Todo lo nutre, todo lo sabe, todo lo calla. A veces la veo muy de lejos, todavía acostada en el valle, alimentándose de lo que el río le cuenta en su corriente, de la lentitud del cieno, del surcar de los barbos, del sueño acuático de fluir y fluir. Todo lo va digiriendo la niebla durante horas y luego va subiendo hasta la torre, y la envuelve por entero.
Entonces escucho en ella la historia de los peces, la somnolencia de las algas, la tozudez del limo. La niebla reverbera con una energía silenciosa donde cada filamento tiene algo que decirme. Soy agua y soy confusión y soy la ceguera imprescindible para ver después los campos húmedos y fulgurantes de sol.
Otro día ha venido la niebla antes del amanecer. La saludaba ya subiendo los escalones hacia la azotea, sumergiéndome en su cuerpo evanescente, a través del cual me resultan invisibles los campos de la noche pero no la luna llena del oeste.
De esa inmensidad blanca solo nos separa un velo de niebla.
Pero, como vemos el velo y casi podemos tocarlo, también sentimos que aquello que anhelamos está más cerca que nunca.
La niebla es mediadora entre el cielo y la tierra, y así percibo que el foco borroso de la luna se acerca hasta mi oído. Es su vibración lo que comprendo. Es la relación misteriosa de su existencia con la nuestra la que me está goteando su zumbar en mi escucha.
Atento a lo real. Atento a lo real, insiste.
La luna en la niebla es un altavoz desafiante.
Se va con el día. Pasa por la torre y sigue su camino hacia el norte y la mayoría de las veces le sigue un cielo radiante o de entre nubes que escriben, en la página del cielo, el código morse de diciembre.
La niebla ama la madrugada y, sobre todo, el alba. Ama conquistarla casi hasta hacerla desaparecer, hasta dejar solo un atisbo de la luz que amanece o que ha amanecido, no es posible saberlo, porque la niebla devora el espacio y también el tiempo.
Y así nos enseña a ser sin referentes. Asienta su imperio ambiguo, tan acogedor como incómodo. Es un imperio de paciencia y de sosiego, una obligación al misterio y también a la revelación que vendrá cuando ella se haya marchado.
Todo lo nutre, todo lo sabe, todo lo calla.
A veces viene cargada de una lluvia fina. En esa sucesión de cortinas suaves estriba su máximo grado de conversación literal. Si uno lo desea, puede dejar empapar su rostro con esas sílabas dulces y frías. Especialmente, la lengua y las orejas.
En la lengua, le respondo fundiéndolas con mi saliva. En las orejas, abro el laberinto y dejo que la niebla penetre por él. Yo la persigo muy adentro. Sigo a la niebla hasta el confín de mí mismo. Y sé que habrá un momento en que dejaré de verla. Ella se habrá borrado y estaré de nuevo a solas con la luz.


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