Cada vez son menos los periodistas que vivieron la muerte de Franco. Menos aún los que cubrieron los pormenores del acontecimiento. Miguel Ángel Aguilar es uno de los pocos que queda en activo. Acaba de publicar No teníamos costumbre (Ladera Norte), que el autor define como “la recuperación de una crónica dictada en caliente”. Su valor histórico ha sido ampliamente comentado en múltiples reseñas y entrevistas. Menos se ha hablado de su valor testimonial sobre cómo se enfrentaron nuestros informadores a una noticia que se hizo esperar cuarenta años y que supuso un cambio radical en la vida y el destino de los españoles.
Miguel Ángel Aguilar (Madrid, 1943) tenía 32 años el año que murió Franco. Pese a su juventud, ya era un periodista experimentado. En aquel momento, trabajaba en el lanzamiento del semanario Posible, de decidido posicionamiento aperturista, pero ya había sido redactor jefe del diario Madrid, clausurado en 1971, y corresponsal en Bruselas de Cambio 16.
En la preparación de la nueva revista, recuerda Aguilar, se vivían “jornadas intensas y eufóricas”, en las que se desencadenaba “una tormenta de ideas a la menor ocasión”. “Para entender mejor el ambiente que vivíamos en aquellas fechas —explica— es necesario tener en cuenta que entonces las considerábamos vísperas de nada (…) El futuro se presentaba como una incógnita imposible de despejar”.
En aquella redacción, habían recalado periodistas procedentes del clausurado Madrid, como Nativel Preciado, Francisco Cerecedo u Onésimo Anciones, entonces confeccionador además de pintor (suyo es el cuadro de la voladura del edificio del diario) e ilustrador taurino. Aguilar recuerda que Anciones solía decir que “las noticias no vienen a la redacción; las noticias están en los bares”.
Y así fue como Posible, antes de salir a la calle, consiguió su primera gran exclusiva. En Casa Poli (Calle Hermosilla), bar de referencia del equipo fundador, Aguilar tuvo conocimiento por el amigo médico de un amigo, de que Franco padecía flebitis. Así se enteraba uno de las cosas en aquel patio de vecinos que aún era Madrid. Hoy la flebitis no suena a enfermedad muy grave, pero entonces, y más como diagnóstico del “Caudillo”, estimulaba la imaginación y hacía pensar en un padecimiento poco menos que letal.
Sólo el hecho de que Franco, “el inmortal”, padeciera una enfermedad ya eran palabras mayores. Inmediatamente, un grupo de periodistas organizó una excursión al Pardo —entonces se antojaba más lejano—, para realizar una “inspección ocular”. Entre los excursionistas, se encontraban periodistas que luego alcanzaron gran notoriedad, como María Antonia Iglesias, Francisco Gor, Félix Bayón, Onésimo Anciones, Manuel Merchán o Francisco Cerecedo. La inspección no les sirvió de mucho, ya que nada alteraba la normalidad del entorno de la residencia del dictador, donde hasta los vecinos eran tan reacios como siempre a hablar con la prensa. Poco después, se haría público un comunicado médico en el que se informaba de que el ilustre paciente se encontraba internado en el hospital que llevaba su nombre. Estábamos en el verano de 1974 cuando se produjo el primer síntoma de alarma de que una salud de hierro empezaba a resquebrajarse.
Las posibilidades de estar informado en aquellos días eran francamente escasas. “Solo las minorías se orientaban mínimamente sobre lo que pasaba, a través de la escasa apertura de la prensa de papel”. Las radios privadas seguirían emitiendo los informativos de Radio Nacional hasta el 6 de octubre del 77 y la única televisión, TVE, estaba sometida a un férreo control.
El llamado “espíritu del 12 de febrero” (de 1974), promovido por el presidente Arias Navarro, había abierto una diminuta rendija por la que la prensa intentaba colar informaciones sutilmente críticas. Pero era una apertura “muy vigilada”, como demostraron la cantidad de secuestros, cierres temporales, sanciones y multas a las publicaciones más osadas. Aguilar cita a Pedro J. Ramírez, quien en su libro El año que murió Franco revela que, en el intervalo de diez días del mes de mayo de 1975, la policía retiró de los quioscos los semanarios Guadiana, Posible, Triunfo, Personas, El Papus, Por Favor, El Cocodrilo, Leopoldo y Cambio 16.
Cuenta Miguel Ángel Aguilar que “era costumbre que los periodistas se desplazaran a La Coruña en agosto, para cubrir el consejo de ministros que allí se desarrollaba durante las vacaciones de Franco en el pazo de Meirás”. Siguiendo la tradición, hasta allí se desplazaron aquel agosto de 1974 Pepe Oneto y el propio Aguilar en el Mini de este. Tuvieron que hacer noche en Ponferrada, donde fueron retenidos y cacheados por la Guardia Civil, que les había confundido con terroristas.
Una vez repuestos del susto, llegaron a la ciudad gallega. Cuál no sería su sorpresa cuando al acreditarse, les entregaron un viático de 10.000 pesetas para sus gastos. Un tanto abochornados, lo aceptaron, aunque, para aliviar su vergüenza, dieron los nombres de Luis María Anson y Luis Apostua.
