises de 1922, adoptó el monólogo interior y otros de sus recursos narrativos a partir de 1925 con su famosa novela “La Señora Dalloway”.