Se le atribuye a Stephen King esta frase: «Quizás la mayor división en el mundo no sea entre hombres y mujeres, sino entre las personas a las que les gustan los gatos y las personas a las que les gustan los perros». No sé si es de su autoría o no, pero estoy completamente de acuerdo con su contenido.
Sin embargo, cuando por primera vez desarrollé un vínculo real afectivo con un gato, ya no hubo marcha atrás: me atrapó para siempre. Estaba acostumbrada a los gatos que pululaban por la finca familiar, pero a los que mi madre no permitía entrar en la casa bajo ningún concepto. Debo aclarar que la misma norma se aplicaba con los perros: a los animales no se les permitía traspasar el umbral de la puerta por “costumbres higiénicas”. En realidad, creo que todas estas normas ocultaban las fobias de mi madre hacia los animales. Quería que yo pudiera tenerlos cerca para poder disfrutar de ellos, pero también quería conservar un refugio propio en el que ocultarse.
Así que mis animales domésticos nunca lo fueron del todo. O al menos, no tanto como cuando, ya adulta y viviendo por mi cuenta, me llevé a un gato a vivir conmigo. No es lo mismo compartir techo con alguien que dejarlo fuera del umbral de la puerta; da igual si hablamos de bichos o parejas.
Soy de la opinión de que, para conocer a alguien a fondo, se necesita saber cómo respira: si ronca mientras duerme, si es de los que comparte la comida o la defiende con su vida, si entierra bien las deposiciones tras usar el arenero o las deja medio a la vista para que apesten bien el cuarto… Ese tipo de cosas.
Mi gato fue el obsequio de una amiga que, casi todos los veranos, se ve invadida por la presencia de camadas de gatitos en su casa de la playa; problemas de tener una finca que da al exterior, con vecinos que no creen en la esterilización gatuna. Lo cierto es que, desde el primer momento, fue un amor a primera vista: en cuanto le eché los ojos encima a aquel paticorto que trataba de ocultarse tras una bombona de butano supe que estábamos hechos el uno para el otro. Y no me equivoqué.
Lo que vino después fueron nada menos que veinte largos años de amor, celos, rabietas y el cariño más desinteresado que nadie me ofreció jamás. Quizás no tan desinteresado, porque aquel pequeño tragón era capaz de engullir su peso en comida fresca, y si no teníamos su plato ipso facto nada más levantarse por la mañana, sus maullidos de queja podían oírse a kilómetros a la redonda.
No siempre me quería; en ocasiones se enfadaba mucho conmigo, y me lo demostraba como sólo él sabía hacerlo. Cada vez que yo faltaba unos días de casa (o semanas) —y no era extraño que lo hiciera— a la vuelta me castigaba con su indiferencia. Daba igual lo bien que lo hubiesen cuidado mientras yo tenía que estar fuera: él me castigaba con su desprecio, haciendo como si no me conociera.
Durante horas ni siquiera se me acercaba, y cuando le acariciaba, fingía que no le gustaba. Normalmente tenía que pasar una noche o un día entero hasta que volvía a recuperar el lugar de preferencia que ocupaba en su corazón. Eso sí, cuando se daba cuenta que iba a volver a irme —y lo sabía cada vez que sacaba mi bolsa de viaje— se daba la vuelta para desaparecer antes de que yo me largara por la puerta.
Ahora lamento todas esas ocasiones en que pude ir a buscarle y no lo hice, aunque sólo hubiera sido para darle un abrazo más. Una última caricia antes de traspasar la puerta con la maleta que él tanto detestaba.
Aquellos que tildan a los gatos de despegados es porque jamás han convivido con uno. Su carácter independiente y reservado les ha creado esa imagen, pero la verdad es que son seres capaces de crear vínculos emocionales muy profundos.
Tonta de mí: cuando me llevé a aquel pequeño gato a casa, pensaba que lo estaba adoptando. Pero en realidad es el animal el que te adopta a ti. Sólo él decide quién forma parte de su familia o no, y no hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de ello.
Los que son parte de su familia son los que tienen el “honor” de ser perseguidos de forma insistente, incluso en las circunstancias más absurdas. ¿Quién me iba a decir que, durante años, iba a ser espiada mientras me duchaba, y que incluso se iba a asomar por entre las rendijas de la cortina de la ducha para comprobar que no me había colado por el sumidero de la bañera?
¿Quién iba a advertirme que nunca tendría que volver a acordarme de poner el despertador en hora, porque todos los días a las siete en punto (o incluso antes) mi gato se encargaría de levantarme para que le diese el desayuno?
