Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo para algunos más humano: la literatura.
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La carrera artística de Joe Sacco empezó con un fraude. Un programa de televisión retó a los niños estadounidenses a dibujar la rana que aparecía en pantalla, y la madre de Sacco, maestra de escuela aficionada a las artes plásticas, hizo un esbozo del batracio más que nada por aquello de entretenerse. Y parece ser que la ilustración le salió tan bien que su hijo, en aquel entonces ya un pícaro de mucho cuidado, se la arrancó de las manos y la firmó con su propio nombre. Joe Sacco ganó el concurso a escala nacional y, aunque no recuerda en la actualidad en qué consistía el premio, agacha la cabeza y reconoce que sí, que su carrera empezó con un fraude y que no está orgulloso pero que, ¡vamos a ver!, tampoco es como para arrodillarse y rezar tres padrenuestros.
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Han sido muchos los artistas que se han apropiado del trabajo de sus parientes. El fundador del realismo socialista, Máximo Gorki, tenía una abuela que hablaba por los codos. Akulina Ivánovna se pasaba el día contando cuentos populares, anécdotas familiares, supersticiones regionales y, en fin, historias de toda índole. Aquella mujer tenía lo que se dice labia y su nieto la escuchaba con devoción. El pequeño Máximo se sentaba en el banco de la cocina, junto al cajón de las patatas y frente al horno de ladrillo, y deglutía inconscientemente unas narraciones que, años después, habría de transcribir, adaptar y publicar bajo su propio nombre.
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Otro tipo de apropiación es el que se deriva del proceso de invisibilización de las mujeres. El primer marido de Colette, por ejemplo, firmó muchos libros en realidad escritos por ella. Henry Gauthier-Villars, más conocido como Willy, era un libertino que, además de perseguir faldas, se atribuía las novelas populares que escribían sus negros. Aquel hombre reparó enseguida en el talento de la adolescente, por cierto quince años menor, con la que se había casado y, en vez de ayudarla a abrirse camino en los círculos artísticos que tanto frecuentaba, la mantuvo aislada para que produjera libros. Fue ella la que escribió la serie Claudine y la que, en resumidas cuentas, perdió los mejores años de su juventud engordando el ego de su marido. Colette no pudo brillar hasta que se quitó a aquel vago de encima y, desde el momento en que lo consiguió, se convirtió en el símbolo para las mujeres que se niegan a ser pisoteadas por sus compañeros de vida.
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Más cercana en el tiempo está la apropiación literaria de Diego Zúñiga, que a los nueve o diez años, cuando el colegio organizó un concurso de poesía con motivo del aniversario de Pablo Neruda, echó mano a una antología de poetas hispanoamericanos y copió el primer poema que apareció en sus páginas. Le cambió algunas palabras para que pareciera haber sido escrito pensando en el maestro chileno y se lo entregó a su profesora sin pensar en las consecuencias. Unos días después, durante un acto celebrado ante todos los niños del centro, el director anunció a bombo y platillo el nombre del ganador. Cuando el alumno Zúñiga subió al escenario, uno de sus amigos preguntó a otro: “Pero… ¿Diego escribe?”.
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Y una apropiación más: la primera novela de Leila Guerriero, por suerte una que se quedó en el cajón para siempre, tenía exactamente el mismo argumento que La noche de los tiempos, obra de ciencia ficción escrita por René Barjavel y protagonizada por una chica que, tras desaparecer misteriosamente, reaparece años después sin haber envejecido. Guerriero tenía doce años en aquel entonces y, como le ocurre a Joe Sacco, cuando rememora esta historia agacha la cabeza pero levanta las puntas de los labios.
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La última novela gráfica de Joe Sacco es El disturbio eterno (Reservoir Books).


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