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Inteligencia natural

Inteligencia natural

Dicen que la mitad, al menos, de los textos que aparecen en la red los genera la inteligencia artificial. No estas circunvoluciones: aquí el género es natural, y Zenda Libros, donde no caben la tontera ni el artificio, la mejor garantía. Zenda es un raro proyecto salido de la cabeza de Arturo Pérez-Reverte, periodista, escritor y filántropo tan de verdad como la desembocadura del Ebro. Hace cincuenta años, cuando todos éramos niños, Arturo Pérez-Reverte ya era un hombre, aunque metido en el cuerpo de un niño zangolotino que acabara de dar el estirón y sostuviese el cigarrillo como quien ensaya gestos de adulto ante el espejo. La existencia puntera de este tribulete la recuerda, con foto y todo, Miguel Ángel Aguilar en su No había costumbre, un librito que en poco más de cien páginas relata los hechos que tuvieron lugar con ocasión del fallecimiento del “general superlativo”. Lo recomiendo, no tanto por la precisión marca de la casa, que también, como por su capacidad de convocar el “gris marengo” de una época. Más que periodismo, No había costumbre es literatura, y la literatura es importante. Yo, sin literatura, no habría llegado a nada. Tampoco es que haya llegado no sé dónde, pero al menos sigo vivo y coleando: a esta edad tan lamentable que voy teniendo no es poca cosa. Este último chascarrillo se lo debo a Josep Pla, uno de mis clásicos favoritos. A Pla lo descubrí hace mucho en una colección de cien libritos que había cuando yo mismo era zangolotino y que me ayudó con mi español; se llamaba Biblioteca Básica Salvat de Libros RTV y el correspondiente a Pla hacía el número 29. Aún conservo mi ejemplar con dos relatos prodigiosos, Un viaje frustrado y Contrabando, que son auto-ficción pese a que entonces no había auto-ficción, lo que constituye un mérito considerable. Pla siempre hizo lo que le dio la gana, lo que también es un mérito considerable teniendo en cuenta que le tocó convivir con el espanto campando a sus anchas. Para desmentir la leyenda de que siempre hizo lo que le dio la gana —leyenda que, efectivamente, no es cierta, al menos absolutamente cierta— está el milagro de su literatura en castellano, que le fue forzoso abordar, aun a su pesar, y que abarca aproximadamente los años cuarenta (no me hagan mirar ahora la Wiki). Así, a contrapié, creó esa “tontada” minúscula, brillante y espectacular que es Un viaje en autobús sin la que, tengo la impresión, Camilo José Cela nunca se habría calzado las botas de siete leguas. Un viaje en autobús se viene publicando desde su aparición hace no sé cuántas décadas y justifica con creces la compra de editorial Destino por los señores de Planeta. Cela estudió mucho a Pla (y a Baroja, que era uno al que Pla admiraba sin reserva), lo que pasa es que el día que dieron “frescura” Camilín no asistió a clase: andaba por Cebreros, donde el embocado hace cantar. Una pena. A mí, que tengo trasegado mucho Cebreros, también se me escapan cosas, pero como no soy profesional da igual. La profesionalidad me produce más acidez que el vino de la sierra de Gredos: yo, siempre aficionado. A las señoritas, a los libros y a los paseos en barca por El Retiro o por el Serpentine con una orquesta cerca tocando la Música acuática. Habitualmente no tengo orquesta, y aún menos dirigida por Händel, así que me pongo el Walkman, que es una cursilería artificiosa, qué le vamos a hacer: uno no ha sido viejo siempre. Yo me hice viejo viendo jugar a los mayores: como los mirones callan y dan tabaco, acabé fumando. Y fumando me hice viejo, que es una cosa que no tiene remedio. Bueno, salvo que te mueras antes.

—¿Pitillito?

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