¿Qué libro o página de internet de etología podría explicarme que el maldito bicho aprendería que, si yo pensaba que estaba enfermo, eso significaba que me desharía en mimos con él? Así que fingirlo tras una reprimenda empezó a ser común.
Maniático, egoísta, manipulador… no podía quererlo más.
Mi gato no destacaba por su valentía: le costaba subirse a los lugares altos, y más aún bajarse de ellos. Sólo se enfrentaba a otros gatos cuando nosotros andábamos cerca, como respaldo. Por eso, aquella vez que el enorme perro del vecino —un pitbull joven sin educación— se abalanzó contra mi garganta mientras yo lo llevaba en brazos, nos dejó con la boca abierta: se aferró con sus uñas a la nariz del animal, dándome tiempo a escapar sin un rasguño.
Tampoco a él le pasó nada. Fue mucho más rápido huyendo que el perro atacando, que se alejó gimoteando mientras sangraba por la trufa.
Como dice el tango, veinte años no es nada cuando hablamos de la vida, y es que nos pasaron como un soplo. Su último año fue el más difícil: ya no era el gato activo que iba a todas partes detrás de mí, pero aun así no no dejaba de intentar subirse al sofá para poder estar tumbado encima de mis piernas.
La insuficiencia renal le iba ganando la partida. Quizá hubiera durado unos años más si le hubiésemos obligado a seguir una dieta más estricta, como recomendaba su veterinaria, pero preferimos seguir dejándole disfrutar de todo lo que siempre le había gustado. ¿Para qué quitarle ahora, de viejito, las cosas que le volvían loco —como unas buenas xoubas cocidas— si precisamente eran ellas las que le habían hecho vivir tanto y tan bien hasta entonces?
Y así fueron las cosas hasta que dos semanas antes de Navidad sus riñones dijeron basta. Una tarde ya no pudo levantarse más de su cesto, ni comer, ni siquiera podía beber. Supimos que su hora había llegado. Lo cierto es que entré en shock. No fui capaz de llevarlo inmediatamente a la clínica. Llamé para contar qué le ocurría, y me explicaron cómo aumentar la dosis de los medicamentos que estaba tomando, así como la de los analgésicos para que no tuviera dolor. Necesitábamos pasar una última noche con él.
Supongo que muchos no lo entenderán. Pensarán que sólo era un gato. “Cuánto drama por un bicho de mierda”. Qué quieren que les diga: a mi se me iba una parte de mi vida. Una parte bien importante.
La noche pasó como pasan las noches como esas: en una confusión abotargada de los sentidos, en las que estás pero no estás. O más bien, en las que estás pero no quieres estar.
Al día siguiente lo llevamos al veterinario para que lo “durmieran”. El que inventó esa expresión debe gustarle bien poco dormir. Yo había empezado a llorar sin parar veinticuatro horas antes, como un grifo sin llave. En mi vida había llorado de semejante manera. Ni siquiera me detuvo estar en público.
Lo llevamos en su cesto bien envuelto en su manta favorita, para que estuviera cómodo. Él odiaba con toda su alma ir al veterinario, así que en cuanto atravesamos la puerta del establecimiento a pesar de su gravedad, se puso en alerta. Lo notaba en sus orejas, más tiesas que antes, pese a que ya ni la cabeza era capaz de mover.
Yo le hablaba todo el rato mientras le acariciaba, incluso le cantaba, una costumbre nuestra cuando se ponía nervioso al ir en coche. Menudo cuadro era yo: lloros, mocos y cantando, de frenopático.
Justo antes de ponerle la inyección, al afeitarle la pata para colocar la vía, mi gato volvió a ser mi gato. Reuniendo todas las fuerzas de las que fue capaz, hizo el gesto de echarle los dientes a la mano al veterinario. Hasta el último momento no se rindió.
Mientras la inyección hacía efecto, yo no paraba de acariciarle y decirle cuánto le quería. Esta vez el que se iba era él, sin maleta, y a la que le toca esperar es a mi. Porque la vida me hizo descreída, pero necesito pensar que hay otro lado en el que de algún modo nos volveremos a encontrar.
Este sábado seis de diciembre se cumplen tres años exactos desde su muerte, pero yo lo sigo echando de menos todos los días. Ahora me despierta el sonido lastimero de un despertador electrónico, nadie me vigila en la ducha y nadie me exige su comida a gritos. Todavía no estoy preparada para tener una nueva mascota.
Mi gato reposa cerca del nogal que hay en la finca de la casita, en una pequeña colina desde la que se puede otear todo el valle. Creo que le hubiera gustado mucho ese lugar; allí habría podido afilarse las uñas en arbustos leñosos, explorar territorios desconocidos y vivir aventuras “controladas” conmigo.
La próxima primavera plantaré allí un rosal.


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