Durante siglos, el deseo heterosexual funcionó con una coreografía establecida: él enseñaba, ella aprendía, una pedagogía sentimental tan asumida que operaba como ley natural. Pigmalión no era un mito sino una plantilla. El hombre aparecía como guía e intérprete de la vida adulta; la mujer, como criatura por pulir. Hollywood construyó su industria sobre ese gesto y Disney lo perfeccionó hasta la náusea.
Pero entonces… Algunas flores aprendieron a regarse solas, a discutir condiciones, a construir. La mujer se convirtió en adulta sin permiso. Y eso, aunque parezca evidente, sacude los cimientos de la arquitectura del deseo.
El hombre promedio podía imaginar a una mujer fuerte, claro, acotada, gestionable y no demasiado perturbadora. Una tipa con mundo, pero no más que él. Una con brillo, pero no tanto como para no encandilarse. El guion patriarcal no solo formateó a las mujeres; formateó el ego masculino. Lo acostumbró a la idea de que la virilidad se medía en liderazgo, en ser la referencia emocional y material de la pareja: el tutor.
La mujer poderosa —la que gana, firma, opina y decide— descoloca las placas tectónicas de la pareja heterosexual. No porque él no la admire, lo hace. El vértigo llega cuando se pasa del plano abstracto al íntimo. La ciencia ya ha puesto cifras a esta hipocresía: un estudio conjunto de varias universidades estadounidenses, liderado por la de Buffalo, reveló que “mientras el 86% de los hombres aseguraba sentirse atraído por mujeres más inteligentes que ellos, al tenerlas delante y verlas resolver problemas mejor, la atracción física se desplomaba”. La admiración aguanta la distancia; la libido masculina, por lo visto, no soporta la competencia.
Cuando esa inteligencia deja de ser una imagen cosmopolita y se materializa mirándote a los ojos, estalla el microinfarto identitario en el corazón del hombre que jamás confesará… Y no es una metáfora, es un diagnóstico clínico. La Universidad de Bath monitorizó a 6.000 parejas durante 15 años y el resultado es lapidario: los niveles de ansiedad y estrés fisiológico en los hombres se disparan cuando su mujer aporta más del 40% de los ingresos del hogar.
Pero ¿quién es él cuando ya no es maestro? No lo saben. Y no es culpa suya: no se les preparó para compartir el escenario.
El resultado no suele ser violento —esa es la versión tosca—, sino incómodo y algo triste. La broma que rebaja. El silencio extraño cuando ella alcanza un logro. El sexo que se vuelve torpe, frágil, ausente, porque mana del ego desconcertado en lucha, no contra la mujer sino contra sí mismo.
Cuando pierden la batalla contra su propia autoimagen —algo comprensible y habitual— acaban refugiándose en una mujer más joven donde recuperar su rol. Al lado de alguien “por hacer”, vuelven a pisar tierra firme. Saben quiénes son gracias a los raíles antiguos: él guía, ella agradece. Buscan, en definitiva, un espejo trucado que les devuelva su imagen aumentada. El confort emocional de la superioridad sigue siendo su afrodisíaco más potente, nuestra vulnerabilidad, como viagra.
El desencuentro es brutal porque, mientras ellos retroceden buscando seguridad, nosotras hemos acelerado. Hasta hace poco, el magnetismo masculino venía envuelto en poder y solvencia (5.000 años de historia avalan que eso garantizaba supervivencia). Pero cuando la mujer ya sostiene su propia vida, el atractivo cambia de textura. Ya no buscamos un patrocinador, sino un interlocutor. La estabilidad emocional, la alegría y la calidad sexual se han vuelto requisitos no negociables. No es que el éxito haya dejado de ser erótico, es que ahora pedimos pares, no padres.
Y ahí radica la tarea titánica del hombre contemporáneo: tiene que recablear su propio instinto. Debe hackear un deseo que aprendió a encenderse solo ante la desigualdad y la ventaja. El macho del futuro no será el que lidere la manada, sino el que logre la hazaña evolutiva de excitarse ante una igual.


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