Nazarena tenía un novio desalmado, aquel lunes se convenció por completo. Necesitaba ir a hacerse la keratina y él no la llevó en el asiento de la bicicleta hasta la peluquería. Alegó que estaba esguinzado por el fútbol. Siempre él primero, claro. Siempre mirándose el ombligo, posiblemente porque era hijo único. ¿Y ella? Tenía el casamiento de su mejor amiga esa misma tarde. ¡Necesitaba hacerse los pelos! Pero a él le resbaló. Y aquella otra vez… Para qué acordarse… Le criticó los fideos con brócoli que había preparado con el corazón. Bueno, en realidad no criticó, no con la palabra pero sí con los ojos. Bueno, con los ojos tampoco. Lo que pasó fue que no le agradeció como ella merecía. Dijo: qué ricos están, mi vida. Sólo eso. ¿La estaba cargando? Con el amor que ella les había puesto a esos tallarines de porquería. Se había llenado los dedos con olor a ajo.
Ella estaba ocupada mientras tanto, mirando en TikTok asuntos de su incumbencia, por esto no pudo darse cuenta de que la madera fue cediendo de a poquito hasta que se quebró.
Otra vez. Otra vez con la promesa en la boca. Otra vez no le daba lo que ella necesitaba. Otra vez queriendo llamar él la atención. Y encima se hacía el dolorido. Un piso. Pudo ver que se hacía el dolorido cuando se asomó por la ventana y lo vio, ahí tirado, agarrándose el codo con cara de telenovela. ¿Qué hombre de verdad se lastima por caer de un primer piso?
Indignada. Y la rama ahí seguía, molestándole a ella la ventana.
La verdad es que había estado pensando en dejarlo. Seriamente. Una mujer como ella merecía más. Por el mero hecho de ser mujer merecía más, mucho más; la historia se lo debía. Se lo escuchó decir una y otra vez a su mamá, que bien sabía de estos asuntos porque se enteraba en asambleas, en marchas, en chichoneras reuniones cumbres. Y hubiera estado muy bien que así lo hiciera, dejarlo, a tiempo, pensó mientras miraba al muchacho tirado en el piso. Inerte. Se hacía de nuevo la víctima. Le dio una patada para que se moviera. Nada. La sangre salía por los dos tajos del pecho. Uno parecía profundo. Qué idiota. ¿Cómo había podido enredarse con un pibe tan idiota? El charco llegó hasta su sandalia y le dio impresión, nunca había visto sangre verdadera, viscoza, pegajosienta. Dejó el cuchillo sobre la mesa y llamó.
Cuando llegaron los paramédicos explicó: estaban discutiendo por un asunto, como cualquier pareja. Y contó la cantidad de veces que se había hecho la víctima. Él. Justo. Que la semana pasada había faltado a su muestra de danza árabe. ¿A usted le parece? ¿Hacerme eso a mí? ¿Y sabe cuál fue la excusa? Que si faltaba lo iban a echar del trabajo, y que estaba juntando plata para comprame un regalo, por nuestro primer año de noviazgo. Eso me dijo. ¿Entiende? Y ya sé, ya sé que yo soy parte del problema, que soy yo la que se queda con semejante monstruo, con semejante egoísta hijo de mamá, pero… ¡Le escribía por el whatsapp y tardaba un montón en responderme! ¡Un día demoró diez minutos de reloj!!
Nazarena no pudo seguir porque se quebró en llanto. Una de las paramédicas la abrazó y se la llevó lejos de la escena de muerte; lo que menos quería era revictimizarla, que se sintiera mal por lo que la había obligado a hacer el reverendo HDP. Los otros dos miraron un momento el cuerpo del infeliz, ya rodeado de un charco púrpura que lentamente empezó a escurrirse por una rejilla de la cocina. Espantaron al perro que había empezado a lamerla y lo taparon, a la espera del servicio de transporte de la morgue. Qué le vamos a hacer… Ya no quedan muchachos como la gente, Tano, viste vos cómo es… Y si… Pero qué mal viene jugando Boca, te decía… Algo vamos a tener que hacer.


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