La rueda de prensa posterior al Consejo se celebró durante una cena. Así eran las cosas en la dictadura. Miguel Ángel Aguilar hizo una pregunta incómoda al ministro de Información y Turismo, León Herrera Esteban, sobre un crédito extraordinario concedido por el Gobierno a la Delegación Nacional de Prensa y Radio del Movimiento. Molesta sobre todo para el principal beneficiario, el histórico director de Pueblo Emilio Romero, que acababa de ser nombrado jefe de dicha delegación.
Uno de los episodios más estremecedores narrados por Aguilar es el que se refiere a todo lo que rodeó las condenas a muerte y posteriores fusilamientos del 27 de septiembre del 75. “Delitos cometidos en verano, condenas de muerte en septiembre”, así resume lacónicamente el autor los consejos de guerra, sin respetar la menor legalidad, a los que fueron sometidos los dos militantes de ETA y los tres del FRAP que acabarían siendo fusilados.
Miguel Ángel Aguilar siguió todo el proceso: los intentos baldíos de detener las ejecuciones con peticiones de clemencia a Franco gestionadas desde el despacho de Cristina Almeida, la tensa espera hasta que el dictador dio su “enterado” en el Consejo de Ministros, la despedida en Carabanchel de los familiares de los condenados, la esperpéntica rueda de prensa del portavoz del Gobierno, que intentaba compensar las cinco ejecuciones alabando “la clemencia del generalísimo” al conmutar otras seis penas de muerte por cadenas perpetuas.
Las escenas de mayor dureza las vivirían los periodistas al día siguiente, el día de la ejecución. Intentaron sin éxito que les dejaran entrar al campo de tiro de Hoyo de Manzanares, ya que la ley estipulaba que las ejecuciones debían ser públicas. “Sí escuchamos las detonaciones, que fueron espaciadas en el tiempo en tres descargas —recuerda Aguilar—. A continuación subimos a un altozano, desde donde se divisaba el lugar de los fusilamientos, ya estaban los cadáveres tendidos sobre la arena, Acto seguido, fueron introducidos en rudimentarios ataúdes de pino sin pulir ni barnizar”.
En el cementerio municipal, la prensa asistió a la entrega de los cadáveres a los familiares. ”Los rudimentarios ataúdes, mal claveteados, dejaban ver la indumentaria que llevaban los reos ante los pelotones de fusilamiento —continúa el estremecedor relato—. Se veían los orificios de entrada de las balas. Los cadáveres aún goteaban sangre, que, a través de los huecos abiertos entre las tablas, llegaba a las lápidas de las tumbas sobre las que habían sido depositados”.
Los componentes de los pelotones habían sido asignados “para evitar rencores y ensañamientos”. Los condenados por el asesinato de guardias civiles fueron ejecutados por agentes de la Policía Armada y los condenados por el asesinato de policías por guardias civiles.
“Tres pelotones de siete miembros cada uno, comandado por un teniente. Cada pelotón permanecía agrupado alrededor del minibús en el que había llegado. Recuerdo con total claridad que nunca vi a gente más desolada como aquellos que participaron en los fusilamientos. Eran incapaces de articular palabra, de tragar saliva, de mirarse unos a otros, de suspirar, de confrontarse con el tacto, de estallar en llanto. Vestían uniformes de faena. Estaban en pie. Sostenían con la mano izquierda el fusil reglamentario aún humeante tras los disparos. Su turbación era tal que ni siquiera podían encender un cigarrillo, porque no lograban hacer coincidir el mechero con la punta del cigarro. Y eso que no fueron obligados por disciplina militar, sino que se habían presentado como voluntarios. Jamás vi a nadie tan abatido como ellos.”
“Fue el episodio más angustioso que viví como periodista”, concluye Aguilar. “Escuchar los disparos y ver a los reos ya sin vida, recién fusilados, sin importar lo que hubieran hecho. Porque una cosa era el fin de la barbarie que significaban grupos como ETA y el FRAP, a los que pertenecían los cinco condenados, y otra muy distinta que el Estado respondiera con la pena máxima”.
Durante los últimos meses del dictador, se produjeron múltiples acontecimientos históricos. El autor, que viajó a Portugal y el Sahara, relata con detalle el impacto que tuvo en aquella España la Revolución de los Claveles portuguesa o la crisis con Marruecos por la Marcha Verde.
La larga agonía pasó por el Pardo, donde el marqués de Villaverde, en una decisión inhumana, decidió tratar al paciente sin interferencias externas. Y acabó en el Hospital de La Paz, con “los periodistas y fotógrafos arrumbados en el vestíbulo del hospital a la espera de noticias” o de que pasara alguno de los muchos jerarcas del régimen que acudían a dejarse ver. Allí, regularmente, el taquígrafo de Franco, “con su voz áspera y temple imperturbable” leía los crípticos partes del “equipo médico habitual”. Se daba la circunstancia berlanguiana de que aquella voz era bien conocida por el público, gracias a su otro trabajo como comentarista de las corridas de toros que retransmitía TVE.
No había costumbre tiene un valor especial al ofrecernos hoy, que tanto se tergiversa el pasado, el testimonio de un testigo directo de aquellos hechos decisivos en la historia de nuestro país. Y, sobre todo, como asegura el autor, tiene un gran valor al servir de recordatorio de dónde venimos para las nuevas generaciones, “para que no den por garantizado lo que costó tanto conseguir.”
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Autor: Miguel Ángel Aguilar. Título: No había costumbre: Crónica de la muerte de Franco. Editorial: Ladera Norte. Venta: Todostuslibros.


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